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El articulismo, género crucial del pensamiento y la literatura - Jorge Fernández Díaz
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El articulismo, género crucial del pensamiento y la literatura

(Discurso de Recepción de la Academia Argentina de Letras)  Ciertos críticos ya lo han advertido, aunque con sospechosa timidez: lo mejor de la literatura moderna se está escribiendo en los diarios. Esta aseveración polémica pero verosímil ha sido, sin embargo, poco analizada, y suele quedar asociada al fenómeno de la crónica o el reportaje novelado,...

(Discurso de Recepción de la Academia Argentina de Letras) 

Ciertos críticos ya lo han advertido, aunque con sospechosa timidez: lo mejor de la literatura moderna se está escribiendo en los diarios. Esta aseveración polémica pero verosímil ha sido, sin embargo, poco analizada, y suele quedar asociada al fenómeno de la crónica o el reportaje novelado, que el Nuevo Periodismo de Tom Wolfe ya había canonizado, que las grandes publicaciones buscan una y otra vez resucitar con suerte diversa y que algunos suplementos quieren convertir de un modo erróneo y forzado en el “nuevo boom latinoamericano”. Desde Truman Capote, Gay Talese y Norman Mailer está claro que la no ficción, cuando es tratada de una manera excelsa, constituye una forma artística tan portentosa como la novela o el cuento. Pero existe otra intervención literaria fundamental en el periódico, y es el articulismo de costumbres y de opinión, verdadero suceso de las letras que en la actualidad es protagonizado por las grandes plumas del idioma. Escritores prestigiosos practican esa forma breve e impresionista: Javier Marías, Arturo Pérez-Reverte, Manuel Vicent, Javier Cercas, Rosa Montero, Almudena Grandes y Fernando Savater en España han retomado la larga y rica tradición de Mariano Larra, Julio Camba, Azorín, Pío Baroja y Miguel de Unamuno. Lo propio ha ocurrido, aunque con características algo diferenciadas, en América latina, y especialmente en nuestro país, donde Tomás Abraham, Beatriz Sarlo, Martín Caparrós, Santiago Kovadloff, Luis Alberto Romero, Jorge Fontevecchia, Marcelo Birmajer, Leila Guerriero, Daniel Guebel y Fabián Casas, por solo nombrar a diez de los muchos, ennoblecen el género con textos agudos, bellos o memorables que en algunos casos resultan imperecederos, terminan compilados en libros y pueden ser leídos como lo que son: capítulos mayores del análisis y la observación. Tal vez la sospechosa timidez de aquellos críticos tenga que ver con esta paradoja: los libros de artículos de ciertos novelistas, sociólogos, poetas, investigadores o filósofos serán más valiosos en el futuro que sus propias novelas, poemarios y tratados. Esta ironía del destino hace pensar un poco en Discépolo, que dijo: “Me pasé la vida haciendo mis tanguitos mientras intentaba escribir mi gran obra. Hasta que por fin me di cuenta de que mi gran obra eran los tanguitos”.

"Los autores al atarse semanalmente a una columna se han transformado sin quererlo en ensayistas de hecho y derecho."

La reflexión, traída al campo del articulismo, alude al equívoco sesgo marginal que tienen esas piezas en la caudalosa producción de todo escritor que se precie. Sus autores consiguen con esas notas periódicas estipendio y popularidad, pero en el fondo sólo las consideran un subproducto, puente o remolcador hacia su “obra mayor”, sin entender que al atarse semanalmente a una columna se han transformado sin quererlo en ensayistas de hecho y derecho; se han consagrado a dar a conocer una suerte de diario íntimo de viaje por la vida, la política, la cultura, la sociedad de sus tiempos, y también a elaborar una prosa con estilo específico y depurado que lo haga legible. Existen, por supuesto, escritores que tienen más claro esto. Tomás Abraham denominó a su producción de prensa “pensamiento rápido”, y siguiendo a los grandes popes de la filosofía la ha ido incorporado de un modo regular y corriente a sus libros centrales. No hace otra cosa que lo que se ha hecho desde la génesis del articulismo, que por cierto se confunde con la historia misma del ensayo.

Vale la pena detenernos en esa génesis y luego en su fascinante evolución para comprender por qué el artículo creativo tiene más que ver con la literatura que con el periodismo profesional.

En su magnífico libro Pensar por ensayos, Jordi Gracia y Domingo Ródenas de Moya señalan con precisión al padre de todos los articulistas: Michel de Montaigne, intelectual cuyo propósito explícito consiste en producir una prosa que mixtura la subjetividad con la lucidez, que funda de hecho toda una literatura ensayística ligada a los periódicos y las revistas, y que hoy sigue definiendo el modus operandi de los articulistas de primer orden. Montaigne crea la idea de un dispositivo literario de “experiencias” y de un cruce “entre el pensamiento heterodoxo y la escritura confesional exonerada de culpa”. Esta escritura pensante y personal fue asimilada por Francis Bacon y contrapuesta más adelante por John Locke, que se inclinaba por un ensayo más sistemático y extenso: la llamada línea tratadista. Según Gracia y Ródenas de Moya, la prosa de ideas privilegió en Francia “el espíritu racionalmente didáctico, mientras que la enseñanza de Montaigne, aquella dicción familiar y cálida, marcada intensamente por el yo del autor, la curiosidad inespecífica y la suave ironía, la flexibilidad de una escritura que se desvía de lo especulativo a lo narrativo, de lo concreto a lo abstracto y viceversa, fue recogida en Inglaterra y se diría que fue convertida en patrimonio de los escritores ingleses”.

