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'Atrapado por su pasado': Mi barrio ya no existe - Zenda
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‘Atrapado por su pasado’: Mi barrio ya no existe

«Mi barrio ya no existe» es una de las dos o tres frases en castellano que le dejan pronunciar a Al Pacino (su español no es nada bueno, ni su italiano tampoco) en esta película de Brian De Palma sobre un delincuente latino que justo cuando pensaba que estaba fuera, lo arrastran otra vez hacia...

«Mi barrio ya no existe» es una de las dos o tres frases en castellano que le dejan pronunciar a Al Pacino (su español no es nada bueno, ni su italiano tampoco) en esta película de Brian De Palma sobre un delincuente latino que justo cuando pensaba que estaba fuera, lo arrastran otra vez hacia adentro. Pues sí, al verla trae recuerdos a muchas otras cosas, entre ellas El precio del poder (Scarface), con la que comparte director, estrella y hasta seis otros secundarios; El Padrino, donde Michael Corleone se desespera hasta el coma diabético cuando no le dejan ser honrado; y Los Intocables, del propio De Palma, con su otra famosa y elaborada set piece en una estación de trenes. Habiéndose estrenado el año después de que Pacino ganara por fin un Oscar (por Esencia de mujer), esta película dejó al público y a la crítica de los 90 un tanto fríos, pero desde entonces se ha ido ganado un sitio en el corazoncito de la gente con esta historia que ya se sabe desde el principio que acaba mal y que luego nos cuenta por qué debemos llorar por la muerte de un asesino y traficante de drogas («¡No! Por drogas nunca me pillaron»).

[Aviso de destripes entre salsa y disco en todo el texto]

La película adapta dos novelas de Edwin Torres, un juez nacido en Harlem de emigrantes puertorriqueños que ambientó ahí mismo las andanzas de Carlito Brigante, otro nuyorican como él, este de apellido corso para homenajear a la oleada de emigrantes procedentes de Córcega que llegó a la Gran Manzana. La segunda novela, After Hours, es la que se adapta principalmente en esta película, a la que se le cambió el título para no coincidir con el de la que conocemos en España como Jo, qué noche, de Martin Scorsese. La primera, Carlito’s Way, dio lugar a una precuela directa a vídeo en 2005 (Rise to Power) en la que no participó Pacino. Torres, que conoció a Pacino mientras escribía estas novelas durante el rodaje de Serpico, en 1973, fue quien se encargó veinte años más tarde de pasear al actor por el Spanish Harlem para que fuera cogiendo inspiración. Como resultado de la visita, Pacino decidió, entre otras cosas, abandonar la idea de que Carlito llevara coleta.

En la primera escena de la película matan a Carlito, justo cuando está a punto de subir a un tren. Si se fija uno bien, puede incluso vislumbrar quién le dispara, pero a eso ya volveremos más de dos horas después. Ese tren es el que iba a llevar a Carlito y a su chica, Gail, en su fuga hacia algún lugar del Caribe donde Brigante se iba a dedicar a alquilar coches a turistas. Poco glamuroso, sí, sobre todo para alguien que en algún momento tuvo a un centenar de personas a sus órdenes distribuyendo drogas por las malas calles de Nueva York. En la segunda escena Carlito aparece unos meses antes, recién salido de la cárcel, liberado por escuchas ilegales de la policía, tras cinco años de una condena de treinta, dando un espích al juez que le acaba de poner de vuelta en la calle: «Se acabó el pasear por el lado salvaje. Estoy rehabilitado, revigorizado y reasimilado». Bueno, vale, que no está usted aceptando un premio, dice el juez, en coña más o menos directa a un actor que precisamente acababa de ganar un prestigioso premio.

Nadie cree a Carlito. Porque, como él mismo dice al juez, «eso mismo dicen todos», y ni siquiera voy a poner la excusa de que «es que si mi madre me hubiera educado mejor…». Yo siempre fui un cabrón con pintas, incluso con una madre amorosa. Y durante las semanas siguientes nuestro hombre no para de encontrarse con gente que no solo no le cree sino que intenta enrolarlo en plan tras plan, consistentes todos en lo mismo: volver a vender drogas y matar a quien se lo impida (Carlito se enorgullecerá luego de que nunca ha matado a «civiles»). Pero tras veinticinco años de darle su vida a la mala vida y no tener nada a cambio, el plan de un colega de trullo de irse a la playa a alquilar coches en las Bahamas suena como el verdadero paraíso («Sé de coches un montón: llevo robándolos desde los catorce»). Solo necesita 75.000 dólares, a ser posible ganados limpiamente. Esa será su nueva misión en la vida.

