Cualquier padre quiere que su prole le supere; estamos programados para ello por la biología. Pero eso solo sirve si interviene la genética. Si el hijo es fruto del talento, su creador puede sufrir un ataque de cuernos tan grande como la abadía de Westminster.
Holmes es hoy institucional, universal, un tótem. Todos lo conocemos, nos guste o no la literatura, y aunque la evitemos, porque ha sido versionado hasta el empacho en teatro, cine, televisión y videojuegos. Incluso ha sido perro —sabueso, claro está— en una adaptación de sus aventuras en dibujos animados.
El detective de Doyle ha sido y es, sin duda, la inspiración de muchos profesionales que se enfrentan al crimen real que de pequeños decidieron emular, cuando crecieran, al gran adalid contra la villanía. HOLMES es, incluso, el nombre elegido por la policía británica para el sistema informático que utilizan en sus investigaciones sobre asesinatos, estafas o personas desaparecidas.
Así de alargada proyecta la sombra la espigada figura del investigador privado sobre su creador, Sir Arthur Conan Doyle, que por esta razón, entre otras, lo tenía bastante aborrecido, tanto que planeó su asesinato…
Quiso matarlo pronto, en su sexta aventura, pero una advertencia de su madre, que le dijo que los fans no se lo iban a tomar bien, consiguió que Holmes siguiera protagonizando sus cuentos, sano, salvo, impertinente y luminosamente sagaz, durante algún tiempo más, hasta El problema final, el relato número 24, es decir, dos años después de traerlo al mundo. Entonces sí le dio muerte, aunque heroica, haciendo que se precipitara, asido a su némesis, el doctor James Moriarty, por un salto de 250 metros de altura de las cataratas de Reichenbach.
Pero en 1893 ya existían los ofendidos y los haters, y a Doyle, como había predicho su madre, le inundaron con un aluvión de críticas que rayaban la amenaza, por lo que se vio obligado a resucitarle. Su creación le había arrebatado hasta el poder sobre su existencia.
No deja de ser una pena que la brillantez del personaje consiguiera opacar de ese modo al autor, cuya biografía serviría para llenar tantas páginas o más de las ocupadas por Holmes con sus propias aventuras, con la importante diferencia de que aquellas serían historias reales, vividas por Conan Doyle en carne y hueso.
En cualquier caso, quien a su padre se parece, honra merece, y, por más que Doyle homenajeara a su mentor, el doctor Joseph Bell, atribuyéndole la inspiración para su detective, hay en él mucho autoretrato.
Conan Doyle crea a Sherlock Holmes como hijo de un hacendado y descendiente de una talentosa saga de artistas. Él mismo lo era, de famosos caricaturistas e ilustradores, solo que por parte de padre. Fue Charles Doyle quien ilustró la primera edición de Estudio en escarlata, el primer relato protagonizado por el detective asesor. Pero, aparte de arquitecto e ilustrador, el padre de Conan Doyle era alcohólico y depresivo, y llevó a la familia casi a la ruina varias veces. Por fortuna, su madre supo sacarles adelante y, cuando cumplió los años necesarios, con la ayuda económica de sus tíos, Arthur ingresó en la mítica Escuela de Medicina de Edimburgo, en 1876.
En esa etapa conoció e hizo amistad con otros sujetos que, como él, alcanzarían fama mundial en el mundo literario. Fue un buen amigo y compañero de cricket de Alfred Edward Mason, autor de Las cuatro plumas; de James Barrie, creador de Peter Pan; o del mismísimo Robert Louis Stevenson, escritor, entre otras gloriosas maravillas, de La isla del tesoro.