"Tardíamente, los españoles se sumaron a la tendencia, pero cuando lo hicieron generaron una tradición fuerte, rica, perenne y mutante."

Hacia 1711 esa prosa amena y cívica, “destinada a una clase media en formación, volcada a la construcción de una sociabilidad del conocimiento” se encontraba en la prensa. Hay muchas publicaciones de la época que así lo testimonian, pero entre todas destaca por supuesto la inteligencia de Samuel Johnson, que escribió cien ensayos en Universal Chronicle. La alianza entre la prensa y el ensayo informal, dicen los autores, se había sellado. Y el artículo quedó definido así: “Comentario o meditación personal sobre cualquier asunto, sin importar su alcurnia o su banalidad, escrito en un estilo conversacional pero elegante, desenfadado y antidogmático”. Lo que no excluía furiosas diatribas contra la injusticia social ni la sátira, elemento donde brilló Johnathan Swift. El propio Samuel Johnson escribió sobre el articulista en ciernes:

Rehúye los impedimentos a los que se expondría una obra extensa; rara vez fatiga su razón en largas series de consecuencias o empeña sus ojos en minuciosas lecturas de libros antiguos o carga su memoria con inmensas acumulaciones de conocimiento preparatorio. Un vistazo descuidado a un autor favorito, un breve sondeo a las variedades de la vida son suficientes para proporcionar la primera vislumbre o idea seminal que, acrecentada gradualmente por la materia almacenada en la mente, crece al calor de la imaginación hasta florecer e incluso, a veces, hasta producir frutos.

Damas y caballeros, el artículo popular moderno sigue todavía en la actualidad aquel añejo mandato.

Más adelante David Hume haría la distinción entre los “ilustradores”, pensadores de largo aliento, y los “conversadores”, aquellos que se permitían pensar en público. Nacía el término “ensayista”. Aunque como una suerte de sinónimo anticipado del vocablo “articulista”, puesto que el ensayista de aquellas épocas solo lo era en tanto y en cuanto divulgaba sus escritos en los medios. Borges, que fue un excepcional articulista y que nunca tuvo reparos en incluir sus colaboraciones dentro de sus libros de ensayo, admiraba a los escritores que incursionaban en la materia: Coleridge, De Quincey, Carlyle, Stevenson, Wilde y Chesterton. Y también fueron de la partida Rouseau, Stendhal, Baudelaire, Mallarmé, Valéry y Gide.

"Pero el patriarca de todas esas figuras fue sin duda Mariano José de Larra, muy apreciado en su momento por Sarmiento, Alberdi y Mansilla, y más tarde por Arlt y por Borges."

Tardíamente, los españoles se sumaron a la tendencia, pero cuando lo hicieron generaron una tradición fuerte, rica, perenne y mutante. A ese fenómeno debemos grandes libros que recogerían intensas colaboraciones periodísticas, como Del sentimiento trágico de la vida, de Unamuno o La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset. Recuerda Mario Vargas Llosa aquel tiempo en que el periodismo y la literatura se confundían, y cómo había fracasado en leer la gran obra de Cervantes hasta que se topó con un pequeño libro, que para él resultó una obra maestra y que también constituía una compilación de artículos de prensa. Su autor es Azorín y ese libro se llamaba La ruta de Don Quijote. Vargas Llosa, uno de los grandes articulistas de los últimos cincuenta años, recuerda que esas notas de Azorín le produjeron tanto entusiasmo que ya no pudo sino leer finalmente “El Quijote”.

Pero el patriarca de todas esas figuras fue sin duda Mariano José de Larra, muy apreciado en su momento por Sarmiento, Alberdi y Mansilla, y más tarde por Arlt y por Borges. Hoy es un clásico indiscutido de las letras en español. Resulta interesante ver cómo en sus “artículos de costumbres”, ese genial observador puntualiza no sin irónica modestia cómo proceden los miembros de ese nuevo club de “escritores del día”:

No seguimos método, ni observamos orden, ni hacemos sino saltar de una materia en otra, como aquel que no entiende ninguna (…) ya denunciando a la pública indignación necios y viciosos, ya afectando conocimientos del mundo en aplicaciones generales frías e insípidas. Efectivamente, tal es nuestro plan, en parte hijo de nuestro conocimiento del público, en parte hijo de nuestra nulidad.

La influencia de Montaigne, de Russeau, de Burke, del propio Larra, cada uno en su tiempo y a su manera, sería también crucial en el Río de la Plata. Entre los patriotas de la Revolución de Mayo, Moreno propicia la traducción de El contrato social; Monteagudo lee las críticas de Burke a la Revolución Francesa; Belgrano estudia a Voltaire y a Montesquieu. San Martín, ya en plena guerra de la independencia, es devoto de los articulistas de la Ilustración, y sucesivamente Rivadavia y Rosas utilizan los servicios de un polemista y polígrafo napolitano afincado en nuestras pampas: el articulista Pedro de Angelis, que protagonizó una encarnizada batalla cultural por las ideas rosistas y que hasta Mitre indultó por su admirable inteligencia.

"Es obvio que las pulseadas ideológicas relevantes fueron llevadas a cabo por articulistas con fuerte toma de posición."

