Portada: Baltasar Lobo en su estudio de París. Foto: Jean-Marie del Moral, 1983.
Este mes de septiembre se cumplen treinta años de que se produjera su fallecimiento en París. La impresión en el mundo del arte fue tal que su mujer no fue capaz de trasmitir la noticia a familiares y amigos, por lo que la dura tarea recayó en su galerista parisino. El número 23 de la rue des Volontaires, un edificio por el que pasaron innumerables artistas de las vanguardias, como Antoine Pevsner o Naum Gago, enmudeció tras la muerte del escultor zamorano Baltasar Lobo.
La vida de Baltasar Lobo, que nació en Cerecinos de Campos, un pequeño pueblo de la Tierra de Campos zamorana, no fue fácil, al igual que no lo fue la de todos los hombres y mujeres que nacieron en 1910. Esos que, por pura cronología, debieron enfrentarse a los peores escenarios que el ser humano es capaz de llevar a cabo: guerras, exilios, hambrunas, encarcelamientos, dolor…
«Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta / ―no fue por estos campos del bíblico jardín―; / son tierras para el águila, un trozo de planeta / por el que cruza errante la sombra de Caín», avisaba Antonio Machado un par de años después del nacimiento de Lobo en el poema “Por tierras de España”, de su famoso Campos de Castilla. No sabía Machado por entonces, tampoco Lobo lo barruntaba, que sus vidas en cierto modo estarían ligadas cuando el poeta, exiliado y exhausto, fuera a morir a la localidad francesa de Colliure. Casi al mismo tiempo, el escultor, junto a miles de republicanos exiliados, se topaba con la triste realidad de que el país de los Derechos del Hombre los humillaba encerrándolos como animales en la cercana playa de Argéles-sur-Mer. De ella logró escapar Lobo, junto a varios compañeros, gracias a la ayuda del periodista sueco Rudolf Berner: un viejo amigo hecho en el frente de Madrid.
Lejos quedaba ya su infancia recogiendo espigas en los campos zamoranos, a la esquiva sombra de los palomares, y las prácticas en el taller de carpintería de su padre, tallando ruedas de carro, herramienta de labriego o ataúdes de muerto. Una afición que le valió entre sus paisanos el sobrenombre de Fabricante de santos, cuando observaron su interés por copiar las esculturas de la iglesia parroquial de su Cerecinos natal. En otra vida quedaba ya el descubrimiento del trabajo que lo ocuparía todo durante su existencia, cuando con apenas catorce años recayó en el taller del imaginero vallisoletano Ramón Núñez, quien le enseñó todos los rudimentos del oficio de escultor. En esos días hostiles junto a la frontera, seguro que seguiría presente en su memoria el abandono de la Escuela de San Fernando, a la que llegó con una beca de la Diputación de Zamora, y que dejó poco después tras constatar que en ella solo daban importancia a la teoría y no a la práctica, algo que un escultor como Lobo no era capaz de asimilar. Convencimiento vital que lo cambiaría todo, empujándole a ganarse la vida esculpiendo angelotes para iglesias, estatuillas para tumbas o figuritas decorativas que se vendían en la Gran Vía de Madrid. Fruslerías para salir adelante y que él definía, con la retranca habitual que destilaba el genio, como «hacer barrocos».
Después, el olor a guerra lo bañaría todo. La desidia que le produjo el poder establecido, junto a la inspiración un tanto romántica que emanaba del anarquismo, le animó a unirse a sus filas para combatir durante la Guerra Civil. La profunda veneración que le produjo su mujer, Mercedes Guillén, lo convirtió en uno de los grandes cartelistas políticos del turbio momento, llevando a cabo verdaderas obras de arte que empapelaron todas las calles de la capital, apareciendo también en las páginas de la revista Mujeres Libres, institución feminista fundada por la propia Mercedes.
Tras ello llegaría el exilio francés, la separación de Mercedes, la huida a París, y el ansiado reencuentro con su mujer y con los pocos dibujos que pudieron rescatar de la casa familiar, bombardeada durante el asedio a Madrid por las tropas franquistas, y en la que el artista perdió no solo todas sus obras, sino también a su padre. Tras dormir bajo todos los puentes del Sena, Picasso vio sus dibujos y quedó fascinado, consiguiendo, gracias a sus contactos, que lograran pasaporte y permiso de residencia y Lobo echara en saco roto la idea inicial de irse a México. Un verdadero avance para su futuro artístico y laboral, pero que no evitó que la pareja tuviera que vivir semi escondida durante la invasión nazi. Una nueva desgracia que una vez sobrepasada le serviría a Lobo para llevar a cabo la escultura más importante en recuerdo de los republicanos españoles muertos durante la Resistencia francesa. Obra que aún sigue instalada en la ciudad de Annecy, en el corazón de la Saboya francesa.
El reconocimiento de artistas contemporáneos y de sus compañeros españoles, de la denominada Escuela de París, le serviría a Baltasar Lobo para conseguir su primer taller de trabajo. Sería en la construcción denominada Le Ruche (La Colmena), situada en mitad de unos jardines rodeados de construcciones modernistas: un lugar levantado por el mecenas y escultor francés Alfred Boucher con la intención de ayudar a artistas jóvenes o exiliados. Allí pasaría tres fructíferos años hasta conseguir su taller definitivo, donde trabajaría sin descanso para crear las obras que le harían pasar a la posteridad. Entre ellas su serie dedicada a las Maternidades, realizadas entre las décadas de los cuarenta y los cincuenta del siglo pasado, fruto de la obsesión nacida durante los primeros veranos de libertad tras la Segunda Guerra Mundial. Un tiempo estival que Lobo pasó junto a Mercedes en La Ciutat, zona costera cercana a Marsella, en la que en cierto modo retornó a sus raíces gracias a los españoles exiliados que trabajaban en un astillero, y con los que hizo gran amistad. Sin embargo el culmen, el detalle que cambió toda su producción, influyendo en la posterior visión contemporánea del arte que practicó, fue contemplar cómo las jóvenes madres disfrutaban de la maternidad en la playa junto a sus hijos, en una muestra real de que el mundo volvía a ser un lugar en el que sonreír y volver a disfrutar de la vida sin el miedo constante a no sobrevivir.
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