Pero el encuentro que, de verdad, cambiaría la historia de la literatura mundial y de la criminología —y, por lo tanto, del mundo— fue con el doctor Joseph Bell, su profesor en la escuela de enfermería, a quien describe de la siguiente manera:
«Sin embargo, el personaje más destacado que conocí fue Joseph Bell, cirujano en el Hospital de Edimburgo. Bell era un hombre muy notable tanto física como mentalmente. Era delgado, enjuto, oscuro, con un rostro agudo de nariz prominente, ojos grises penetrantes, hombros angulares y un modo nervioso de andar. Su voz era aguda y discordante. ” [1]
El doctor John Watson, mejor amigo, compañero ineludible y biógrafo de Holmes, le describe, tras su primer encuentro, de esta forma:
“Su forma de ser y su apariencia externa eran como para llamar la atención hasta el más descuidado. Su estatura rondaba los dos metros, y era tan extraordinariamente enjuto que producía la impresión de ser aún más alto. Tenía la mirada aguda y penetrante, fuera de los intervalos de sopor a los que antes he he referido; y su nariz, fina y aguileña, daba al conjunto de sus facciones un aire de viveza y resolución. También su quijada delataba al hombre de voluntad, por lo grande y cuadrada”. [2]
Conan Doyle asistió en multitud de ocasiones al doctor Bell en sus visitas ambulatorias y vio en muchas de ellas a su mentor “adivinando” a la manera que después le atribuiría a Sherlock Holmes datos de sus pacientes que no aparecían en su expediente y aún antes de hacerles hablar, como su procedencia, profesión, estado civil, etcétera. Lo lograba a partir de la observación de ciertas expresiones, de la ropa, de alguna marca que pasaba desapercibida a los ojos de los demás…
El escritor era, por tanto, a la vez Holmes y Watson.
¡Por cierto! Según los “muy expertos” en el asunto, esto no es ni método deductivo —el que siempre se le asigna al huésped de Baker Street— ni inductivo, sino abductivo. O sea que Holmes, ante un misterio, construye una hipótesis que lo explique y, después, mediante la investigación, la prueba o descarta. Su argumento siempre es la explicación más probable entre todas las posibilidades. Es decir, “cuando hayas descartado lo imposible, lo que quede, aunque sea improbable, ha de ser la verdad”.
Como se ha mencionado, la verdadera pasión literaria de Conan Doyle era la novela histórica, con la que no se comió un colín hasta que se hizo un autor muy famoso gracias a Sherlock Holmes, le gustara o no.
Una de ellas, un relato corto, en realidad, A Straggler of ’15, fue convertida en obra de teatro, bajo el título de An story of Waterloo, y protagonizada por el insigne actor victoriano Henry Irving, primero de su oficio en ser honrado por la corona británica con el título de sir, con quien el escritor trabó una fructífera amistad, no para la literatura, sino para la lucha contra el crimen.
El intérprete era hijo de otro famoso actor británico y aficionado a la criminología, Harry Irving, fundador de un singular club al que llamó Our Society, muy selecto, y cuya razón era la investigación amateur de los grandes crímenes de su tiempo. Doyle se unió a ellos en diciembre de 1903.
“The Crimes Club” (el Club de los Crímenes), como acabó llamándose, se reunía un par de veces al año en el Carlton Club para cenar y para disertar sobre los más impactantes casos de asesinato, espionaje y de grandes robos, las mismas materias con las que Sherlock Holmes despliega todas sus habilidades en sus aventuras. Eran doce amigos, escritores, abogados, criminólogos, periodistas o médicos forenses. Estaban, entre ellos, Ingleby Oddie, quien ocuparía durante décadas el cargo de médico patólgo en Londres; o doctor Herbert Crosse, quien también fue abogado y trabajó en Old Bailey; estaban el novelista AEW Mason, quien trabajó para la inteligencia naval; o Arthur Pearson, fundador del Daily Express.
Sobre lo que ocurría en esas veladas, existía un pacto entre caballeros, un acuerdo de confidencialidad, por lo que no se tiene demasiada información, pero, con el tiempo y, viendo que las reuniones daban más de sí que para simple esparcimiento de sus participantes, el club se abrió un poco más y se permitió la unión de nuevos miembros. Los encuentros se convirtieron en pequeños congresos en los que se asignaba un tiempo a cada disertación y se exponían los avances que los integrantes del cenáculo habían hecho en la investigación propia de algún caso. Algunas con verdadero éxito.
Arthur Conan Doyle demostró en varias ocasiones que de casta le venía al galgo, es decir, que si su criatura era el mejor detective del mundo de la ficción era porque su creador tenía mucho más que talento literario. Tenía olfato de sabueso y sabía aplicar muy bien el método que después otorgó a su personaje.
Uno de los ejemplos más citados es su solución para limpiar el honor de George Edalji, un joven de origen indio, condenado con pruebas manipuladas y, en todo caso, circunstanciales, a siete años de trabajos forzados por matar ganado. Doyle aplicó métodos forenses —no en balde fue su gran promotor— para exonerar por completo al joven.
