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Astillas en la piel, de César Pérez Gellida - Zenda
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Astillas en la piel, de César Pérez Gellida

Dos amigos de la niñez con una deuda pendiente. Un forzado reencuentro en la amurallada localidad vallisoletana de Urueña. Álvaro, un exitoso escritor, y Mateo, un crucigramista en números rojos, acabarán atrapados en el caótico trazado medieval de la villa y bajo una impenitente cencellada. Ambos serán parte de un macabro juego en el que...

Dos amigos de la niñez con una deuda pendiente. Un forzado reencuentro en la amurallada localidad vallisoletana de Urueña. Álvaro, un exitoso escritor, y Mateo, un crucigramista en números rojos, acabarán atrapados en el caótico trazado medieval de la villa y bajo una impenitente cencellada. Ambos serán parte de un macabro juego en el que la sed de venganza los llevará a tomar decisiones que condicionarán sus vidas en el caso en el que alguno logre superar la jornada.

Zenda ofrece un fragmento de Astillas en la piel, de César Pérez Gellida.

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1. VERTICAL (CINCO LETRAS):

FACULTAD DE HACER ALGO

C/Santiago, 3, Valladolid

Sábado, 30 de noviembre de 2019, a las 10.35

Odio que griten. Me altera.

Nadie va a oírle. Ya debería haberlo asumido, pero sigue obcecado en producir estériles sonidos que nacen y mueren en la corbata de lana negra que le he metido en la boca.

Que insista en esa mezquina actitud me envilece.

Me irrita que no sea capaz de aceptar su suerte con cierta dignidad. Y tanto es así, que a punto he estado de hundirle el cuchillo en el estómago hasta la empuñadura como si me lo estuviera follando. Me excito solo con pensarlo, pero no es así como quiero acabar con él.

Tengo que sosegarme.

Inspiro profundamente, cuento hasta diez y me inclino para hablarle al oído.

—¿Todavía no te has dado cuenta de que gritar no te va a servir de nada?

Sé que no va a responderme, pero me divierte que me mire con esos ojos bovinos, como si todavía existiera alguna posibilidad de que me apiadara de él.

Jodido idiota.

Me resisto a terminar con él; sin embargo, llevo más de veinticuatro horas despierto y noto un picor imposible de aliviar en la cara oculta de los globos oculares. Es francamente molesto. Casi tanto como escuchar la variedad de sonidos guturales y demás ruiditos lastimeros que es capaz de emitir. Estoy muy cerca de superar mi capacidad de aguante, y en estas condiciones el riesgo que asumo es demasiado elevado. Cualquier mínimo error podría tener consecuencias nefastas.

Y yo no cometo errores.

Muy a mi pesar, tengo que ir pensando en rematar la faena.

Me acuclillo para asegurarme de que las ataduras siguen bien firmes, dando por hecho que se va a contorsionar en la silla cuando llegue el momento. Su cuerpo desnudo desprende un olor nauseabundo. Puedo distinguir las partículas odoríferas amoniacales propias de la orina que ha absorbido la alfombra, las trazas metálicas de la sangre que cubre su piel, pero sobre todo percibo el característico y repugnante olor a cebolla rancia que rezuma del miedo.

—¿Dónde está esa sonrisa tuya que te llenaba la cara de oreja a oreja? ¡Deja de lloriquear de una vez, hombre! ¡Ten un poco de dignidad!

Ni caso.

Tortazo.

Entonces reacciona frunciendo el ceño y atravesándome con la mirada en un corajudo acto de rebeldía que le dignifica.

—¿Vas a sacar ahora la casta? Un poco tarde… Además, ya estamos terminando, pero antes de irme necesito asegurarme de que has entendido los motivos por los que voy a matarte.

Más gemidos quejumbrosos. Me aburre, aunque hasta cierto punto es comprensible. Siempre he pensado que lo peor de morirse es ser consciente de ello. El pánico a dejar de existir es lo que genera el sufrimiento. Lo paradójico es que solo llegamos a conocernos de verdad cuando tomamos conciencia de que nuestras vidas se acaban.

Una anagnórisis agónica al final del camino, y el suyo llega hasta aquí.

