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Apuntes sobre un festival de música (el verano parpadea) - Zenda
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Apuntes sobre un festival de música (el verano parpadea)

Han pasado algunos años y sigo desnortado, corriendo alrededor de las mismas hogueras. Mi apología de la juventud se intensifica a medida que veo más cerca su final, como si pudiese ya tocar sus paredes: voy a un festival de música buscando el éxtasis que me salve de una distancia, de la distancia que me...

Busco ser feliz, desde niño, con insistencia. La expectativa de la felicidad futura siempre ha parpadeado para mí como una esperanza imposible de esquivar, como un horizonte agitado que me ha sacudido de los peores momentos de mi vida. Cuando era adolescente, y lo digo ahora que apenas he abandonado ese estado mental, estaba seguro de que esa luz verde estaba siempre cerca; incluso alguna vez llegué a tocarla, claro —por la noche, al llegar a casa, habría llorado ante la inmensidad de mis emociones y el placer de estar vivo en momentos así—.

Han pasado algunos años y sigo desnortado, corriendo alrededor de las mismas hogueras. Mi apología de la juventud se intensifica a medida que veo más cerca su final, como si pudiese ya tocar sus paredes: voy a un festival de música buscando el éxtasis que me salve de una distancia, de la distancia que me separa de la felicidad futura.

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Esta es una crónica de la cuarta edición del festival Mad Cool, celebrado los pasados días 11, 12 y 13 de julio en Valdebebas, Madrid. La música aplasta los elementos cuestionables de un evento de estas características. No hay pretensión crítica: lo único que importa en esta crónica son las veces que he llorado.

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Primer pensamiento: desde aquí te saludo, amor del pasado

Hace calor, me duelen los pies, no siento las piernas, me late el corazón muy rápido, bebo agua, bebo más agua, hace calor, estoy llorando pensando en ti / estoy llorando pensando en las tardes de playa con mi familia hace quince años.

Bon Iver hace una música con la que siempre estoy de acuerdo: apela al lado dulce de la nostalgia, al envés bello de la tristeza. Este es un sentimiento del que he tratado de desprenderme sin éxito durante muchos años; he intentado sacarme de encima la idea de que uno puede ser feliz, estar satisfecho, alcanzar una plenitud emocional transitando la tristeza. No me interesa mucho hacer apología de nada, en primer lugar porque no puedo presumir de comprender bien mis propias emociones. He aprendido que lo mejor quizá sea no tratar de hacerlo: si estoy triste está bien, si estoy contento está bien. Lo que importa no es eso, sino la cercanía de los sentimientos. Cuando Bon Iver distorsiona su voz, la parte en cinco, se superpone a sí mismo y hace chirriar el escenario, yo me acerco un poco más a esa vaga impresión de que todo está siempre un poco lejos, de que el amor es una entelequia borrosa —¡he ahí su maravilla!—.

Pienso que su sonido ha evolucionado de una manera similar a la transformación de mi manera de enfrentarme a mis tragedias. En For Emma, Forever Ago, Justin Vernon cantaba a la pérdida desde la vulnerabilidad del abandonado. Pese a todo, al final del disco, en la memorable re:stacks, un arresto de luminosidad:

this is not the sound of a new man / or a crispy realization / it’s the sound of me unlocking and you drift away / your love will be / safe with me

este no es el sonido de un nuevo hombre / ni una sonora epifanía / es mi sonido al desbloquearme y el tuyo alejándote / tu amor estará / seguro conmigo

Después, la distorsión; ahora, en los adelantos del disco que empieza a encenderse en el horizonte —lo lanzará el próximo 30 de agosto—, ambos mundos parecen confluir en una atención calmada a los afectos. Cuando el sol se apaga sobre Madrid, con el calor estancado en el viento y la voz de Justin Vernon alucinando a través de la estancia, las imágenes vuelven a impactarme: unos niños chapotean en una especie de lago, con apariencia feliz. Sé que he sido un niño chapoteando en un lago, no abandono esa certeza. Sé que he sido feliz, estoy muy cerca de serlo de nuevo y el futuro siempre es un abanico inmenso de luces a punto de estallar.

