As bestas es la nueva película del director español más talentoso de la última década, Rodrigo Sorogoyen. Con la, de hecho, muy estimable colaboración en los guiones de Isabel Peña, Sorogoyen ha culminado cierta imaginaria ascensión del cine español al cielo del delito: el thriller. Diríamos que en los años 90 hubo un despegue de la cinematografía nacional en esa dirección con las sorprendentes propuestas de Alejandro Amenábar. Acostumbrados a las comedias y al costumbrismo, este cine de divertirse y flipar mucho no nos parecía español. Abre los ojos hizo justamente eso, ensanchar nuestras expectativas sobre lo que las películas rodadas en España podían plantearnos. Después, Juan Carlos Fresnadillo, Rodrigo Cortés o Alberto Rodríguez prolongaron esta anomalía, que iba siendo cada día más gratificante y reconocible.
De pronto, irrumpió Sorogoyen, cuyo cine técnicamente apabullante me provoca una admiración difícil de exagerar. Debutó por lo sencillo con Stockholm (2013), pasó al thriller con Que Dios nos perdone (2016), abrillantó la propuesta con El reino (2018) e hizo cumbre dramática con la serie Antidisturbios (2020).
As bestas, en fin, se ha estrenado estos días y resulta curioso abordar la película desde las múltiples lecturas que ha generado.
El filme trata de un matrimonio francés que vive de cultivar la tierra en la Galicia profunda. Algunos lugareños desprecian a la pareja, incidiendo en su condición de advenedizos, y les guardan rencor por cierto pacto con una gran empresa que se negaron a firmar en comunión con el resto de vecinos de la aldea, echándolo a perder. As bestas muestra a hombres rudos y mujeres pacientes, pequeñas trastadas entre personas que viven a tiro de piedra, discursos enfrentados sobre el medio rural y su condición arcádica o condenatoria.
Una lectura inmediata que se ha hecho de la película se la debemos a Jose Luis Losa. Desde —como es obligado— La voz de Galicia, Losa ha encontrado As bestas profundamente ofensiva para los gallegos. Sinceramente me parece muy bien que alguien se sume al espíritu de nuestro tiempo y, de pronto, con los mismos argumentos de cancelación de masas que se utilizan en relación a la raza, el género o la corrección política, vaya y diga que As bestas es un horror porque los hombres del agro gallego aparecen retratados como cavernícolas. Sin ironía, creo que es una crítica de pleno derecho.
[ttt_showpost id=»184891″][/ttt_showpost]Porque, en efecto, tomada al peso, As bestas no transmite a un japonés o a un cinéfilo de Mission (San Francisco) nada bueno sobre ese rincón del mundo llamado Galicia. Una tierra feraz y fotogénica habitada por hombres sin educación, asalvajados, que odian a los extranjeros y se emborrachan cada día para levantarse a la mañana siguiente sin nada que esperar de la vida salvo la piadosa coz en la nuca de la vaca que cuidan, coz que les libre para siempre de tanta pesadumbre.
Esta crítica a As bestas disecciona la película midiendo el honor de un país, y por eso la ve de otra manera y hace aflorar detalles que nadie más va a mencionar. Así, Losa señala muy perspicazmente que el único gallego amigo de los franceses (y, por tanto, civilizado y de mente abierta) es también el único aldeano que habla siempre en español. Démonos cuenta de que, fuera de esta visión monomaníaca de Losa (Galicia, lo gallego) ese detalle (que es innegable) no tiene explicación alguna, salvo muy anecdótica o instrumental: que los guionistas no se han dado cuenta, que el actor no sabía gallego o que no querían tantas escenas (hay muchas) en la lengua más minoritaria de las tres que se escuchan en la película.
Decir que As bestas es una película contra Galicia, como pensar que Antidisturbios afea la imagen de estos policías especializados, me parece —obviamente— una equivocación. El error, del que se aprovechan también todos los demás críticos identitarios que cabrillean por las películas nuevas y no tan nuevas, tiene que ver con una concepción que podemos llamar fractal de las artes. Es decir, toda película es el cine entero. Si una película retrata Galicia de manera degradante, la gravedad es exactamente la misma que si todas las películas de todo el mundo durante toda la historia del cine retrataran de forma degradante a Galicia.
Es al revés: el cine (también la novela, etcétera) puede permitirse contar cualquier historia precisamente porque puede permitirse contar cualquier historia, también la contraria. Así, no solo una película donde casualmente todos los gallegos son feos, brutos y violentos queda compensada por otra película (otro centenar de películas) donde los gallegos son encantadores y guapísimos, sino por la posibilidad misma de que estas películas puedan llegar a rodarse. Cuando un director elige como asesino de su película a un negro, a una mujer, a un hombre blanco o a un niño, no está diciendo que todos los niños, etcétera, sean asesinos. Incluso si Sorogoyen no dejara de hacer películas en Galicia donde los gallegos son siempre malas personas, no podría decirse que Sorogoyen le tiene manía a los gallegos.
Una película no es un asunto personal, es un asunto intelectual. Incluso Marilyn Monroe resucitada no podría decir nada sobre Blonde (2022) fuera de si le parece una buena película o no.
Por debajo de esta visión extrema del filme, encontramos una más a favor de la corriente, pero también extraña. Es la que sustenta tantas críticas favorables a la película en la perspectiva de género. A saber: los hombres son muy malos en ella, y las mujeres muy buenas. Los hombres, en la primera parte, protagonizan actos violentos; las mujeres callan. En la segunda, las mujeres hablan y concilian, son leales y buscan sobre todo formar comunidad.
El propio Sorogoyen da alas a esta lectura cuando en las entrevistas describe el modo tan distinto en que decidió rodar las dos partes del filme, amén de otros apuntes que nos llevan a plantearnos la verosimilitud de esta interpretación. Aquí, amigos, el fraude artístico llegaría a ser del propio director. Es decir, Sorogoyen y Peña habrían hecho una película fractal, donde quieren decirnos que los hombres son violentos y las mujeres pacificadoras y que esa es la realidad definitiva del mundo y que, en fin, si gobernaran ellas no habría guerras.
Como la película no es tan mala, no creo que esa fuera su intención intensa. Todos los que hacemos hoy algo parecido a la narrativa nos vemos empapados de la ideología ambiente e inclinamos la obra en la dirección reinante (toda vez que no sea, claro, un totalitarismo; pero si lo fuera, seguramente también). Así, As bestas tiene esa inclinación de género, pero no es evidente ni burda ni doctrinal, porque, si no, como decimos, sería la misma basura que manufacturan sin parar en HBO o Netflix.
Finalmente, hay una tercera lectura, que no deja de ser sacrílega en su absoluta exquisitez: ¿funciona la elipsis central de la película o no? El futuro del cine, según yo lo veo, depende de que esta lectura siga siendo la única que importa.
As bestas presenta una cesura central en la que transcurren muchos meses y el espectador parece asistir al comienzo de una película distinta. Hacen su entrada nuevos personajes (la hija del matrimonio), se plantean nuevos conflictos (los amores de la hija), y un drama heredado de la primera parte late al fondo de todas las escenas; sin embargo, ese drama sería exactamente el mismo si no existiera la primera parte.
Algunos espectadores y críticos han declarado que la estructura de la película no funciona, y sólo eso es hablar de cine, honrar el trabajo del director y, de hecho, posibilitar las demás conversaciones.
Así, la pregunta no sería: ¿destroza esta película la imagen de Galicia?, ni: ¿es maniquea en su visión de género? Sino: ¿me lo has contado bien?
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