“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, escribió Cesare Pavese en su último poema. En realidad, a este gran poeta italiano la Parca se le debió de presentar con su propia mirada. Como es harto sabido, Pavese se quitó la vida el veintisiete de agosto de 1950, tras la ruptura de su relación sentimental con la actriz estadounidense Constance Dowling. Acaso sólo se pueda amar a las actrices en las películas. “Para todos tiene la muerte una mirada”, continúa el suicida, andando en esos versos. Plenos de un lirismo arrebatador, vienen a ser como esa nota que otros asesinos de sí mismos le dejan al juez —“Adiós mundo cruel”, rezaba en las viejas historias—, para que no se culpe a nadie de su crimen.
Aquella que abre La máscara del demonio (Mario Bava, 1960), la cinta a la que me refiero, debió de ser una de las primeras ocasiones en que un tomavistas fotografió tan terrible instrumento de tortura. Desde luego, se puede afirmar categóricamente que es el mejor retrato de aquel suplicio que se haya proyectado nunca en una pantalla. Nada que ver con esas efusiones repugnantes, con esa querencia por la casquería del gore y el slasher de nuestros días. Si aquel gótico italiano aportó tanto a la excelencia del género fue porque el espanto era más sugerido que mostrado. A veces bastaba un grito de la chica o un subrayado musical; lo que no se ve, lo que se desconoce, siempre da mucho más miedo que lo visto y conocido. Como en los cuentos de aparecidos de Zorrilla y en las Leyendas de Bécquer.
“Será como abandonar un vicio, / como contemplar en el espejo / el resurgir de un rostro muerto”, continúa Pavese. Todo eso fue Barbara Steele para cuantos la descubrimos por primera vez mientras maldecía a sus vecinos y a sus descendientes, antes de que la doncella de hierro se cerrase sobre ella. Amante de ultratumba y súcubo con forma de amante terrena que abocaba a sus amantes al infierno. Bruja, fantasma que baila con los vivos, alma en pena… Su palidez, su silueta estilizada, hicieron de ella “la esposa de la muerte”, la personificación de lo Inevitable, como ninguna otra, en toda la historia del cine de terror, allende épocas y escuelas.
Pero ella, como era previsible, no se veía realizada profesionalmente en los personajes dark, que los llama en las pocas entrevistas que concede. Se sentía encasillada. Por eso dejó de interpretarlos a finales de la década prodigiosa y se instaló en Estados Unidos, donde su carrera no conoció, en modo alguno, esa sombría majestuosidad de su etapa italiana. La del encasillamiento es una de las más sutiles maldiciones que pueden estigmatizar a un intérprete. Llega a convertirse en una obsesión y lo más frecuente es que, creyendo que obedece a una estrella que ha señalado su destino supremo, el obseso dé un desafortunado nuevo rumbo a su filmografía, del que se arrepentirá hasta su último aliento.
Cuando Barbara Steele quiso volver, como a un amor perdido y encontrado, a aquella mirada de la muerte que había sido, el tiempo ya había pasado. Para ella, privándola de la lozanía que le llevaba a interpretar personajes ancestrales, malditos con poco más de veinte años hasta la consunción de los siglos; para el género fue aún peor, pues se vio desplazado de la cartelera por los endemoniados: la niña de El exorcista (William Friedkin, 1973), Damien y su primera trilogía —La profecía (Richard Donner, 1976), La maldición de Damien (Don Taylor, 1978), El final de Damien (Graham Baker, 1981)—, Carrie (Brian De Palma, 1976) a su modo.
“Ahora, cuando recuerdo la frustración que sentía entonces por haber hecho tantas películas de terror, no la comprendo”, comentaba la actriz al historiador Sergio Grmek Germani en un regreso a Italia en el año 2005. También es triste, pero rigurosamente cierto, que todos los mortales estemos condenados a valorar las cosas cuando las hemos perdido. “Actualmente recuerdo con cariño aquel cine, sin el lado oscuro no hay drama en la pantalla. Queda sólo Heidi con sus vacas… En los años 60, Italia experimentaba un optimismo fabuloso. Lejana ya la guerra, en el plano socioeconómico todo era vitalidad. Siento la gratitud y la nostalgia de haber vivido ese momento, que Fellini reflejó admirablemente en sus películas. Es lógico que fuera entonces cuando nació una nueva escuela del cine de terror. El lado oscuro de las cosas siempre logra manifestarse. Y aquellas películas de miedo se hacían con una gran elegancia. Los directores de fotografía italianos eran los mejores del mundo. Comprendían la luz”.