—No te estoy preguntando si estás o no de acuerdo, solo quiero saber si… ¡Bah! ¿Sabes qué? Me la trae muy floja si has comprendido o no mis razones.

Al mirarlo de nuevo me asalta una idea. Leí que fue una práctica que se puso de moda a principios de siglo en los bajos fondos del Reino Unido para marcar de por vida a los miembros de las bandas rivales. Me cuadra. Cómo odiaba yo esa sonrisa suya de suficiencia despótica, de superioridad tiránica.

Necesito hacerlo.

—Vas a salir precioso en las fotos de la Policía Científica —le advierto antes de colocarme a su espalda.

Le inmovilizo la cabeza agarrándolo por la frente, le coloco el filo del cuchillo en la comisura de los labios, tiro hacia atrás con fuerza y la mejilla se rasga dejando al desnudo las piezas dentales. Precioso. Cuando me dispongo a repetir la operación me percato de que estoy teniendo una erección brutal y siento que me invade la necesidad de masturbarme. Invierto unos instantes en sobreponerme antes de hacerle el segundo corte que completa la sonrisa.

Ahora sí.

—Si pudieras verte…

El desgraciado ha forzado tanto la voz que ya solo puede expresarse a través de los lacrimales.

—A mí también me embarga la emoción, pero se nos agota el tiempo, compañero.

En mi fuero interno no hay debate sobre cómo acabar con él. El estrangulamiento es, sin lugar a dudas, la mejor manera de sentirse partícipe del proceso, pero hacerlo con guantes es como follar con condón. Me los quito frente a él y vuelvo a colocarme a su espalda. Reconozco que decepciona bastante no encontrar oposición alguna al rodearle el cuello con el brazo.

Solo quejidos y lamentos.

—¡Vamos allá! —me animo.

Tan pronto como ejerzo algo de presión, una chispa se prende en la nuca, recorre la médula espinal en sentido descendente y hace que me estallen los cuerpos cavernosos. Rendido ante el ímpetu de mi propia naturaleza, me dejo arrastrar por esa vigorosa corriente que se alimenta de la vitalidad que estoy a punto de arrebatar. Aprieto los dientes y gruño como si quisiera evitar lo inevitable, e inconscientemente incremento la fuerza. Como dos amantes veteranos, alcanzo el cénit al notar cómo su cuerpo se relaja por completo. El orgasmo arrasa con lo poco racional que queda en mí y, en un arrebato atávico, me hago de nuevo con el cuchillo para clavárselo en la espalda a la vez que eyaculo a borbotones dentro de los calzoncillos. Cuando el placer físico desaparece, me inunda una incómoda sensación de abatimiento.

Vaciado por completo, me arrodillo para recuperar el aliento.

Cuando por fin me incorporo y examino mi entorno, me doy cuenta de que el despacho se ha convertido en un matadero. Y eso que me había conjurado para actuar con total pulcritud. Es evidente que cuanto más se empeña uno en ser certero, más se va alejando del acierto.

Hora de irse.

Las prisas nunca convienen, mucho menos ahora. Me aseo como corresponde, me visto y dedico el tiempo que requiere cerciorarme de que todo encaje en la reconstrucción de los hechos que quiero que haga la policía. Solo me quedan dos pinceladas para terminar el cuadro, pero antes de salir invierto unos segundos en almacenar cada detalle en mi memoria.

Cuando por fin abandono el lugar, dejo caer la medalla junto a la alfombrilla de la entrada y desciendo los cuatro pisos por las escaleras con cuidado de no cruzarme con nadie.

Ya en el exterior, mientras camino en busca de una papelera cercana donde arrojar el cuchillo que quiero que encuentren, procuro controlar el flujo de energía que circula a través de mi sistema nervioso. Me cuesta. La intensidad es tan brutal que no puedo evitar estremecerme al entender por fin que el auténtico poder se manifiesta a través del placer. Y el más poderoso de los placeres es ese denso y viscoso que ahora mancha el interior de mis calzones.

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Autor: César Pérez Gellida. Título: Astillas en la piel. Editorial: SUMA. Venta: Todostuslibros y Amazon

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