Mistérica Eleusis
Dice el mito que Perséfone, hija de la diosa Deméter, fue secuestrada por Hades, el dios de los muertos y el inframundo. Mientras la buscaba, su madre descuidó de tal modo sus deberes —bajo su mando se encontraban la vida, la agricultura y la fertilidad— que la tierra se heló y la gente comenzó a pasar hambre; fue así, y no de otro modo, como nació el invierno. Las cosas no retomaron su curso natural hasta que Deméter y Perséfone se reencontraron, dando lugar a la primavera, pero la joven no podía permanecer siempre en el mundo terrenal: durante su cautiverio, había comido unas semillas de su captor, y todo el mundo sabe que quienes ingieren los alimentos de los difuntos no pueden regresar al reino de los vivos. Como las deidades del Olimpo eran razonables y civilizadas, se llegó a un acuerdo que, más o menos, satisfizo a todas las partes: Perséfone permanecería con Hades durante un tercio del año, aquél que a partir de entonces daría lugar a los meses invernales —los griegos de entonces no concedían entidad propia al otoño, por lo que sólo contaban tres estaciones— y pasaría el resto con su madre, estableciendo de ese modo el ciclo por el cual la tierra desfallecería durante un tiempo para renacer más tarde. En un momento muy concreto de toda esta historia, cuando aún trataba de encontrar a su hija, Deméter se detuvo a descansar en Eleusis y enseñó allí a Triptólemo, hijo del rey Céleo, los secretos de la agricultura para que los compartiera con todos los habitantes de Grecia. De esas enseñanzas nacieron los misterios eleusinos, el rito de iniciación más importante de cuantos se llevaban a cabo en aquel lugar y en aquel tiempo. La antigua Eleusis se ha convertido con el transcurrir de la historia en la moderna Elefsina, y queda como testigo del pasado un yacimiento arqueológico que impresiona por sus dimensiones y la riqueza que esconden sus múltiples e insospechados recodos, pero también por el modo en que contrasta con el paisaje urbano que conforma la ciudad de la que emergió. La ruptura es tan agresiva que cualquiera creería que la historia se quedó aquí en suspenso, que en un determinado instante la Eleusis de los mitos dejó de existir y que sólo al cabo de los siglos surgió en el mismo lugar otro asentamiento totalmente distinto y ajeno a la idiosincrasia embrionaria del lugar, como si el enclave se hubiese olvidado de sí mismo y sólo mantuviera en la raíz etimológica un recordatorio o un vestigio de su vida anterior. «¿A qué van a Elefsina?», nos pregunta el taxista cuando le indicamos la dirección a la que debemos acudir, y hay en su pregunta sorpresa e incredulidad, porque no es habitual que se acerquen los visitantes hasta esas calles impersonales, que se asoman sin embargo al mismo mar que alumbró la cultura occidental desde los diques del Pireo. Elefsina es ahora, o lo fue hasta hace poco, una pequeña localidad industrial que ha visto su identidad anulada de tal modo que casi se la puede considerar un mero suburbio de la conurbación ateniense. El progreso se abrió paso aquí a costa del olvido. Los edificios son anodinos y los parques carecen de gracia. Los polígonos industriales han tomado el relevo de las antiguas ágoras. Desde el paseo marítimo, en el atardecer, se aprecian a lo lejos las luces de la inmensa refinería, que toma el testigo de los viejos faros para anunciar a los navegantes la proximidad de su destino. Viene al caso aquella célebre paradoja de Teseo: una cosa puede transformarse en otra muy distinta, pero seguirá siendo la misma siempre y cuando la memoria haga su trabajo. Sólo un recuerdo remoto y vago emparenta la antigua Eleusis con la moderna Elefsina. El contraste impacta, pero no debería resultar extraño. También nosotros tendemos a creer que somos los que hemos sido siempre cuando, en realidad, nunca hemos sido exactamente los mismos.