De Angelis es citado por Horacio González en su extraordinaria y controvertida Historia conjetural del periodismo, obra que vincula el origen de ese oficio con los partes de guerra, y que para deslegitimar la condición objetiva sugiere la posibilidad de que nunca haya abandonado del todo esa característica fundida a fuego en su matriz. El vínculo entre guerra y política conduce al periodismo de combate, en tiempo de paz y en tiempo de conflagraciones internas, en esos interregnos definidos por Altamirano como “las guerras civiles del espíritu”, algo de candente actualidad gracias al nuevo apogeo populista y sus antagonismos binarios. Es obvio que las pulseadas ideológicas relevantes fueron llevadas a cabo por articulistas con fuerte toma de posición, y todo el siglo XIX parece darle en ese sentido la razón a González. Allí están, para empezar, las feroces polémicas entre Alberdi y Sarmiento, dos escritores fundamentales. Alberdi estrena su articulismo con un seudónimo que alude a Larra: Figarillo, un diminutivo del nombre de fantasía de su maestro, que firmaba como Fígaro. Gesto que buscaba reconocerse en aquel linaje. El eco de Larra es inconfundible en Juan Bautista Alberdi, quien en 1830 describía algunos personajes de Buenos Aires de esta manera:

Hormiga de ese hormiguero es el Hombre Hormiga (que) muestra desde pequeño lo que ha de ser cuando maduro (…) entra a la escuela y allí se distingue por su espíritu mercantil (…) Es el Hombre Hormiga y es el Hombre- azogue en el perseguir la plata (…) ¿cómo ha de manejar el torno o la lima, él que es delicadito, tan endeble? Tampoco estudia porque no tiene vocación ni le gustan los libros. Para el Hombre Hormiga no hay invierno: se levanta con el sol, y a la changa. Recorre los almacenes y las tiendas y mercadería: pide muestras, los últimos precios y empieza su peregrinación. ¿Necesita usted guantes? Èl se los proporciona buenos y baratos. ¿No le han conseguido a usted los habanos? Él sabe dónde los hay superiores. El Hombre Hormiga no tiene opinión política ni sigue más bandera que la de remate. No tiene amigos, su amigo es el peso, sus enemigos son sus semejantes, los otros hombres hormigas que no tienen conciencia ni moral, ni patriotismo.

Este artículo de la vida cotidiana con fuerte crítica social preanuncia al otro Alberdi, el jurisconsulto, el duro fustigador de Rosas, el ensayista que defendió a Urquiza, el ironista que desató las injurias furibundas de Sarmiento y el razonador que puso en jaque algunas concepciones políticas y militares de Mitre. Aquel que fue capaz de escribir en pocas semanas Bases, utilizando sus tratados jurídicos pero también enhebrando los conceptos de fondo que ya había desarrollado en sus artículos publicados en periódicos de Uruguay y de Chile. Ese corpus periodístico fue su verdadero laboratorio intelectual. Los primeros constitucionalistas tomaron Bases como el cimiento sobre el que edificar nuestra Carta Magna, y podríamos entonces extremar con entusiasmo el concepto y conjeturar por fin que la mismísima Constitución nacional es también hija del articulismo.

"El articulismo, para bien y para mal, sigue siendo un factor decisivo de la historia. Y esto produce acaso el mismo escozor que le causaba a Galdós."

Es cierto que para Sarmiento la prensa y la literatura eran otras formas de la guerra. Y que este periodismo bélico, que por momentos contradecía el precepto antidogmático de Johnson, caracterizó a las principales figuras del periodismo de ese siglo fundante. No menos cierto es que esa clase de ensayista de diarios y revistas sigue teniendo una vigencia completa. Sólo basta revisar cada día los diarios del mundo, detectar en sus páginas a los más destacados intelectuales de la actualidad, y leer por ejemplo La puerta de los asesinos, el libro con el que George Packer ganó el National Book Award y donde describe con minuciosidad espeluznante cómo la guerra de Irak fue producto de intensas escaramuzas entre articulistas ideológicos que intentaban cambiar la historia de los Estados Unidos y de Medio Oriente. El articulismo, para bien y para mal, sigue siendo un factor decisivo de la historia. Y esto produce acaso el mismo escozor que le causaba a Galdós, cuando luego de una dilatada carrera periodística escribió un cuento satírico llamado “El artículo de fondo”, donde denunciaba las arbitrariedades y el peligroso poder que ya tenían los articulistas.

Por eso es preciso regresar por un momento a finales del Siglo XIX, para ver cómo se consolidó esta tendencia ideologizada. Las hoy desprestigiadas palabras “publicista” y “panfleto” eran entonces sustantivos de alta valoración. El publicista era un ideólogo de la prensa y el panfleto, un soporte natural de su cosecha. Formula el escritor y filólogo catalán Oriol Pi de Cabanyes una distinción crucial. En aquellos tiempos había dos gremios diferenciados: se distinguía el llamado “escritor público” del simple “periodista”. En la crónica de un entierro de agosto de 1859 se precisa que un pensador llevaba la representación de los “escritores públicos” mientras que la de “los periodistas” la llevaba un artesano de la información. La fuente de Pi de Cabanyes es un libro del historiador y crítico Joan Lluís Marfany (Llengua, nació i diglòssia). Marfany deduce allí que “el escritor público” sería “el que escribe no para un círculo selecto de entendidos sino para todo el que pueda y quiera leer” y vincula a ese tipo de piezas con “la idea de la responsabilidad”. Primera definición del articulismo, acaso primeros testimonios de dos profesiones que marchaban juntas pero que ya eran divergentes y hasta antagónicas: la opinión y la información. William Deresiewicz, especialista norteamericano en la materia, divide una cosa de la otra al decir: “Lo que distingue un artículo de opinión de un panorama periodístico es que el autor busca persuadir y no simplemente informar”.