Quien menos le cree y más se cachondea es su propio abogado, inevitablemente judío, David Kleinfeld, un papel para el que Sean Penn se afeitó el flequillo y se rizó el resto del cabello, dándole un aspecto de hortera setentero que ni el propio Pacino muestra. Carlito y Kleinfeld se conocen del barrio, y de hecho Kleinfeld debe su desahogada posición de hoy a los clientes con dinero negro que Carlito le empezó a proporcionar en su día. Son uña y carne, y Carlito, a pesar de su convicción de que «un favor te puede matar más rápido que una bala», se considera en deuda con el abogado. Y aún más cuando Kleinfeld no solo lo saca de la cárcel veinticinco años antes de tiempo sino que encima le pone en bandeja un lucrativo empleo legal llevando un disco bar cuyo dueño, un anticuado argentino que aún viste camisa con pechera de escarola como en los 50, debe dinero de apuestas a gente de poca paciencia.

Genial todo, por ahora. Carlito se da una vuelta por el barrio. Reconoce a los de siempre, entre ellos Pachanga (el siempre impagable Luis Guzmán, que hizo que eliminaran el casi ofensivo spanglish del guion original y en vez de eso usó su propio acento y jerga local), pero solo cinco años después de estar allí por última vez, resulta que los nuevos perros callejeros son desconocidos sin reglas y de gatillo fácil, «sin respeto por la vida humana, que te pegan un tiro solo para verte volar por el aire», para quienes el apellido Brigante es una cosa lejana y viejuna. El lugar se ha ensuciado, lleno de «coches destripados y mierda de perro». Y su propio sobrino, al que llaman Guajiro, se ha metido en el mundillo, inicialmente solo de correo de paquetes de cocaína, pero deseandito que está el chico de fardar de su tío legendario ante los colegas. Ni él ni Rolando, el viejo caimán al que Carlito nunca delató, creen que sea verdad que vaya a dejar el negocio.

Y bueno, ya llevamos veinte minutos de película, y De Palma todavía no se ha sacado de la manga una de sus famosas secuencias de acción supermilimetradas con varias cosas ocurriendo al mismo tiempo, así que ya va siendo hora. Básicamente, Guajiro tiene que hacer una entrega a un bareto cerrado y lo matan como tenían planeado, pero Carlito, que con ojo veterano se ha dado cuenta de que allí hay gato encerrado, logra escapar de la ratonera usando un taco de billar, unas gafas de sol de espejo y el mes entero que Pacino, siempre actor de método, se tiró practicando con profesionales del fieltro verde (ocho minutos dura la escena, y eso que la productora la mandó recortar). El resultado: Carlito está más convencido que nunca de que esta vida hay que dejarla atrás por mucho que te persiga.

A dedicarse al disco bar, entonces. «¿Qué ha pasado con las minifaldas? ¿Dónde está toda esa marihuana? Ahora todo son plataformas, cocaína y bailes que no sé bailar». Pues sí, hemos pasado de los 60 a los 70, y en el club de Reinaldo Saso («ahora me llaman Ron»), llamado proféticamente El Paraíso (también era el nombre del puesto de comida de Tony Montana en Scarface), además de ritmos latinos se oye música disco cantada en inglés, creada e impulsada por hispanos casi tanto como por músicos negros: «Rock the Boat», «That’s the Way (I Like It)», «Got to Be Real» o «Lady Marmalade» junto a «Oye cómo va». «Y aquí estoy en el club, haciendo de Humphrey Bogart», con un Pachanga de gorila preocupado por que le maten a Carlito antes de que le haga rico. Pachanga, que también hace de guardaespaldas a Kleinfeld (mal asunto es que necesite uno, ya se ha olido Carlito), intenta darle ideas de que entre él y Carlito roben al abogado, que para eso está forrado, pero de eso nada. «Es mi hermano».

Pero las complicaciones no tardan en llegar. Una de ellas es Benny Blanco from the Bronx, encarnado por John Leguizamo, que solo aceptó el papel a la cuarta vez que se lo propusieron y solo si le dejaban inventarse parte del diálogo. Steffie, una trabajadora sexual del local, digamos, deja a Blanco por Kleinfeld a instancias de Carlito. Grave error es este, que cuando Carlito está intentando evitar problemas se busque enemigos sin necesidad, sobre todo por temas como mujeres o desprecios a la hora de aceptarte una botella de champán. Porque obviamente, Blanco, que sí que sabe quién es (o era) Carlito, y está incluso dispuesto a rendirle la pleitesía que un chulo rinde a su ídolo, intenta liar también a Brigante en el negocio otra vez.

