Advertía Voltaire que cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad ya es incurable. Jorge Sigal logró despertar poco antes de la gangrena, y curarse de aquel dulce pero letal sueño vuelto pesadilla. Toda su vida está cifrada en ese milagroso rescate a tiempo.
Hijo de una familia judía que profesaba con naturalidad el amor por el marxismo leninismo (los niños jugaban en casa a ser soldaditos soviéticos), y particularmente de un padre omnipotente que muere por accidente de manera temprana, Sigal refugia su pronta orfandad en aquella fe de ideas irreductibles, en aquellos apotegmas de Lenin que se transformaron en un evangelio doméstico; en aquel partido internacional y todopoderoso que dominaba, en nombre del Bien, la mitad del mundo. Fue un militante ardiente y un dirigente decidido. Durante todo un año, y con nombre cambiado, estudió en la escuela Komsomol de Moscú, y después con su dialéctica persuasiva fichó para la causa a miles de jóvenes, y salvó a muchas personas de la tentación de la lucha armada y luego de la persecución siniestra de la última dictadura militar. El comunismo representaba el paraíso en la Tierra, pero Sigal ya comenzaba a experimentar en secreto, en la intimidad de su conciencia, las crueles dudas de la lucidez, y a ver los horrores del estalinismo y las mentiras cotidianas de toda esa religiosidad laica. Fue un largo y terrible proceso de descreimiento, de lucha contra el dogma; una marcha hacia el libre pensamiento y la intemperie.
Una creencia absoluta e irrefutable resulta al principio un amianto: te protege del fuego de la incertidumbre, te provee de todos los argumentos, te hace inmune a cualquier “canto de sirena”, aunque esa melodía sea precisamente el eco y la expresión de la más pura realidad. El escritor judío Elie Wiesel, sobreviviente de los campos de exterminios y observador agudo de aquel nacionalismo demencial, ganó el Nobel de la Paz por su prédica contra el fanatismo, que provoca ceguera y sordera: “La gente fanática no se plantea preguntas —recuerda Wiesel—. Y no conoce la duda: sabe, cree que sabe”. Cuando los hombres y las mujeres descubren los defectos y autoengaños de esa certidumbre patológica, el blindaje se va transformando en un veneno homeopático, en un salitre de la vida. Quienes se rebelan y finalmente rompen, lo hacen para salir de la caverna y afrontar las contradicciones del vasto mundo real. Sin ilación, la vida es mucho más peligrosa, pero también más verdadera; más diversa, justa, difícil y apasionante. Ese proceso está destinado sólo a valientes de espíritu; quienes quedan atrás, cómodos en su religiosidad inoxidable, siempre los tildarán de lo contrario: de débiles y de traidores. Sigal corrió ese enorme riesgo, y al emerger del líquido amniótico de la militancia se dio cuenta con espanto de los errores, de los falsos supuestos, de las tonterías, de los silencios cómplices, de la neurosis corrosiva pero confortable del fanatismo.
Su periplo no acabó en esa ruptura. Consagró el resto de su existencia a luchar contra las taras de una parte del soberbio progresismo vernáculo, que heredó del PC la superioridad moral, los relatos apócrifos, el snobismo y la compulsión autoritaria. Se metió en el periodismo profesional y, más tarde, fue editor de libros, y siempre intervino como intelectual de valía en la esfera pública para cuestionar las doctrinas tajantes, y para defender la verdad indecible y también a la precaria democracia de cualquier ismo. Cada uno de esos textos, cada una de esas palabras, fueron ajustes de cuenta con su propia historia. El día que maté a mi padre (editorial Sudamericana) es su obra maestra; una novela sin ficción que apenas disimula nombres o funde personajes, pero cuya transparencia y sentido de la verdad es hondo y estremecedor.
Nos conocimos en la esquina de Callao y Corrientes. Nos presentó un querido amigo en común: Alfredo Leuco, que también había sido militante del Partido Comunista. Jorge venía de una revista partidaria, y todos juntos comenzamos en pocos meses una aventura en el diario El Cronista. Pero nuestra profunda amistad se inició de inmediato, y a lo largo de estos casi treinta años, prácticamente no hemos dejado de hablar a razón de hasta cuatro o cinco veces por semana. Sentí enorme empatía con aquel descastado que, como yo, iniciaba un camino sin retorno. Un excomunista y un ex peronista mantienen durante tres décadas una conversación casi diaria. Y esa conversación es ideológica, política, filosófica, psicológica y humana. Tratan de explicarse mutuamente los grandes camelos y malentendidos de sus antiguas creencias, y de cuestionar los relatos del presente y de curarse las heridas. A veces le ladran a la luna. A esa tertulia intensa debo gran parte de mi obra ensayística: Sigal lee mis artículos y los discute conmigo desde el principio de los tiempos. Y yo hago lo propio con sus excelentes columnas.
Siempre fue un lector sutil, analítico, ecléctico y voraz. Y siempre me pareció que llevaba adentro una gran novela. Lo insté día y noche para que la escribiera, y lo asistí literariamente en ese viaje increíble que fue “El día que maté a mi padre”. Se trata de un texto extraño, pero también de un híbrido típicamente argentino: mezcla de autobiografía ficcional, testimonio de época, novela teatral y manifiesto político. Un pequeño gran libro, lleno de revelaciones emocionales, que tuvo lectores extraordinarios y objetores sectarios y rencorosos. Hoy, cuando el setenta por ciento del comunismo argento se metió alegremente dentro del kirchnerismo sin haber hecho una autocrítica honesta, es una obra que debe ser releída, porque significa algo nuevo. Su lectura también resulta una vacuna contra el virus redivivo del fanatismo, que regresa una vez más a este mundo imprevisible y aterrador. Marguerite Yourcenar decía que el enemigo del fanatismo era el sentido común, y que pocas veces éste último lograba ganar la batalla. El día que maté a mi padre es una parte de esa batalla incesante. Una puesta en escena de la negación y también del coraje de vivir con los ojos bien abiertos.
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