Nacida en el condado inglés de Cheshire en 1938, Barbara Steele estudió pintura en Londres y La Sorbona parisina antes de sentir la llamada del teatro. De nuevo en Inglaterra, tras interpretar diferentes papeles secundarios en varios filmes hoy olvidados, Mario Bava le brinda la oportunidad que está esperando al confiarla el doble papel protagonista de La máscara del demonio. En efecto, en sus secuencias Asa Vajda, tras morir en la doncella de hierro, parece reencarnarse en Katia Vajda, una descendiente de la princesa hechicera. Y de ahí a la eternidad todo fue ese discurrir por el gótico italiano como la Parca en los versos de Pavese. Hubo un inciso: su aportación al ciclo Corman-Poe-Price. Sí señor, su colaboración con Roger Corman, el mago del cine barato, para quien fue la Isabel Barnard Medina de El péndulo de la muerte (1961), sobre un guión del gran Richard Matheson basado en El pozo y el péndulo (1842), del gran Edgar Allan —¡ahí es nada!—, fue a ratificar su magisterio en el espanto.
De regreso a Italia se puso a las órdenes de otro de los maestros del cine transalpino de géneros, Riccardo Freda. Para él incorporó a Cinzia, la primera esposa del médico necrófilo cuya abominable historia se nos cuenta en El horrible secreto del doctor Hichcock (1962), escrito así, sin la “t” entre la “i” y la primera “c” precisamente, para diferenciar su apellido del del mago del suspense. En las secuencias de esta nueva obra maestra, Barbara se nos descubrió como la mejor para bajar las angostas escaleras sin más luz que la de un tétrico candelabro. Antes de volver a colaborar con Freda en El espectro, donde también incorporó a una señora Hichcock, la actriz recreó a una de las más bellas visiones quiméricas del género en Danza macabra (Antonio Margheriti, 1964). Meses después se nos mostró como una de esas mujeres que venden su alma al maligno para darse a un amor más poderoso que la vida en Los amantes de ultratumba (Mario Caiano, 1965).
La afición aún la admiraba en su creación de Cleo Hauff, la pérfida amante del notario en Cinco tumbas para un médium (Massimo Pupillo, 1965) y sobre todo en la de Helen y Mary Karstein de Los largos cabellos de la muerte (Antonio Margheriti, 1965). Ni que decir tiene que, en esta última, la alusión al apellido de Carmilla, la bella vampira del gran Sheridan Le Fanu, no es baladí. La Harriet Montebruno y la Belinda de Un angelo per Satana (Camilo Mastrocinque, 1966) fue el primero de aquellos papeles dobles —la mujer maldita y su reencarnación al cabo del tiempo— que compuso en Italia. Para entonces, la actriz también había comenzado a ser reclamada en su Inglaterra natal, que con la queridísima Hammer Films y las productoras que le iban a la zaga —la Amicus, la Tigon, la Tyburn…— constituyó otro de los pilares de aquella belle époque del espanto. Así, para Vernon Sewell fue la Lavinia Morley de La maldición del altar rojo (1968), una producción de la Tigon con esos terribles cultos ancestrales y telúricos, sobre los que escribe el gran Arthur Machen, como telón de fondo. “La muerte ya avanza y avanza a por ti”, repetían los versos de la canción de la niña de Cinco tumbas para un médium.
Con todo, basta un vistazo a sus colaboraciones con algunos de los cineastas más grandes de su tiempo, ajenos al cine de miedo, para advertir que el verdadero interés de Barbara estaba en el cine de autor. Con Fellini trabajó en Fellini 8½ (1962), con Volker Schlöndorff en El joven Torless (1966) con Louis Malle en La pequeña (1978). Pero el cine de autor no habría de serle tan afecto como el de miedo. Puede que quiera decir algo que las secuencias en las que participaba la actriz fueran suprimidas del montaje definitivo de Casanova (Federico Fellini, 1976). El caso es que, tras abandonar Italia, lo más alto que rayó la filmografía de Barbara Steele fue en Vinieron de dentro de… (1975), una de esas cintas extrañas y magnéticas del gran David Cronenberg que tocan tan de cerca al cine en el que nuestra actriz halló su gloria, sombría y majestuosa.
Diríase que, cuando abandonó Italia, se pararon todos los relojes. Como así fue tras la muerte de Lazarus Hauf en Cinco tumbas para un médium. Nada volvió a ser lo mismo. De hecho, Barbara Steele no tardó en relegar su carrera como actriz a un segundo plano para convertirse en productora. No ha vuelto a haber nadie como ella para llevarnos de la mano, por aquellas angostas escaleras en la bajada a los infiernos. “Mudos descenderemos en el remolino”, concluye su poema Pavese.
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