La perspectiva desde la que se estudia ahora a Barbara Loden puede ser novedosa. Pero ni ella era esa desconocida que pueda parecer, ni es de esta temporada su reivindicación. Bien es cierto que en los últimos meses ha vuelto a la actualidad: se ha hecho notar, en las librerías y los suplementos literarios de nuestro país, la edición española de Vida de Barbara Loden (Sexto Piso), un acercamiento poliédrico a la existencia y al trabajo de esta actriz y realizadora estadounidense, debido a la escritora y editora francesa Nathalie Léger. Sin embargo, en las historias del cine que se editaban en la España de los años 70 y 80 ya constaban referencias a esta cineasta. Su nombre figuraba en aquellos artículos donde se encomiaban los trabajos de Ida Lupino, Dorothy Arzner, Claudia Weill y el resto de las más sobresalientes del cine estadounidense realizado por mujeres. E incluso la restauración y digitalización de Wanda (1970), el único largometraje que Loden consiguió dirigir, se ha quedado lejana: data de 2010. Surgió a iniciativa de la Universidad de California Los Ángeles (UCLA) y contó con el patrocinio de Gucci, la conocida firma italiana de artículos de lujo. Sin embargo, hay en este mecenazgo algo chocante, habida cuenta de que la primera inquietud que llevó a Barbara Loden a emplazar su cámara fue el retrato de la realidad de aquellos a quienes los lujos se les quedan tan lejanos como los encantos —vulgo: glamour— con los que Hollywood acostumbra a edulcorar cuanto retrata.
A buen seguro que el lector cinéfilo recuerda Los viajes de Sullivan (1941), el clásico de la comedia estadounidense. Si podemos hablar de este título como un precedente —y a su modo parodia— del neorrealismo italiano de posguerra es porque, en sus secuencias, el gran Preston Sturges nos mostraba el periplo de un supuesto colega, el tal Sullivan. Incorporado el realizador ficticio por Joel McCrea, decide abandonar la alegre colonia de Hollywood en busca de auténtica experiencia para realizar una comedia social. Así pues, Sullivan marcha en pos de La Verdad, ¡ni más ni menos!, que en su caso se concreta en la realidad de los pobres. Con tal propósito, el cineasta se convierte en un vagabundo, una suerte de Woody Guthrie. Otro de aquellos que recorrían el Medio Oeste viajando en los vagones de carga de los trenes, hasta que les echaba a palos el revisor, en los días aciagos de la Gran Depresión. Hablamos de los okies —que se les llamaba—, inmortalizados en las magistrales instantáneas tomadas por el gran Walker Evans para las agencias gubernamentales en la América profunda. Si se prefiere, para evocar a aquel drama de los okies en los trenes de mercancías del Medio Oeste, cuando la realidad volvió a superar una y mil veces a la ficción, recuérdense filmes como Boxcar Bertha (Martin Scorsese, 1972), El emperador del norte (Robert Aldrich, 1973) o Con destino a la gloria (Hal Asby, 1976), adaptación esta última de la autobiografía homónima de Guthrie.
Lo que separa a Loden de todo ese cine de okies citado anteriormente no es que su cinta esté localizada en la realidad de los pobres de un condado carbonero de Pensilvania en 1970, que no en la de quienes viajaban en los mercancías que cruzaban el Medio Oeste 40 años antes. La diferencia está en que ella muestra más atención al sentimiento —una aparente indolencia— de Wanda —su protagonista, encarnada por la misma Barbara— que al testimonio de la violencia con que se reprimían los vagabundeos de los okies, tal prefieren hacer los cineastas masculinos.
Y en cuanto a Preston Sturges —“el bueno de los dos Sturges”, que le calificaba André Bazin para diferenciarlo de John Sturges—, lo que contrasta en Loden frente a él es que Preston, amén de dirigir media docena de clásicos de la comedia hollywoodiense —a veces screwballs de la altura de Las tres noches de Eva (1941) o Salve, héroe victorioso (1944)—, también fue el inventor de una tonalidad de carmín para los labios femeninos.
Antes de su prematura muerte —se la llevó un cáncer de mama en 1980, cuando sólo tenía 48 años—, nuestra realizadora tuvo tiempo de manifestarse en contra de la impecabilidad con que Hollywood retrata a las personas y el maquillaje de las actrices —y de los actores, aunque sin pintalabios— es un instrumento de primerísimo orden para tal fin. “La perfección con la que el cine muestra a la gente me hacía sentir inferior”, declaró Loden en más de una ocasión. Hay una secuencia en Wanda asaz significativa a este respecto. Es aquella en la que el señor Dennis (Michel Higgins) —el tipo con el que viaja Wanda— le arroja por la ventanilla del coche la barra de labios cuando ella se los comienza a pintar. De ahí que también distancie a Wanda de Los viajes de Sullivan Veronica Lake, protagonista de Sturges, la maravillosa Veronica Lake.