También acierta Horacio González al recordarnos que las grandes plumas del periodismo argentino eran hombres con proyectos políticos personales, que desdeñaban la objetividad profesional y que muchas veces embellecían u opacaban los hechos desde su perspectiva de facción, como lo hacían los generales ganadores y perdedores después de las batallas. Muchos de ellos eran polifacéticos —poetas, estadistas, duelistas, soldados, novelistas, dramaturgos—, tenían posición tomada, se veían a sí mismo como creadores de sentido y conductores morales e intelectuales de la sociedad. Con sus ocurrencias y argumentos se fundaron diarios y partidos, y es bueno admitir que sus debates, a veces tenebrosos para la sensibilidad actual, forjaron una Nación. De esos escritores comprometidos con la política descienden muchos otros que harían historia en el Siglo XX. Una línea de tiempo que va desde Mansilla, Cané y Echeverría hasta Viñas, Sebreli y Gelman. A ellos les cabe el concepto de Walsh según el cual “la máquina de escribir puede ser un abanico o una ametralladora”. Y es verdad que detrás de todo gran periódico concebido en los últimos cien años hay por lo general un articulismo que prefigura o potencia una idea de país, y por lo tanto, una fuerza que lo encarne.

"Estos nuevos francotiradores, estos visitantes de las páginas del diario tienen ideología, pero ella no necesariamente coincide con la línea editorial ni pretende participar de la gran política."

Donde el autor de Historia conjetural del periodismo falla es en creer que toda la prensa resulta un apéndice de la política y que está determinada por esa pulsión guerrera. Los nuevos periódicos, con su mira en el periodismo norteamericano y su búsqueda inestable de una cierta objetividad, han brillado en el transcurso de las últimas ocho décadas con sus reportajes, entrevistas, investigaciones, denuncias y crónicas narrativas. Y aunque los ideólogos siguieron produciendo hasta hoy en día sus textos de influencia, éstos conviven a su vez con el cuerpo profesional de informativistas y militantes del dato objetivo, y con columnistas que son librepensadores y que sólo aspiran a representarse a sí mismos. Dice al respecto Manuel Vicent, paradigma del articulista sin partido: “Mi columna dominical es una garita desde la que disparo”. Estos nuevos francotiradores, estos visitantes de las páginas del diario tienen ideología, pero ella no necesariamente coincide con la línea editorial ni pretende participar de la gran política. Algunos de esos articulistas independientes y apartidarios, como Arturo Pérez-Reverte, aseveran que sus columnas editadas por XL Semanal no son ni siquiera periodismo, sino simples “ajuste de cuentas” con la comunidad moderna. Pedro de Miguel, licenciado en Historia y profesor de Géneros Periodísticos Interpretativos en la Universidad de Navarra, asegura que “a diferencia del mundo griego y romano, nuestro nuevo foro son los medios de comunicación”, y que desde la llegada de la democracia y la libertad de expresión, el articulismo es un oficio pago y reconocido. La mayoría de los autores del articulismo español no son periodistas, sino escritores. Y este punto determinante nos lleva a un aspecto central de este discurso de recepción: el artículo como un género literario.

"Muchos de esos maestros de la nota breve piensan como Borges, es decir que la nota debe seguir un planteamiento, desarrollo y desenlace."

Así como la palabra ensayo sugiere lo inacabado, el término artículo conduce al verbo articular y sugiere un arte, un artificio, un artefacto, una artesanía. Como cualquier género, es practicado por canallas y por héroes, mediocres y eficientes, y también por prosistas geniales. Ese género es literario porque el ensayo también lo es, pero sobre todo porque en sus mejores momentos produce una obra y un estilo de calidad sublimes. El tema se planteó hace poco en la Universidad de Málaga, que invitó a algunos de los principales “escritores periodísticos” para debatir la pregunta del millón: ¿La columna ha llegado al Parnaso de la literatura? Allí se habló de Manuel Alcántara, de Paco Umbral y de Manuel Vázquez Montalbán, y también de los múltiples abordajes del artículo: desde el comentario de la actualidad pura y dura, hasta el relato costumbrista, la diatriba social, la prosa poética, el ensayo literario e incluso formas más híbridas como el articuento de Juan José Millás o los relatos del mercado que escribe Almudena Grandes en la revista dominical de El País. En efecto, dos coordenadas cruzan al artículo: estética y retórica. El estilo, se dijo en Málaga, es aquel prodigio por el cual si el autor no firmara la pieza, de igual modo se reconocería quién la ha escrito. Y su contracara es un exceso estilístico en el que se ahogan ciertos columnistas, quienes se permiten ser argumentativamente irresponsables porque manejan bien las metáforas. Muchos de esos maestros de la nota breve piensan como Borges, es decir que la nota debe seguir un “planteamiento, desarrollo y desenlace”. En una cena de 1956, Bioy Casares y Borges debaten sobre cómo deben escribirse los artículos. Dice Borges: “Para mantener el interés del lector, hay que hacer los artículos como pequeños cuentos”. Bioy le responde: “Creo que hay sin embargo una diferencia. El cuento debe concluir con lo más importante. El comienzo, en los cuentos, no importa mucho; el lector sabe que puede esperar algo. En las notas hay que poner lo mejor que uno tiene en la primera frase. Si no, el lector no entra”. Borges escribió cientos de pequeños artículos de prensa, que pueden consultarse en InquisicionesDiscusiónEvaristo Carriego y, sobre todo, en Textos recobrados. En la revista Sur, comenzaba uno de ellos de esta manera: “Todos sabemos que una fiesta, un palacio, una gran empresa, un almuerzo de escritores o periodistas, un ambiente de franca y espontánea camaradería, son esencialmente horrorosos”.