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Encarno la felicidad cantando y bailando a Vampire Weekend, que están subidos al escenario escoltados por una enorme bola del mundo flotante. Guardo todavía tazas de cinismo por vaciar, pero voy soltando lastre. Hace unos años quizá habría desestimado, por ingenuo, el armamento discursivo que Ezra Koenig y los demás han presentado este año en Father of the Bride, su cuarto álbum de estudio. Ese sonido puramente lúdico, decidido a reivindicar el anacronismo de la convivencia pacífica, me reconcilia un poco con la persona que he sido. Las luces rojas, relucientes, me bañan por fin: las abrazo saltando, ¡todos podemos ser amigos!, y me dejo la voz ante This Life, el himno que Vampire Weekend han pergeñado con gesto despreocupado:

baby, I know death probably hasn’t happened yet / ‘cause I don’t remember living life before this / and darling, our disease is the same one as the trees / unaware that they’ve been living in a forest

cariño, sé que la muerte probablemente no ha ocurrido todavía / porque no recuerdo una vida antes de esta / y querida, nuestra enfermedad es la misma que la de los árboles / inconscientes de haber vivido en un bosque

Paso a despertar el recuerdo de esa imagen de la infancia: mi padre y yo jugando al fútbol-tenis en la arena; mi madre y yo comiendo cerezas; mi hermana y yo evitando pisar las conchas de la playa y untándonos de crema solar —nuestra ascendencia irlandesa no predijo los veranos peninsulares—. Huele el mundo al principio de las cosas, hacemos todos un surco en la playa para que el agua de la ducha desemboque en el mar. Así juntamos lo dulce y lo salado, así juntamos los dos extremos del mundo.

Segundo pensamiento: nada que no daría por unos minutos más

Cuando hablo de los amores que he perdido practico —no sé si de manera consciente, aunque me gusta pensar que sí— una estética basada en la hipérbole. Sale al escenario Sharon van Etten, vestida de negro y con esa voz que atraviesa las nubes como un alarido divino. No sé nada sobre música, lo confieso: lo único que trato de discernir es cómo la música interactúa con las cosas que pasan dentro de mí. Cuando Sharon van Etten canta Your Love Is Killing Me empiezo a quebrarme como un niño sostenido frente a una fila de ídolos. La música que ella practica tiene para mí algo de iglesia, de catedral inexpugnable; creo que al final lo único que importa es que ella sabe lo que quiere que yo sienta mientras canta, y sabe también cuáles son los códigos que yo exijo.

Esta es una puerta que trato de abrir al presente: aunque Sharon van Etten hable todo el tiempo del pasado —I used to be free, I used to be seventeen—, sus canciones están siempre cerca de una tierra que arde, que se alza en polvorines de éxtasis. Aquí está, el punto central de mi entrega devota a los sabores de un festival de música: una mujer vestida de negro alza los brazos en el medio del escenario, mis pies se levantan del suelo y puedo, por fin, cantar:

hey, man, tricks can wait / to heal my emotions / everytime the sun comes up I’m in trouble

eh, chico, los trucos pueden esperar / para curar mis emociones / cada vez que amanece estoy en problemas

***

Llevaba tanto tiempo esperando un concierto de The National que apenas puedo articular discurso a posteriori. Esta ha sido, para mí, una experiencia realmente inolvidable: al terminar la música me siento regresar a casa, en la parte de atrás del coche de mi padre, con la cabeza pegada a la ventana, justo después de haber conocido a la persona que entonces creí que sería el amor de mi vida. ¡Lo era, claro! ¡Mi vida entonces era sólo ese momento, estirado hacia la eternidad!

Mi relación biográfica con la música de Lisa Hannigan es una herida abierta; cuando ella aparece entre las vocalistas acompañantes de The National siento cómo mis órganos se desorganizan. El último álbum de la banda de Ohio funciona, para mí, como una ventana hacia todos los lugares del tiempo. Su título, I Am Easy to Find, me posiciona rápido: siempre he pensado que soy una persona accesible, que sería ridículo que alguien se sintiese intimidado por mi presencia. Tengo mis lugares, vuelvo siempre a los mismos sitios como un peregrino de mis propias emociones. Fidelizo rápido los eventos, como si mi vida no fuese más que una colección de momentos a salvaguardar. Entro por la puerta de este disco como arrastrado por las olas que batían la playa hace quince años, cuando me bañaba en el Atlántico con mi familia.

Cuando tenía dieciséis años pensaba que yo estaba a salvo de la realidad: un día le comenté a un amigo por Tuenti que lo más probable era que ni yo ni mis familiares y amigos muriésemos jamás. La muerte es una cosa propia de los demás, le dije. En cuanto a mí, todavía no he muerto. He podido comprobar, sin embargo, que mi teoría era falsa si leemos el tiempo en continuidad. Yo decido —y en esto sí que me mantengo inamovible— que era cierta: mis familiares nunca han muerto. Yo sigo teniendo dieciséis años.