Una llamada perdida
Vengo a despedirme de la Acrópolis y tomo asiento en unas pequeñas rocas que se alinean frente a la fachada oriental del Partenón. Quiero concentrarme en lo que observo, pero mi cabeza emprende un viaje por su cuenta y me transporta algunas décadas atrás, a la época en que yo andaba por los diecisiete años y estudiaba el COU. Mi instituto se encontraba en un palacio barroco que había experimentado varias reformas a lo largo de los siglos, pero conservaba, entre otros rasgos de su estructura original, un claustro de regusto clasicista en torno al cual se distribuían los pasillos y las aulas. Entre éstas, había una que se dedicaba de manera casi exclusiva a acoger las clases de Historia del Arte. Se encontraba en la planta baja de una de las alas del patio: era un espacio estrecho y lóbrego, muy adecuado si se tiene en cuenta que pasábamos la mayor parte del tiempo viendo en vídeos y diapositivas lo que, de manera mucho más plúmbea, se describía en nuestro libro de texto. El profesor era uno de esos huesos a los que tiene que enfrentarse cualquier estudiante para poner a prueba su capacidad de resistencia. Lo llamábamos siempre por su apellido, Montila, y la mera pronunciación de esas tres sílabas suponía invocar una autoridad bajo la cual todos nos sentíamos entre acorralados e indefensos. Ejercía de jefe de estudios y ya había tenido algún encontronazo con él antes de convertirme en su alumno —en el segundo curso del BUP nos sorprendió a unos cuantos pirando la clase de Religión, y más de una bronca me echó en algún recreo por alguna trastada—, así que no me alegré demasiado cuando supe que lo iba a tener de profesor. Contra todo pronóstico, en las clases se reveló como un hombre cultísimo, ameno y lúcido. Su elocuencia erudita se combinaba con un sentido del humor que desmentía o matizaba las solemnidades retóricas a las que era tan aficionado y nos convertía en cómplices de unas sesiones en las que prevalecía un distanciamiento teñido de respeto —jamás nos trataba de tú, siempre de usted—, pero también un raro mejunje dialéctico que combinaba la paciencia y la malicia con la sabiduría de quien conoce el método para aleccionar a sus discípulos sin que se vean apabullados por la trascendencia del hallazgo. Me contagió su pasión por dos hitos insoslayables de la antigüedad clásica —la Acrópolis de Atenas y el Panteón de Agripa— y acogía con una condescendencia divertida las ocurrencias que de vez en cuando nos atrevíamos a plantarle en los exámenes. Una vez dibujé una caricatura suya algo burlesca que se me cayó de la libreta en plena clase —nunca he sido bueno para las conspiraciones— y, aunque me valió una de esas riñas que uno no olvida por mucho que lo intente, luego supe que la andaba enseñando orgulloso en la sala de profesores. Contra todo pronóstico, terminamos cultivando algo parecido a una amistad: me fui a estudiar a Salamanca, pero procuraba verlo siempre que volvía de visita, y era habitual que nos citáramos en algún momento del verano. Le regalé ejemplares de mis primeros libros y me consta que alguna vez se interesó por el rumbo de mi vida cuando daba con algún conocido común. Lo vi por última vez hace algunos años, antes de que irrumpiera la pandemia, y lo noté envejecido, pero aún conservaba esa agilidad mental con la que sacaba punta a la menudencia más insospechada. Ha pasado un cuarto de siglo desde que dejé de ser su alumno y me doy cuenta, en esta mañana ateniense, de que guardo su número de teléfono. Lo busco en la agenda del móvil y llamo simplemente para decirle que en este preciso momento tengo delante el Partenón y me estoy acordando mucho de él. Tras unos segundos, suena una voz femenina, metálica, ominosa: «El número marcado no corresponde a ningún usuario». Incrédulo, pulso el botón otra vez más, y otra, y recibo la misma respuesta. A mis pies, Atenas refulge bajo el sol de invierno, esplendorosa e impávida, pero cuando salgo de la Acrópolis se viene conmigo la sensación de que algo se me ha apagado dentro.
Viejos principios
El día se ha despertado enrabietado. Unas nubes plomizas cubren el cielo y comienzan a desangrarse en una suave lluvia que se va enojando poco a poco y se terminará convirtiendo en aguanieve cuando tomemos el taxi que nos conducirá hasta el aeropuerto. Tenemos que rendir una última visita antes de abandonar Atenas y el paseo nos lleva hasta la colina vecina de la Acrópolis. Aguarda en su ladera la oquedad que una vez fue la prisión donde estuvo encerrado Sócrates, pero nuestro destino se encuentra unos metros más arriba. Se trata del lugar donde el venerable Solón, un poeta y legislador al que se considera uno de los siete sabios de Grecia, quiso reunir a los ciudadanos atenienses para que desde allí debatieran los asuntos que concernieran tanto a la convivencia dentro de la polis como a las relaciones que ésta mantendría con los territorios vecinos. El Pnyx es ahora un parque público por cuyos senderos corretean los perros libremente y en el que es fácil encontrarse con atenienses madrugadores, aunque el tiempo no acompañe. La plataforma de piedra sobre la que pronunciaron sus discursos Alcibíades o Pericles se muestra como si tal cosa en una vuelta del camino, ajena al estremecimiento que inspiran su pared rocosa y la perspectiva de la ciudad que ofrece su tribuna. Un escalofrío amable recorre mi columna vertebral cuando pienso que en este preciso punto del mapa se inventó lo que denominamos democracia. Que aquí comenzaron a nacer los principios que, tras muchos trompicones, nos han convertido en lo que somos, ésos que algunos intentan siempre descabalar a toda costa, los mismos por los que, tantos siglos después, aún hay que luchar.
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