Su gran antagonista, Arturo Jauretche, y su aborrecido Roberto Arlt harían también historia en ese mismo género. En Prosa de hacha y tiza el antiguo amigo de Borges recoge sus colaboraciones y carga sobre las tipologías argentinas:

No sabemos si guarango y tilingo son términos nuestros –escribe Jauretche-. No hemos consultado a la Academia. Pero indiscutiblemente son tipos nuestros. Y recíprocos. El tilingo es al guarango, lo que el polvo de la talla al diamante. O la viruta a la madera. Producto de un exceso de pulido, o de la garlopa que se pasa. Es la diferencia que hay entre tomar el vaso ‘a la que te criaste’ y tomarlo entre las puntas del índice y el pulgar y con el meñique apuntando a la distancia. Pero digamos que en el guarango está contenido el brillante y también la madera para el mueble. En el tilingo nada. En el guarango hay potencialmente lo que puede ser. El tilingo es una frustración. Una decadencia sin haber pasado por la plenitud.

Roberto Arlt seguiría también al maestro Larra en sus Aguafuertes porteñas, que son artículos de penetración social y perfiles de la vida privada. “Ensalzaré con esmero el benemérito fiacún –escribe en uno de ellos-. Yo, cronista meditabundo y aburrido, dedicaré todas mis energías a hacer el elogio del fiacún, a establecer el origen de la fiaca, y a dejar determinado de modo matemático y preciso los alcances del término. Los futuros académicos argentinos me lo agradecerán”. Aquí estamos para agradecerlo.

"Y hoy más que nunca la identidad no está dada por su diseño ni por sus editoriales institucionales, sino por la calidad y características empáticas de sus articulistas."

A fines de la década del 60, Félix Laiño, audaz director del vespertino La Razón, mandó a la calle a varios asistentes a preguntar por los cafetines por qué razón los lectores elegían ese periódico popular y no su competencia más empedernida, el tabloide Crónica, de Héctor Ricardo García. Esa encuesta sui generis arrojó un resultado significativo: los lectores de La Razón provenían de la misma clase sociocultural, pero preferían el diario sábana por sus “artículos de fondo”. Laiño parecía perplejo: sabía que sus lectores acudían con la misma clase de avidez que los compradores de Crónica a la sección Deportes, a la crónica roja, a los chismes faranduleros y a las informaciones de turf, pero resulta que al revés de aquéllos, los lectores de La Razón eran aspiracionales y, por lo tanto, se sentían sucios y vacíos sin un artículo de fondo que los vistiera y justificara. Un diario no vende únicamente noticias, vende identidad. Y hoy más que nunca la identidad no está dada por su diseño ni por sus editoriales institucionales, sino por la calidad y características empáticas de sus articulistas. Si los articulistas hicieran una huelga general, ningún diario de la actualidad resistiría más de dos meses en la calle.

Bajo la última dictadura militar, filtrando pura vida y ácida mirada social, el escritor Jorge Asís acometería ese formato literario desde las páginas de Clarín bajo el seudónimo de Oberdán Rocamora. Lo cito:

Porteño, gigante mínimo, tierno salvaje, hombre o mujer de mil caras o máscaras, estado de ánimo; montón de vacilaciones, de obstáculos, de contradicciones; un depósito de recursos, de defensas, un buscador insaciable; un dramático y eterno aspirante a la terca felicidad. La guita, hermano, that is the question. No hay que ser un analista demasiado lúcido (basta con ser sincero) para afirmar que fue la guita la que, literalmente, nos enloqueció.

Junto a su escritorio en aquella redacción mítica estaba un cronista policial, escritor secreto y erudito asombroso, que se llamó Emilio Petcoff: salía a la calle y elaboraba extraños artículos sobre crímenes y misterios bajo el seudónimo Fermín Rivas. Una de esas piezas tenía el más legendario comienzo de la historia del periodismo nacional: “Juan Gómez vino ayer a romper el viejo axioma según el cual un hombre no puede estar en dos lugares al mismo tiempo. Su cuerpo apareció en una vereda y su cabeza en la de enfrente”.

Primero en La Opinión y después en Página 12, Osvaldo Soriano había deslumbrado con sus ocurrencias, que iban desde la interpretación sociológica de un partido de fútbol hasta un recuerdo de su propio padre y de su adolescencia:

Siempre que voy a emprender un largo viaje recuerdo cosas mías de cuando todavía no soñaba con escribir novelas de madrugada ni subir a los aviones ni dormir en hoteles lejanos –escribía, a modo de diario íntimo-. Esas imágenes van y vienen como una hamaca vacía: mi primera novia y mi primer gol. Mi primera novia era una chica de pelo muy negro, tímida, que ahora estará casada y tendrá hijos en edad de roncanrol. Fue con ella que hice por primera vez el amor, un lunes de 1958, a la hora de la siesta, en una fila de butacas rotas de un cine vacío.

"A diferencia de muchos periodistas acostumbrados a la entrega caliente e industrial, ningún escritor es capaz de despachar un texto que lleva su firma."