La segunda complicación es Gail. Cuando Steffie pregunta a Carlito que cómo un guapetón como tú no tiene hembra y que si no ve a nadie allí que le guste, Carlito estaba mirando a una rubia blanca y delgada bailar como lo haría su ex, la tal Gail. Y tras tanto cambio en su vida, decide intentar ver si ella no ha cambiado tanto. Antes quería ser bailarina, de las de ballet y shows de Broadway, y él fue quien la dejó al entrar en la cárcel, «no por tu bien, sino por el mío», para no tener que pensar en ella. Pero a pesar de eso Carlito ahora va al lugar donde solía ensayar ella, bajo la lluvia y tapándose con la tapa de un cubo de basura (la película abunda en toquecitos marca Pacino como ese) y sí, allí sigue. Penelope Ann Miller es quien interpreta a Gail (29 años de edad por los 54 de Pacino, disimulados a base de no mostrar una sola cana), pedida específicamente por Pacino para el papel y con quien se lio durante el rodaje, a pesar de que él tenía otra pareja, Lyndall Hobbs. Miller lo cascó todo durante las entrevistas de promoción, y cuando llegó el día del estreno, Pacino acudió al cine con Hobbs, ignorando y evitando a Miller. Por lo que parece, Miller no se llevó bien con unas cuantas personas durante el rodaje, y se dice que algunos encargados del vestuario le remetían la ropa un centímetro cada día para que ella se volviera paranoica pensando que estaba engordando. Pero en fin, Gail es la pieza que completa el sueño paradisiaco: la chica y la playa. Solo hace falta convencer a la chica. Y la chica sigue dedicándose a bailar, sí, solo que ahora en un club de topless. Repuestos ambos de sus respectivas sorpresas, ella por verlo fuera de la cárcel y él por verla desnuda en compañía de decenas de clientes billete en mano, resuelven su pasado y se vuelven a acostar («¿Qué vas a hacer, Charlie? ¿Romper la cadena de la puerta? ¿Perseguirme por el apartamento? ¿Desnudarme? ¿Poseerme sobre el suelo?»). Al principio ella se ríe, como todos, de lo del alquiler de coches, pero «voy notando que la idea le está creciendo dentro».

Además, a Carlito no le está yendo mal. Ya lleva 39.000 ganados. «Dos o tres meses más. Solo tengo que marcar el tiempo, mantenerme agachado y apartarme de problemas». Pero hay que estar ojo avizor todo el maldito tiempo. Por ejemplo, cuando aparece en escena Lalín Miasso, del que hasta ahora solo sabíamos que Pachanga había dicho que le habían caído 30 años, como a Carlito. Ahora de repente se presenta en El Paraíso, y Carlito lo recuerda como un tío guapo que trabajaba en un garito de juegos de azar saludando a los clientes y facilitándoles compañía femenina. Un tío de fiar. Ahora, sin embargo, está en silla de ruedas de por vida. Con la pinta de Viggo Mortensen, pero paralítico. Mortensen en la vida real es neoyorquino e hispanoparlante, por cierto, pero no latino, aunque se une al crisol de razas sin problema. Peculiar como siempre, se las apaña en su única y breve escena para homenajear al club de fútbol argentino del que es fan, San Lorenzo de Almagro, decorando su silla con cintas rojas y azules, como la camiseta del equipo. Bajo capa de ser uno más de los que vienen a intentar liar a Carlito para volver a los viejos negocios, Carlito no tarda ni un minuto en pescarlo: lleva un micro oculto: «Así es como te has librado de los 30, ¿no, pedazo de mierda?». El antiguo Carlito le habría pegado cuatro tiros, pero el nuevo lo deja vivo, seguramente porque Lalín ya tiene castigo bastante con el que le ha caído. «Cuando la calle se cabrea contigo no te pone dentro una caja de madera, te pone sentado en una de estas cosas». El viejo Carlito también se habría cargado a Benny from the Bronx cuando por segunda vez viene a ponérsele flamenco. En lugar de unas balas y un peso en los pies camino del fondo de la bahía, Carlito se conforma con que ruede por las escaleras y Pachanga le pegue cuatro patadas. Y eso que no ignora que la calle, que «siempre está mirando, te mira todo el tiempo» se dará cuenta de que Carlito ya no es un tipo tan duro y temible como antes.

