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Aquel sueño infantil - Miguel Barrero - Zenda
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Aquel sueño infantil

La perrita de la calle Palma El amparo del matón Los recuerdo bien porque me tocó padecer a alguno que otro: se amparaban en las sombras que ofrecían recovecos en penumbra y habían adquirido una pericia que les permitía actuar al margen de miradas indiscretas. Algunas veces iban en pandilla, otras atacaban en solitario, pero...

La perrita de la calle Palma

Me pongo a hablar con Pablo de nuestros respectivos viajes a Asunción —varios en su caso, sólo uno en el mío— y descubrimos que ambos frecuentamos los mismos rincones de la ciudad sin saber que el otro también los conocía. Uno de ellos, el más recurrente, es el Lido, un bar que se abre frente al Panteón Nacional —una graciosa réplica a escala del Domo parisino— que congrega a asuncenos de toda clase y condición y cuya barra zigzagueante es el mejor epítome posible de una ciudad a la que le entran como un guante los tres adjetivos —«deshecha», «gris», «monstruosa»— con que José Emilio Pacheco describió la capital mexicana en su poema «Alta traición». Del Lido me habló Fernando Fajardo en mi primera noche en Paraguay, al pasar en coche ante sus puertas cuando me llevaba de vuelta al hotel, y en él me dejé caer unas pocas horas más tarde, en cuanto amaneció, para desayunar en su terraza e iniciar una rutina que se mantuvo inalterable durante el tiempo que pasé allí. Mientras le cuento esto a Pablo recuerdo —pero me lo callo para no parecer excesivamente sentimental— que en mi primer paseo hasta el bar me salió al paso, nada más desembocar en la calle Palma, una perrita que vino a saludarme con esa hospitalidad que los de su especie reservan para los transeúntes solitarios. No llevaba collar, estaba flaquísima y se posaba en sus ojos esa melancolía que destilan las vidas errabundas. Se acercó a mis piernas, le acaricié la cabeza y el lomo y me lo agradeció con un leve ronroneo al que no pude corresponder con ningún obsequio. Me acompañó hasta la esquina de la acera y se quedó mirándome mientras cruzaba el paso de cebra, y aunque la perdí de vista al instante me guardé una esquina de la tostada por si volvía a encontrármela a la vuelta. No ocurrió, pero sí la vi de nuevo a la mañana siguiente, cuando seguí el mismo itinerario y ella vino a saludarme exactamente en el mismo punto en que lo había hecho el día anterior. Se acercó también en los días sucesivos, de tal forma que llegó un momento en que, al acercarse la hora del desayuno, me ponía contento la sola expectativa de encontrármela en el lugar de siempre. Coincidimos Pablo y yo en un aspecto: Asunción es una ciudad horrorosa con la que, sin embargo, cuesta no encariñarse. Puede ser por la generosidad y el afecto que irradian sus gentes, por la simpatía que despiertan esas urbes desahuciadas por los desabrigos de la intemperie, por la impresión de que hay allí tan poco que sólo importan las cosas verdaderamente relevantes, o por cualquier otra causa subjetiva y discutible que queramos sacarnos de la manga. En la pena que sentí al irme, pesó también mucho la certeza de que no volvería a ver a esa perrita de la calle Palma. La última mañana que nos saludamos le saqué una foto para no olvidarme de ella. Ignoro qué le habrá pasado: si continuará vagando como un alma en pena por esa acera irregular y bacheada, si la habrá cogido alguien bajo su tutela o si habrá muerto arrollada por un coche o uno de esos autobuses que avanzaban a trompicones, atestados, en sus viajes regulares por el corazón de Paraguay. Ojalá que, si aún sigue por allí, siga haciendo de cicerone para los viajeros despistados que, como yo en aquellos días, deambulaban en busca de un café caliente y un zumo de naranja, para que su mirada rebosante de lealtad y de tristeza les brinde la acogida y el sosiego que tanto bien hacen cuando uno desembarca en tierra extraña y anda buscando anclajes que eviten la deriva.