Al diario La Nación lo sobrevuelan fantasmas ilustres del articulismo. Desde Darío, Martí, Ortega, Valle Inclán, Hemingway, Pirandello, Alfonso Reyes, Gabriela Mistral, Onetti, Bryce Echenique, Octavio Paz y Edwards hasta Borges, Bioy y Sabato. Y por supuesto, un redactor propio llamado Manuel Mujica Láinez que compondría artículos extraordinarios sobre viajes, historia y alta cultura. Manucho seguía los pasos de Mansilla y de José Hernández pero a la vez ejercía de crítico literario y divulgador de las artes, tradición que luego continuarían Eduardo Mallea, Jorge Cruz (miembro de esta Academia, que por cierto está integrada por articulistas de lujo y fuste) y también Hugo Becaccece, un periodista cultural cuyas piezas periodísticas —de un preciosismo deslumbrante—, pueden leerse hoy en dos libros de colección que serán clásicos: La pereza del príncipe y Pérfidas uñas de mujer. Esos textos sólo pueden ser comparados con los que viene escribiendo desde hace años Juan Forn en las contratapas de Página 12, donde practica un ensayo magistral y didáctico alrededor de la literatura; un trabajo similar o equivalente hacen en El País de Madrid, Antonio Muñoz Molina; en La Vanguardia de Barcelona, Sergio Vila-Sanjuán, y en El Mundo de España, Antonio Lucas, que se crió en la bohemia del Café Gijón.

Una de las incorporaciones fundamentales de La Nación de Buenos Aires fue Tomás Eloy Martínez, que desde Nueva Jersey escribió artículos memorables para la página de Opinión; su columna alternaba cada quince días con la de su amigo Vargas Llosa. Lo cito:

Hace un año parecía que la Argentina iba a caer en un abismo irremediable y, sin embargo, aunque postrada, todavía no ha sucumbido. Los motivos de la cólera desatada a fines de 2002 siguen intactos –las mismas figuras políticas, los mismos jueces dudosos, la corrupción sin fisuras, la miseria creciente-, pero la voluntad de sobrevivir ha sido más fuerte que la adversidad y que las decepciones. La víspera del año nuevo oí, a la entrada de una librería de la avenida Santa Fe, una observación que me parece el mejor resumen de este largo limbo. ‘Si se acabaron los golpes de cacerola y las marchas para que se vayan todos, no es porque la gente se haya cansado de pelear, sino porque ha perdido las esperanzas de que algo cambie –le decía una mujer a otra-. Donde no hay ilusión, no puede haber desilusiones’. Buenos Aires se ha convertido, desde hace ya algún tiempo, en una ciudad extraña. Los edificios mantienen su belleza a partir de las segundas y terceras plantas, pero a la altura del suelo son una ruina, como si el esplendor del pasado hubiera quedado suspendido en lo alto y se negara a bajar o a desaparecer.

Poco antes de morir de una enfermedad que le fue bloqueando paulatinamente todo el cuerpo, el autor de La novela de Perón y Santa Evita me contó dos cuestiones que vienen al caso: hacía rato quería escribir un ensayo donde argumentaría que en determinados niveles el periodismo y la literatura de ficción eran lo mismo, y que cada mañana se arrojaba de la cama y se arrastraba hasta la computadora para escribir una línea más de la columna que debía entregar a la semana siguiente. Una más, una línea más. “Porque escribir es la única razón por la que seguir vivo”, me dijo sin rebajarse a lo sentimental, pero con una actitud heroica que todavía me eriza la piel.

El libro sobre las equivalencias entre el periodismo y la literatura quedó cancelado con su muerte, pero el asunto sigue vivo, candente, es nuclear y alude al modo con que los escritores de artículos se toman la materia. No conozco a ninguno de ellos que no ponga en sus notas el mismo esfuerzo, la misma angustia y exigencias con que acometen la página en blanco de un poema, de una novela o de un cuento. A diferencia de muchos periodistas acostumbrados a la entrega caliente e industrial, ningún escritor es capaz de “despachar” un texto que lleva su firma. España sigue teniendo, pese a todos estos ejemplos argentinos, los mejores “escritores de diario”. Muchos de ellos fueron reclutados por Juan Cruz Ruiz, gran cazador de talentos: primero jefe cultural de El País de Madrid y luego director editorial de Alfaguara. Gracias a su insistencia, muchos escritores como Millás, Llamazares, Rivas, Muñoz Molina, Elvira Lindo y recientemente Boris Izaguirre arribaron a los periódicos. Y también gracias a su comprensión acerca de la importancia de los artistas del periodismo, las compilaciones de artículos son habituales en las mesas de las librerías españolas. Juan Cruz sigue así el consejo de Borges, quien meditaba sobre el asunto de esta manera: “Hay tanta actualidad que no hay pasado. Lo bueno de los libros es que están escritos para la memoria. Lo malo de los diarios es que están escritos para el olvido. El mismo artículo, leído en un libro, se recuerda; leído en un diario, se olvida”.

"Cuando las columnas imperecederas pasan a un libro, como Las horas paganas, se leen de otra manera."

Se podría hablar aquí también de los grandes articulistas de América latina, lista que encabezan hoy Juan Villoro, Sergio Ramírez, Carlos Franz y Enrique Krause. Pero para describir someramente este fenómeno desde el punto de vista del estilo me referiré de nuevo a algunos prosistas espléndidos de España, como Manuel Vicent, y esos dos escritores que son el agua y el aceite: Pérez-Reverte y Marías.

