Me llamo Willie Sneddon, pero no soy aquel Willie Sneddon; sí, el más pérfido y peligroso de los Tres Reyes de Glasgow en los años 50, sino uno de sus hijos bastardos. No tengo nada en contra de mi difunto padre. No ahora que soy demasiado mayor. Hace años lo odié por no estar conmigo el tiempo que yo demandaba de un padre, aunque fuese un padre circunstancial y fruto de la casualidad como el viejo Willie. Pero era un hombre de negocios, un «hombre de honor» que no tenía tiempo ni para sí mismo. La mayoría del tiempo estaba matando o intentando que no lo mataran a él y a los suyos. Y al fin y al cabo, a mi madre y a mí nunca nos faltó de nada. Ahora, con la perspectiva del tiempo, veo que mi padre vino a verme siempre que pudo. Incluso me llevó a su casa y también a algún que otro partido de fútbol. Conocí a Jonny Cohen, el guapo, y a Michel "Martillo" Murphy, así como al resto de integrantes de la gentuza que frecuentaba la casa de mi padre. Él nunca me contó nada. Pero yo lo sé todo. Tengo dinero, gracias a él, y nunca he necesitado trabajar. Así que la curiosidad se convirtió en obsesión e investigué la vida de mi padre, a sus amigos y a sus turbios asuntos. Créanme, nada que yo haya visto narrado (salvo honrosas excepciones) en la ficción criminal. ¡Ah..., la ficción criminal! Qué maravilloso es sentarse en tu porche y leer mientras fumas un cigarrillo y saboreas un vaso con dos dedos de whisky. En España, claro, donde terminé por venirme a vivir harto del cielo gris y lluvioso de Glasgow. Que extraordinario paladear un whisky escocés mezclado con una de esas metáforas de Chandler mientras los rayos de sol del atardecer acarician suavemente tu piel... Sí, mi padre era un asesino, un criminal que no dudaba hacer lo que él creía justo. Hace mucho que dejé de juzgarle. También era un hombre muy querido. Ni un solo día de los que voy al cementerio de Glasgow (poco, tengo que reconocerlo) faltan flores abundantes en su tumba. Y es que hay hombres, como mi padre, que nunca llegan a morir del todo.