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Aproximaciones imposibles a James Rhodes - Zenda
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Aproximaciones imposibles a James Rhodes

Este joven pianista tímido y flaco, repleto de tics, pelo revuelto y gafas de concha se encoge como un caracol cuando desliza las yemas de sus dedos sobre el teclado, las presiona sin piedad cuando Beethoven se lo pide o parece que escarbara el sonido acercando los ojos a menos de un palmo del teclado...

Este joven pianista tímido y flaco, repleto de tics, pelo revuelto y gafas de concha se encoge como un caracol cuando desliza las yemas de sus dedos sobre el teclado, las presiona sin piedad cuando Beethoven se lo pide o parece que escarbara el sonido acercando los ojos a menos de un palmo del teclado en los pianissimos.

James Rhodes sale a escena con zapatillas de suelas y borde blancos, sudadera oscura con las letras Chopin en semicírculo también en blanco (o camiseta de mangas cortas y rayas azules horizontales, según) y vaqueros. Luego mira al fondo del auditorio, a un lado, al gallinero, se frota las manos, se rasca la cabeza, se mueve de un lado al otro del escenario y empieza a hablar como pidiendo perdón.

"Rhodes intenta convencer con la pasión del converso lo fácil que puede ser tocar una pieza (“en sólo seis meses”) para que salgamos corriendo en busca de un profesor."

A Rhodes, un londinense judío a punto de los 42, la música le salvó (literalmente) la vida y ahora lo pregona en conciertos, como el del Price de Madrid del pasado domingo (donde a cientos de veinteañeros y no tanto nos descuadernó). No sé si tú/usted sabe que fue violado un día y otro también desde que tenía seis años hasta que consiguió llegar a los once, maltrecho, con la espalda desecha por el peso del cuerpo de aquel profesor de gimnasia que se aliviaba en él. Fue internado en un psiquiátrico y confiesa que fue alcohólico y drogadicto, se intentó suicidar cinco veces y perdió la custodia de su hijo. Esto se cuenta, sin exageración alguna, en la contraportada de Instrumental. Memorias de música, medicina y locura (Blackie Books), un libro que está sacudiendo la conciencia de medio mundo por lo descarnado de las descripciones y por la inmensa  gratitud que le debe a Bach, Johann Sebastian Bach.

Entre pieza y pieza, James Rhodes explica cuando actúa por qué ha elegido la Fantasía en fa menor opus 49 de Chopin o un preludio de Rachamaninov. Intenta convencer con la pasión del converso lo fácil que puede ser tocar una pieza (“en sólo seis meses”) para que salgamos corriendo en busca de un profesor y afrontar la vida con menos pavor, como si del piano surgiera una luz que nos cogiera de la mano o un somnífero que nos consolara con un sueño profundo y laxo.

Rhodes se sienta oblicuo a los espectadores tras dejar las gafas sobre una esquina del piano y el micrófono en el suelo. Parece como si hubiera preferido tocar de espaldas para aislarse mejor; pero alguien le ha terminado convenciendo de que eso no es posible, que buena parte del público se sentiría molesto. “Vale, pero ni lo uno ni lo otro, medio de perfil “. Porque Rhodes (que así se le conoce) habla así, y escribe también así, no con descuido sino con giros coloquiales en plan “Mozart mola mazo”. Tal y como quiere que nos acerquemos a la música, sin reverencias. Y el público, mayoritariamente joven, cómplice a rabiar, se ríe, lanza varios “Uhhhh” y él vuelve a sonreír más tímido todavía. Muchos (más de los que debiera) no reprimen las ganas de hacerle fotos en medio de la Chacona de Bach (la pieza que le deslumbró y con la que todo comenzó) y así evita los cabreos de William Christie, como cuando sonó un móvil en medio del Mesías de Haendel  el pasado 21 de diciembre en el Auditorio Nacional mientras él dirigía a su orquesta, Les Arts Florissants, O los de Daniel Barenboim y sus ya tres legendarias razones entre bromas y veras: “No se pueden usar los móviles porque: uno, está prohibido; dos, porque me molesta, y tres, porque mientras usted hace la foto no puede aplaudir”.

Rhodes no va por ahí, no nos hace esperar. No se acerca o se aleja el banco al piano una y otra vez, ni flexiona los dedos, ni luego aspira aire y concentrándose en el más allá desciende hasta las 88 teclas. No. Se zambulle en el agua pensándoselo una sola vez. Él no es de aspavientos. Entiende la música con naturalidad. Compara a Goya y a Beethoven mientras deambula por el escenario, juguetea con un botellín de plástico con agua, cuenta anécdotas, sonríe, se vuelve a rascar la cabeza y mira parapetado tras sus gafas hacia ese ente que conocemos como público y que conoce al dedillo todos sus avatares.

"No he sabido contar mejor que el arte puede que no nos salve, pero nos alivia. Como una metáfora de Lorca."

Ahora, mientras escribo, escucho su Preludio número 4 de Chopin bajado (y subido por él) en YouTube, y luego la versión del maestro Sokolov. No seré yo quien discierna las diferencias pero lo cierto es que me he acercado a ese pequeño zafiro buscando en la Red composiciones interpretadas por Rhodes apenas cuatro horas después del concierto del domingo. Eso es lo que ese chaval con el dorso de la muñeca izquierda tatuado pretendía.

Hay quien te contagia o quien te hace rechazar la literatura o la pintura. Hay siempre un profesor, que no suele ser de gimnasia, que te hace temblar cuando lees a Proust o palidecer ante los claroscuros de Caravaggio. Más vale; si no estás perdido en el marasmo del trabajo, de la repetición de las noches sin fondo, en el desbarajuste de las mañanas ruidosas.

No he sabido contar mejor que el arte puede que no nos salve, pero nos alivia. Como una metáfora de Lorca. Después, como si todo diera un poco igual. Como si el metrónomo del alma latiera en otro compás. Más hermoso. Quizá humano.

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Manuel Llorente

Periodista, redactor jefe de Cultura de El Mundo. Autor de dos libros de poemas: Desmesura y Si la palabra fuera un espejo. @llorente_manu

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