Manuel confecciona sus piezas dominicales con una rara delicadeza poética, sin signos de punto y aparte para no romper el hechizo, y con un lenguaje a veces sobrenatural. Cuando las columnas imperecederas pasan a un libro, como Las horas paganas, se leen de otra manera. Como muestra, leo un párrafo al azar de ese volumen, que no hubiera disgustado a Borges:

Todos los dioses de la mitología, desde Zeus al último mono del Olimpo, si fueran humanos y vivieran en Suecia estarían en la cárcel —escribe Vicent—. Sucedería lo mismo con los grandes personajes de la Biblia. Ninguno de esos facinerosos saldría absuelto del tribunal de Nuremberg. Por ejemplo, el rey David mandó a la primera línea de guerra a un amigo íntimo sólo para quitarle la mujer y, a pesar de eso, ha dado nombre a un hotel de cinco estrellas en Jerusalén. La historia va cristalizando sus mitos y éstos nos alimentan. Pero ahora que se ha agotado la cerna de los héroes de peluquería se ha puesto de moda volverle los forros a figuras insignes ya muertas y así resulta que Mao Tse-Tung es un abuelo libidinoso que nunca se lavó los dientes y Kennedy no era sino un fauno de ascensor.

Su colega Javier Marías se ha convertido en un narrador de sensibilidades que están en el aire y de conductas humanas que han ido cambiando en los últimos veinte o treinta años. Su corpus analítico denuncia el retroceso del sentido común, la inquisición políticamente correcta y la estupidez mediática y popular. Su cartografía, como articulista, resulta vasta, y los historiadores sociales del futuro encontrarán en ella los hilos invisibles, los grandes malentendidos que mueven esta época. Ese afán lo ha metido en controversias enojosas. El año pasado narraba su paseo por una ciudad del interior de España, y lo hacía con esta lógica de no ser complaciente ni siquiera con el hombre de a pie:

La terraza de un local, en una plaza muy grata, está de bote en bote, pero no hay muchas personas esperando de pie a que se quede libre alguna mesa (…) Decidimos aguardar un poco, a ver si hay suerte. Delante sólo tenemos a un grupo, eso sí, de ocho o nueve, como son ahora todas las familias, que no se separan ni a tiros. Por fin se liberan las suficientes mesas para juntarlas y dar cabida (…) Las camareras las están preparando, y de vez en cuando se aproxima a ellas “el padre”: un tipo de cuarenta y tantos años, con aspecto innoble: pantalones de esa longitud criminal que aniquila al más apuesto, por encima o por debajo de las rodillas, y que por tanto lleva hoy todo el mundo; una camisola por fuera, a la vez holgada y prieta (quiero decir que no le contenía las grasas y sin embargo le realzaba los vergonzosos pechos que estaba desarrollando); un sombrerito ridículo; chanclas; una barriga infame que le impediría verse los pies desde hace tiempo. Este sujeto había decidido supervisar el trabajo de las camareras, les daba órdenes impertinentes y sobre todo les ponía pegas. No era hora ni lugar para poner ninguna, conseguir mesa para tantos era para darse con un canto en los dientes. Regresaba a la “cola” y alardeaba de sus intervenciones ante su mujer y una cuñada (supongo), con no mejor aspecto ni tampoco más educadas. “¿Qué les has dicho a esas tías, qué pasa?”, le preguntaban ellas. “Qué coño les voy a decir, que no nos gusta esa mesa, que queda fuera de los toldos; que la corran para allá, no nos va a dar esta puta solanera”. Aquello era imposible, no había hueco para correr nada. “Y ni siquiera nos ponen mantel”, agregaba, “les he mandado ir por uno”. Aquel no era sitio de manteles, si acaso de mantelitos de papel, el típico lugar de tapas y raciones. “¿Qué se creerán las tías?”, exclamaba una de las mujeres, como si estuvieran en el Ritz y les hubieran faltado al respeto, a ellos, que tenían dinero.

Pérez-Reverte comparte esta misma trinchera con su camarada de armas, pero suele explotar además otras vetas. Para empezar, su experiencia de 21 años como corresponsal de guerra; el conocimiento directo de la marginalidad, los barcos y las batallas; la historia universal como repetición y analgésico, las invectivas contra el analfabetismo político y el despiadado retrato de arquetipos sociales contemporáneos. A veces usando una ironía devastadora; en ocasiones creando una prosa salpicada de lengua plebeya, para la que tiene un oído absoluto. Uno de sus primeros artículos se llama “La fiel infantería” y narra desde adentro un cuadro de Velázquez: La rendición de Breda. El punto de vista está puesto en un simple soldado y es el momento en que las tropas españolas, tras vencer a los holandeses, posan para la posteridad. La voz oculta relata la dura verdad de la batalla detrás de los generales, los caballos y las banderas. Detrás de la gloria.