Otro de los casos en los que la intervención de Doyle fue crucial para eximir a un inocente, también condenado por prejuicios xenófobos, fue el de Oscar Slater, un hombre sentenciado primero a pena de muerte, conmutada después a cadena perpetua en trabajos forzados, por un crimen que no cometió.
Slater era un alemán judío que había llegado a Inglaterra seis semanas antes de que se cometiera el crimen por el que se le condenó. Era un hombre que llevaba mala vida. Jugador, se dice que también proxeneta, pero tuvo que cargar injustamente con la culpa del asesinato de miss Marion Gilchrist, una anciana millonaria a la que mataron para robarle.
Después de 16 años penando en las duras condiciones de la prisión de Peterhead, en Escocia, una de las más duras que ha existido en Gran Bretaña, Slater se las apañó para que una carta suya, dirigida a Conan Doyle, saliera de allí y llegara a su destino. Y el escritor, adalid de causas perdidas, se puso manos a la obra hasta conseguir liberarlo.
Quizá la investigación criminal más sorprendente en la que se involucró el insigne escoces fue la del caso del milenio, los asesinatos de Jack, el destripador. Hay que tener en cuenta que la primera historia de Sherlock Holmes fue publicada solo un par de años antes de los crímenes de Whitechapel y hay quien interpreta el gran éxito del detective asesor como una reacción revulsiva colectiva al pánico generado por el primer asesino en serie mediático de la historia, cuyas fechorías se narraban con prolijo detalle y florida prosa, compartiendo lectores con las hazañas del de Baker Street.
Parece ser que, en el año 1892, Conan Doyle pudo ver expuestos en el Black Museum de Scotland Yard alguna fotografía de Mary Jane Kelly, última víctima canónica del destripador, junto con un par de sus notas, de las que se consideran indubitadas, dirigidas a la Agencia Central de Noticias. A partir de la lectura de estos anónimos, el padre de Sherlock Holmes hizo sus conjeturas, que compartió con un periodista norteamericano en 1894. Doyle le dijo que el asesino debía ser un compatriota suyo, por el uso de ciertos modismos en el lenguaje. También dedujo que el criminal estaba acostumbrado a escribir con pluma y propuso que la policía repartiera pasquines con una versión facsímil de las notas, además de publicarlas en los principales periódicos americanos e ingleses por si alguien podía reconocer la letra, estrategia que se había seguido entre el cuarto y quinto crimen, aunque quizá, el escritor lo desconocía. Además, sugirió que debía hacerse un cotejo caligráfico de esas cartas.
Tiempo después, ya constituido el Club del crimen, concretamente, el 19 de abril de 1905, algunos de sus miembros, como Ingleby Oddie, Churton Collin, H.B. Irving, el doctor Cross y el propio Conan Doyle, acompañaron al doctor Frederick Gordon Brown, responsable de la autopsia de Catherine Eddowes —cuarta víctima del destripador—, y a los detectives de la policía londinense que estaban al frente del caso, en un recorrido por el East End, con parada en cada uno de los escenarios de los crímenes, en las zonas donde podría haberse alojado el asesino, en las habitaciones y los lugares de trabajo de las mujeres, y en todos los demás sitios relevantes para la investigación.
Hay quien dice que la hipótesis de que el asesino pudiera ser un carnicero o un médico salió de esa visita. Y la teoría de que Jack, el destripador, pudiera ser una mujer —Jill, la destripadora— o un hombre travestido fue del escritor, que lo justificaba por la facilidad con la que el asesino pudo acercarse a las víctimas, que ya estaban en alerta después de los primeros crímenes.
Sir Arthur Conan Doyle, médico oftalmólogo, aventurero, ballenero, precursor del esquí deportivo, militar, escritor, espiritista y detective asesor es, y así hay que considerarlo, la cordillera desafiante sobre la que destaca, quizá, un pico más alto, pero, en su conjunto es un accidente extraordinario, una de las maravillas de la humanidad.
[1] Esta descripción aparece en la autobiografía del escritor titulada Recuerdos y aventuras y publicada, por primera vez, en The Strand Magazine, entre octubre de 1923 hasta julio de 1924.
[2] Conan Doyle, Arthur. Obras completas de Shelock Holmes. Plutón ediciones (2020).
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