Llevamos toda la peli sospechando de Kleinfeld, y con razón. Resulta que a un mafioso italiano encarcelado, Tony Taglialucci, le ha desaparecido un millón de dólares, y cree que la culpa es del abogado. Como castigo, le impone que lo saque de la cárcel, pero no en plan picapleitos, sino fugándose por las bravas. Recogiéndolo con su barco mientras él está agarrado a una boya en el mar, adonde llegará con ayuda de un guarda sobornado. Es el momento de cobrarse los favores a Carlito, y este, que tiene reglas al viejo estilo, se ve obligado a ayudar a Kleinfeld, además de que el abogado le dará 50.000 por el trabajito, con lo cual Brigante conseguiría su objetivo y se puede ir al Caribe al minuto siguiente de cumplir su parte. Durante estos cinco años Kleinfeld ha pasado de ser un leguleyo de tres al cuarto a ser un chulo con casoplón, barco, mesas enteras de coca (la mitad de ella aspirada por su propia nariz), pistola en el bolsillo y la falta de juicio suficiente como para robarle, en serio, el millón de dólares al capo, y Penn lo convierte en absolutamente odioso en la pantalla. El día de autos, el plan va bien, pero durante el rescate Kleinfeld, puesto hasta las cejas, mata a Taglialucci y a su hijo Frank, creyendo que puede hacer creer a todos que Frank fue a sacar a Tony en un bote de remos pero la cosa salió mal.

Esto es el final de la amistad entre Carlito y Kleinfeld. No es solo que ya estén iguales y no se deban nada, sino que se acabó volver a tratar. «Nos has matado a los dos. Ahora estás en el otro lado, ya eres un gangster. Y esto ni se aprende en la universidad ni se puede empezar tarde». Y es que aunque Carlito ya tenga el dinero y a la chica, también sabe por Lalín que tiene detrás al fiscal, que sigue empeñado en volver a encarcelarlo, y ahora, gracias al abogado, la mismísima mafia también lo tiene en el punto de mira. El problema del fiscal resulta ser uno muy diferente del que esperaba: Kleinfeld había traicionado a Carlito diciéndole al fiscal que Carlito había vuelto a las andadas, cosa que no era verdad, y que él podría ayudar a capturarlo otra vez. Al oír la grabación que confirma una traición semejante, Carlito rehúsa delatar a Kleinfeld, incluso a cambio de inmunidad y billetes gratis para las Bahamas. Llega la hora de fugarse. «El sueño ya no se va a acercar más él solo. Ahora tenemos que correr nosotros tras él».

Y es así como se llega al último día en la vida de Carlito Brigante, la huida hacia adelante que ya sabemos que no va a funcionar. Es una serie de secuencias tensas, emocionantes y llenas de suspense en las que Carlito se venga personalmente de Kleinfeld (vaciándole la pistola de balas y dejándolo indefenso en el hospital, a pesar de que en la novela no muere), pasa por el club a por el dinero (se lo ha robado Saso, y pierde un tiempo precioso recuperándolo), se tropieza con viejos conocidos de la mafia («la primera vez que vi a este tío pensé que era italiano», dicen como broma meta) que vienen a asegurarse de si deben apiolarlo o no, y tras confirmarlo huye de ellos por calles, metros y la estación de tren donde espera ese expreso hacia Miami. Pacino no estaba convencido en absoluto de que Carlito se arriesgara a ir al hospital a dejar cerrado el tema de Kleinfeld, y la escena requirió casi una treintena de revisiones antes de dársele el visto bueno en el guion. La parte de la persecución desde el club hasta el tren tardó meses en rodarse, y según De Palma se empezó en invierno y se acabó en verano. Por razones de continuidad, Pacino tenía que llevar todo el tiempo su cazadora de cuero, y un día caluroso en que estaba particularmente harto acabó cogiendo uno de los trenes de verdad y yéndose para casa.

Finalmente volvemos al principio, y el resultado es que Carlito acaba castigado por sus propias buenas obras, en concreto la de dejar vivo a Benny Blanco, autor ahora de su muerte, con la ayuda de Pachanga, que sí que se ha mantenido fiel a la vieja escuela de que aquí hay que ser de la pandilla del más fuerte (no es que le valga para mucho, porque Benny lo mata a él también). Carlito eligió el peor momento para tener escrúpulos de conciencia o, si no queremos llegar a tanto, el hecho de cambiar de objetivo en la vida y decidir no meterse en más muertes para evitar líos le hizo olvidar que si durante tanto tiempo jugó con esas reglas es porque estaban ahí por un motivo. La película nos ahorra las décadas anteriores, durante las que no nos habría dado pena ver a Brigante muerto, pero a cambio hace un gran trabajo a la hora de intentar hacernos cambiar de opinión una vez que Carlito sale de la cárcel. Al menos Gail, embarazada de Carlito, podrá bailar en el paraíso y rehacer su vida de alguna manera.

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