Otro artículo que dio la vuelta al mundo puede hoy leerse en el libro Con ánimo de ofender y fue escrito diez años antes de que estallara en Estados Unidos la gran burbuja financiera y la crisis de Lehman Brothers. El artículo, que fue profético y que muestra el instinto político de su autor, comenzaba así:

Usted no lo sabe, pero depende de ellos. Usted no los conoce ni se los cruzará en su vida, pero esos hijos de la gran puta tienen en las manos, en la agenda electrónica, en la tecla intro del computador, su futuro y el de sus hijos. Usted no sabe qué cara tienen, pero son ellos quienes lo van a mandar al paro en nombre de un tres punto siete, o un índice de probabilidad del cero coma cero cuatro. Usted no tiene nada que ver con esos fulanos porque es empleado de una ferretería o cajera de hipermercado, y ellos estudiaron en Harvard e hicieron un máster en Tokio, o al revés, van por las mañanas a la Bolsa de Madrid o a la de Wall Street, y dicen en inglés cosas como long-term capital management, y hablan de fondos de alto riesgo, de acuerdos multilaterales de inversión y de neoliberalismo económico salvaje, como quien comenta el partido del domingo. Usted no los conoce ni en pintura, pero esos conductores suicidas que circulan a doscientos por hora en un furgón cargado de dinero van a atropellarlo el día menos pensado, y ni siquiera le quedará el consuelo de ir en la silla de ruedas con una recortada a volarles los huevos, porque no tienen rostro público, pese a ser reputados analistas, tiburones de las finanzas, prestigiosos expertos en el dinero de otros. Tan expertos que siempre terminan por hacerlo suyo. Porque siempre ganan ellos, cuando ganan; y nunca pierden ellos, cuando pierden.

Es muy interesante también revisar la influencia que algunos articulistas han tenido en la política española actual. Arcadi Espada, hoy en el diario El Mundo, es un sólido polemista político de primer nivel y, aunque ya tomó distancia, fue de hecho ideólogo del partido Ciudadanos. El anterior editor de ese periódico, Pedro J. Ramírez, fue un articulista filoso y es un autor de ensayos: tal vez el tren del Partido Popular no hubiera alcanzado el poder si antes Pedro J., que luego lo criticó y lo llenó de denuncias, no hubiera puesto antes los rieles. Su archienemigo de toda la vida, hoy miembro de la Real Academia Española, Juan Luis Cebrián, articulista esencial y escritor de largo aliento, es considerado uno de los grandes intelectuales de Iberoamérica. Visto en perspectiva, fue un actor decisivo en el éxito de la Transición y del Partido Socialista Obrero Español, a cuyos dirigentes no dejó de investigar ni criticar con dureza cuando fueron gobierno.

"Es por eso que resulta para mí un inmenso honor integrar esta Academia en mi doble condición de narrador de ficciones y articulista de diario."

El articulismo político tiene también sus variantes. La primera forma es practicada por periodistas (la Argentina es pródiga en firmas excelentes) y su sesgo constitutivo es la información analizada: un panorama de coyuntura, la trama secreta de los hechos y sus consecuencias. La segunda suele estar en manos de escritores, por lo general surgidos de la politología, la economía, la sociología y la historia, pero también de la novela, el cuento y el poema. Estos últimos son fondistas, su carácter es más ensayístico que periodístico, y cuando son capaces de crear un estilo, pueden arañar el arte, algo que ocurre excepcionalmente en la Argentina. Mi trabajo dominical intenta, con modestia, inscribirse en esa tradición y busca sin conseguirlo ese objetivo: pensar el fondo de la política y hacerlo con una prosa literaria. Es por eso que resulta para mí un inmenso honor integrar esta Academia en mi doble condición de narrador de ficciones y articulista de diario, y sentarme nada menos que en el sillón Juan Bautista Alberdi, que mis compañeros académicos con generosidad me han destinado.

Este discurso pretendió trazar una genealogía del articulismo cruzada por el gusto personal, y por lo tanto llena de olvidos y arbitrariedades: no puede ser una historia sino apenas el pequeño esbozo de un fenómeno muy amplio, un fogonazo en el infinito firmamento del articulismo en lengua española. El artículo está en el Parnaso de la literatura, se sienta a la mesa y mira de igual a igual al cuento, la novela, el ensayo largo y el poema. Se ha hecho imprescindible para entender, para sobrevivir a la velocidad y a la polución mediática de nuestras sociedades, y así como los otros géneros tienen una crítica concienzuda, éste deberá en algún momento ser estudiado con cuidada atención y por especialistas en la materia. En efecto, gran parte de lo mejor de la literatura moderna se está escribiendo en los diarios, aunque ni siquiera sus propios autores sean capaces de reconocerlo. Esas piezas de cada día, que a veces son una meditación y otras un retrato, en ocasiones un abanico o una ametralladora, fueron escritas para el instante, pero muchas de ellas treparán a la inmortalidad. Aunque sirvan para envolver el pescado del día siguiente. Noble destino de cualquier diario de todos los tiempos.

Muchas gracias.

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Jorge Fernández Díaz

Jorge Fernández Díaz es escritor y periodista. Durante más de treinta años fue alternativamente cronista policial, periodista de investigación, analista político, jefe de redacción de diarios y director de revistas. Actualmente es uno de los principales columnistas políticos del diario La Nación. Publicó, entre otros libros, El dilema de los próceres, Mamá, Fernández, Corazones desatados, La segunda vida de las flores, La logia de Cádiz, La hermandad del honor, Alguien quiere ver muerto a Emilio Malbrán y Las mujeres más solas del mundo y El puñal. Recibió la Medalla de la Hispanidad, que le otorgó el gobierno español y la comunidad española en la Argentina; el Konex de platino como el mejor redactor de la década; el premio Atlántida con el que los editores de Cataluña celebraron su labor a favor de los libros, y la Medalla del Bicentenario por su obra periodística y literaria. En 2012 fue condecorado por el rey de España con la Cruz de la Orden Isabel la Católica. Es miembro de número de la Academia Argentina de Letras. @fernandezdiazok

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