Porque si en su quintaesencia el discurso de Barbara Loden se dirige contra algo en su totalidad, es contra ese cine que representaba Verónica Lake, una pantalla concebida por los hombres para observar a las mujeres, en la que ellas parecen sentirse satisfechas dejándose admirar más que ver. Una pantalla que podría sintetizarse en la simbiosis habida entre Josef von Sternberg y Marlene Dietrich. Siete cintas de un ciclo soberbio que empieza en El ángel azul (1930), para acabar en El diablo es una mujer (1935), en las que Sternberg, mediante su proverbial iluminación y la óptica montada en su tomavistas, también implicada en la exaltación de la belleza de su musa, rodeó a Marlene de tanta sensualidad que la convirtió en un ser mitológico, de culto. Pero inalcanzable para un mero mortal. No con fraulen Dietrich, que nunca ha sido de mis dilectas. Por ejemplo, con Veronica Lake esa sublimación hasta el ideal de las actrices que gustan fue el origen de mi cinefilia. Todavía es ahora, cuando sigue siendo su primer aliciente.
Aun así, ese culto al esplendor de las actrices que profeso, no quita para que me descubra ante Wanda y aplauda la heterodoxia de su realizadora con todo el entusiasmo que se merece. En efecto, Barbara Loden fue una heterodoxa frente al cine que tiene a la mujer como musa. Pero también frente al discurso del feminismo de la época: la Segunda Ola —creo entender—, que se prolongó hasta comienzos de los años 90 del pasado siglo. “Cuando hice Wanda, no sabía nada acerca de la liberación de las mujeres. Al terminar la película, este tema era algo que acababa de empezar”, declaró la realizadora recordando las críticas que las feministas elevaron contra ella, acusándola de presentar a una mujer sumisa a los deseos de los hombres.
Wanda es la historia de una persona —en apariencia indolente, insisto— que acude a divorciarse de su marido con los rulos en la cabeza y declara al juez que sus hijos estarán mejor con su padre. Sin más dinero que aquel que le presta un carbonero en paro, tiene que abandonar la casa de su hermana porque su cuñado se ha cansado de tenerla durmiendo en el sofá. Tras meterse en un cine de sesión continua a pasar el rato —donde se proyecta El Golfo (Vicente Escrivá, 1969), pues es una sala para el público latino—, Wanda se queda dormida y le roban el poco dinero que le quedaba. A partir de entonces empieza a visitar los bares y se entrega a los hombres que la invitan a beber. Se inicia así una road movie. Ya en la carretera conocerá a Dennis, un atracador de poca monta que se viste como un tipo corriente para no llamar la atención. No obstante su parsimonia y su indolencia, Wanda le acabará por coger cariño.
“No trataba sobre la liberación de la mujer. Realmente, Wanda trataba sobre la opresión de las mujeres, de las personas (…). Odio las películas elegantes, son demasiado perfectas para ser creíbles. Y ya no me refiero a su apariencia… Hablo del ritmo, del montaje, de la música, de todo… Cuando más pulida es la técnica, la forma, más pulido acaba siendo el contenido, el fondo, y todo acaba siendo formica».
Con tales planteamientos, Wanda es una película más próxima al cinéma vérité que a las cintas de Elia Kazan, el segundo marido de Barbara Loden, en las que intervino como actriz de reparto. Aclamada y distinguida en el Festival de Venecia de 1970 con el Premio de la Crítica por su debut en la realización, ya en el 71, fue en Cannes donde la cinta se saludó con todos los elogios que despierta en sus espectadores. Marguerite Duras fue una de las admiradoras más entusiastas de su realizadora. La escritora y también cineasta francesa se refirió especialmente a la ósmosis habida entre Wanda y Barbara Loden, quien no solo la dirige, también protagoniza la película. No he tenido el placer de leer Vida de Barbara Loden, pero según se desprende de las noticias publicadas sobre el libro, parece ser que esta misma interpenetración entre la actriz y su personaje es uno de los principales argumentos de Nathalie Léger.
A las órdenes de Kazan, Loden recreó a la Betty Jackson de Río salvaje (1960) y a la Ginny Stamper —la hermana flapper de Bud Stamper (Warren Beatty)— de Esplendor en la hierba (1961). Mas el personaje al que ha quedado asociada de forma indisoluble es Wanda, la mujer indolente, la perdedora errante por la América de la derrota de la impresionante road movie que la elevó al panteón del cine independiente estadounidense.
Nacida en Carolina del Norte en 1932, seguro que su gran fobia —la aparente perfección formal de la puesta en escena hollywoodiense— tiene mucho que ver con aquel empleo —chica de calendario— con el que se dio a conocer, siendo aún muy joven, en Nueva York. Interesada entonces en la interpretación, ingresó en el Actors Studio. Fue una de las alumnas más destacadas de la casa. Su actividad teatral fue sobresaliente, pero lo que incumbe a estas líneas es el cine. Cuando se casó con Elia Kazan —uno de los fundadores del Actors Studio—, él era 23 años mayor. Pero ha de quedar claro que Wanda no tiene nada que ver con el cine de su marido. Cuando Barbara murió, ya no vivían juntos.
Un largometraje y un par de cortos —The Frontier Experience y The Boy Who Liked Deer, ambos de 1975— bastaron para elevarla a la arcadia del cine de autor. Aun así, fue una verdadera lástima que, cuando llegó su hora, Barbara Loden ya lo tuviera todo a punto para empezar a rodar un nuevo guion. ¡Lo que hubiera sido!
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