El amparo del matón

"A los matones les importan poco los matices porque sólo necesitan una pequeña excusa para dar rienda suelta a su miseria moral"

Los recuerdo bien porque me tocó padecer a alguno que otro: se amparaban en las sombras que ofrecían recovecos en penumbra y habían adquirido una pericia que les permitía actuar al margen de miradas indiscretas. Algunas veces iban en pandilla, otras atacaban en solitario, pero siempre procuraban que la hostilidad que manifestaban en privado con sus presas no trasluciera cuando había gente alrededor y les convenía comportarse como las personas cordiales y sensatas que no eran ni tenían intención de ser. Experimenté el fenómeno en el colegio, sobre todo, y algo en el instituto; he constatado con estupor que también rige en determinados ámbitos laborales y las redes sociales permiten observarlo a diario: individuos que se amparan en seudónimos y fotos falsas para proferir ignominias que ni se atreverían a sugerir en la vida real, sabedores de que sus falacias, su inquina, su estupidez, su mala baba, no pueden encontrar cabida en ningún espacio que se pretenda —o, al menos, se quiera fingir— medianamente civilizado. Escribe Antonio Muñoz Molina en El País un artículo en el que cuenta cómo, de un tiempo a esta parte, él y su mujer —la también escritora Elvira Lindo— reciben anónimos amenazantes en su casa. Van sin firma porque ése es otro signo distintivo del matón: su cobardía inveterada, su incapacidad para asumir en primera persona las consecuencias de esa vesania que disimulan ante sus familiares y amigos para que éstos no lleguen nunca a atisbar su verdadera faz. Del tono y el contenido de los mensajes se infiere que su redactor pertenece a la estirpe de quienes en los últimos meses se presentan a sí mismos como defensores acérrimos de la libertad, pervirtiendo el significado de una palabra hermosa y necesaria sobre la que han echado inmisericordemente la caña los pescadores en ríos revueltos. Es curioso que quienes reivindican su derecho a hacer lo que les venga en gana en medio de una crisis sanitaria sin precedentes en el último siglo, eludiendo cualquier conciencia cívica y erigiéndose en apóstoles de un egoísmo insano que abochorna a las personas decentes, se sientan tan ultrajados cuando aquellos que no comulgan con su insensatez hacen uso de su libertad para decirlo en público. Elvira Lindo y Muñoz Molina estamparon meses atrás su firma en un manifiesto que pedía el voto para la izquierda en las elecciones madrileñas y que sustanciaba esa demanda en una serie de argumentos que no esquivaban la incompetencia o la desidia manifiestas con que el Partido Popular, Ciudadanos y Vox han afrontado en esa comunidad la gestión de la pandemia, primero, y de la campaña de vacunación, después. El tono del manifiesto, hay que decirlo, era bastante más moderado del que habitualmente emplean esos tres partidos para criticar o denostar, si no directamente calumniar, a sus adversarios políticos, pero a los matones les importan poco los matices porque sólo necesitan una pequeña excusa para dar rienda suelta a su miseria moral. Tristemente, ni es inusual ni inesperada su presencia, porque siempre han estado y estarán; sí hay que lamentar que gocen, por lo que se ve, del amparo de instancias que deberían atajar esas actitudes en vez de fomentarlas o hacer la vista gorda, cocinando así el caldo de cultivo en el que, si no se remedia, acabarán por germinar semillas de cuyos frutos ya debería estar la humanidad más que saciada.

Luz de agosto

"Vendrá septiembre, volverán a caer las hojas de los árboles y retomarán las jornadas su aridez habitual, pero entre tanto aguardan aún por estrenar treinta y un días"

Se detiene uno ante las luces que anuncian la inminencia de agosto con la placidez con que se asoma a un abismo benéfico de sosiego y recogimiento. De pronto en la bandeja de entrada dejan de caer correos electrónicos, se espacian las llamadas telefónicas y los asuntos que ayer eran urgentes admiten demorarse hasta que el calendario nos permita presagiar la inminencia del otoño. En este mes, que más que un mes es una tregua, deja de estar mal vista la molicie de la siesta y no parecen descabellados los planes para el futuro. Se invocan con gozosa delectación porvenires ideales y se disfruta la mansedumbre de las tardes que se precipitan en caída libre hasta unos atardeceres en los que arraiga la expectativa de una felicidad incierta. Sopesamos lo ocurrido y aventuramos lo que puede estar por ocurrir, prometemos no hacernos más trampas al solitario en el tiempo que nos quede por delante y jugamos a creer que acaso la vida no vaya tan en serio como advertía Gil de Biedma en su célebre poema. Vendrá septiembre, volverán a caer las hojas de los árboles y retomarán las jornadas su aridez habitual, pero entre tanto aguardan aún por estrenar treinta y un días dispuestos a ofrecernos un refugio en el que mantener a raya las inclemencias mundanas y recrearnos en las reminiscencias de aquel remoto sueño infantil que se llamaba verano.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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