En el mediometraje dirigido por Mike Mills que acompaña al lanzamiento de I Am Easy to Find, Alicia Vikander asiste al transcurso de su vida sin envejecer: todos esos acontecimientos se agolpan ante ella como una tormenta tranquila. Las personas llegan, se van, uno aprende y olvida, las fascinaciones cambian al final. Queda el registro indeleble de las imágenes: Matt Berninger salta al público encendido, exclamando the day I die, the day I die, where will we be? (el día que muera, el día que muera, ¿dónde estaremos nosotros?). Para mí, estos segundos son la inmortalidad.

Tercer pensamiento: estoy aquí, por qué no me ves

He dejado de echar la culpa a los demás.

El futuro me inquieta porque sé que puede estar lleno de cosas, pero también soy consciente de que el final formará parte de él. Creo que ese es el motivo principal por el que reverencio tanto lo que ya pasó: aquel territorio es inviolable, lo tengo controlado, todo él es un parque de comienzos en tanto el presente es continuidad. El futuro se me escapa como una bruma y eso es algo que no he sabido manejar nunca. Me da miedo, me siento indefenso y empiezo a pensar que nunca más voy a volver a verte, a ti que no sé quien eres pero siempre acabas siendo el lugar al que dirijo todas las cosas que escribo: las apilo en un recipiente sin fondo y espero que alguien las haga suyas.

Canta Robert Smith, en el corazón de Desintegration, el álbum que colocó la cima de The Cure:

I’ve been looking so long at these pictures of you / that I almost believe that they’re real / I’ve been living so long with my pictures of you / that I almost believe that the pictures / are all I can feel

Llevo tanto tiempo mirando esas fotos tuyas / que casi creo que son reales / Llevo tanto tiempo viviendo con esas fotos tuyas / que casi creo que las fotos / son todo lo que puedo sentir

No sé lo que van a traer los días que me faltan por vivir. La música de The Cure suena como las estrellas cascabeleando, desciendo por sus éxitos como un niño por un tobogán. Siento que este momento se está agotando, que otro festival de música se extingue y que mi juventud está cada vez más cerca de acabarse. Observo el cielo negro y veo parpadear al verano. Siento que este sea el final de una crónica y que, sin embargo, nada vaya a terminarse por el momento. Todo ha sido en vano, al final todo ha sido en vano. A lo lejos, en la bruma del pasado que dejo atrás, mi propia figura se mueve tapizada por la magia grave de Robert Smith. Y sigo así: whatever words I say / I will always love you (diga las palabras que diga / siempre te querré).

***

El pensamiento que me devuelve a mi lugar de origen aterriza en mi cabeza en medio de uno de los últimos conciertos del festival. Sobre el escenario del Mad Cool está Robyn, vestida de brillante violeta sobre un fondo blanco de algodón. Sus movimientos —perfectos, proporcionados, absurdamente exactos— me generan dudas sobre el hecho de que ella y yo pertenezcamos a la misma especie. La cosa se humaniza pronto, en cualquier caso: Robyn empieza a cantar Dancing On My Own y derramo la última gota, expulso la inquina última de mi cuerpo en un torbellino de expiación. Me pongo de rodillas, finjo tocar la batería, aprieto los párpados y el mundo es un círculo que me centrifuga, que me devuelve a todos los momentos de amor, a todas las tardes de playa, a las noches volviendo a casa pensando en la belleza.

Cuando volé por primera vez en avión sólo pensaba en lo bonito que sería haber compartido ese momento iniciático con la persona a la que amaba. La primera vez que estuve en un festival de música, hace ya más de cinco años, pensé lo mismo. Todo lo que hacía me devolvía a esa idea de duplicidad, al anhelo de la felicidad compartida. Busco ser feliz, desde niño, con insistencia. Llevo años con las manos alzadas, gesticulando con desesperación en busca de una luz verde. Como en la playa hace quince años, corriendo solo por las dunas, hoy vuelve a latir en mí la posibilidad de que esta felicidad del presente quizá pueda alargarse para siempre. Igual que en todos los momentos álgidos de mi vida, estiro el tiempo en mi memoria buscando eliminar los rastros del rencor. Puede que al final sea todo en vano, pero mientras no llegue el final, vamos golpeando las ventanas.

Estos días he sido feliz; lo he decidido: estos días no se van a acabar nunca.

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Adrián Viéitez

Periodista cultural y estudiante de filosofía. Profesor de poesía contemporánea en el Máster de Periodismo Cultural de la USP-CEU. Antes, en la sección de cultura de El País, La Voz de Galicia, Radio Galega, Jot Down o en el Festival Márgenes. Coordinador de la antología 'Árboles frutales' (Ed. Dieciséis, 2021) y autor de los poemarios 'tratado sobre tu nombre' (Ed. En el mar, 2021) y 'Alta Escuela Musical' (Ed. Dieciséis, 2022).

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