Foto: Lisbeth Salas Héctor Abad Faciolince tiene un secreto que no ha revelado ni siquiera en sus diarios: la Ritalina. Se la recetó un psiquiatra para aumentar su capacidad de concentración y, desde que la toma, escribe así como poseído por el Diablo. Es el fármaco que toman los niños con déficits de atención, y cuenta la leyenda que el químico italiano Leandro Panizzon le puso ese nombre en honor a su esposa, que se llamaba Margarita y que quería jugar al tenis. Aquella mujer tenía la tensión baja, y su marido se encerró en el laboratorio hasta que encontró la fórmula que habría de potenciar el revés de su señora. Luego, durante la década de los 60, los estadounidenses descubrieron que el fármaco también aumentaba la atención de los niños y, como corría la época de la Guerra Fría y necesitaban que el talento saliera a flote, añadieron Ritalina al menú de las escuelas. Evidentemente, llegaron a la Luna antes que los rusos. Hoy se conoce a ese medicamento como «la droga de los matemáticos» y, bueno, a lo largo de su historia ha conseguido que Margarita ganara partidos de tenis, que Neil Armstrong diera aquel pequeño paso para el hombre pero gran salto para la etcétera y que Héctor Abad Faciolince escriba novelas de primera.
Lógicamente, lo del consumo de Ritalina no es algo que el colombiano vaya contando por ahí y, cuando le preguntan por su método de trabajo, prefiere explicar que se levanta a las siete de la mañana y que media hora después ya está aporreando el teclado. En su despacho hay una ventana con la cortina siempre echada, porque Faciolince no quiere distraerse con el pasaje, y sólo se levanta de la mesa para comer una pieza de fruta y volver a ponerse manos a la obra. Tiene un par de escritorios, uno al lado del otro, porque escribe dos libros a la vez, a poder ser de tonos muy distintos, normalmente uno oscuro y el otro más luminoso. Lo hace para que ninguna de las dos emociones —la tristeza y la alegría— se adueñen de su espíritu, y cuando percibe que el ánimo se decanta hacia alguno de los lados, cambia de documento y se queda tan ancho.
Faciolince no usa zapatos ni calcetines, porque dice que le molestan. Prefiere trabajar con las sandalias Birkenstock puestas y a veces ni siquiera eso. Vive en Medellín, un lugar en el que predominan los 20-24º centígrados, un calorcito que el autor considera «la temperatura del Paraíso» y que le anima a ir cada mañana a nadar un rato. A las doce del mediodía, el escritor se pone los zapatos, coge la bolsa de la piscina y sale de casa en silencio. Durante el trayecto hasta el gimnasio, le acompañan Machado, Quevedo y Dante. Los vecinos lo ven caminando y no reparan en que está recitando poemas entre dientes. Lo hace porque le relaja, porque los versos matan el aburrimiento, porque le permiten olvidar lo que está escribiendo. Y quién sabe si esos poemas imprimen también el ritmo de las brazadas que da en el agua.
El caso es que a la una ya vuelve a estar en casa, donde almuerza algo, se pega una siesta y vuelve al trabajo, aunque a partir de esa hora ya solo dedica el tiempo a la traducción, al periodismo o a lo que haga falta. Las tardes son para asuntos «más burocráticos» o para leer un rato, y las noches para descansar. Porque Faciolince no quiere «encarretarse»’, que es como los colombianos llaman a la acción de obsesionarte tanto con una cosa que ni dormir puedes luego. A este escritor le gusta madrugar más que trasnochar y sabe que, si se pone a escribir después de cenar, no habrá fuerza capaz de meterle en la cama.
Ya hemos dicho que Héctor Abad Faciolince consume la «droga de los matemáticos», y no hemos recuperado esa expresión sin tener un motivo. Y es que a este escritor le obsesionan las ciencias exactas. Las menciona a menudo, y no oculta que envidia a los científicos que, después de desarrollar un teorema o de solucionar una ecuación, se van a dormir con la seguridad del trabajo bien hecho. A los novelistas eso no les ocurre; nunca están seguros de la calidad de sus textos, no tienen forma de saber si han acertado en la elección del estilo, siempre queda la duda de haber tirado años de trabajo a la basura. En literatura no hay resultados concretos, y ni siquiera sirve la opinión de los críticos. A Cervantes le dijeron que su Quijote no valía nada y a Shakespeare lo llamaron mediocre. ¿Cómo saber, entonces, que no estamos perdiendo el tiempo? ¿Cómo vivir con esa incertidumbre? ¿Cómo continuar adelante si ni siquiera podemos fiarnos de los aplausos?
Faciolince se atormenta tanto con estos dilemas que a veces cae en crisis. Le ocurrió entre 2008 y 2014, la época comprendida entre El olvido que seremos y La Oculta, y todavía hoy se estremece al recordarlo. Estuvo bloqueado durante seis años, y su desesperación llegó a tal punto que en cierta ocasión, habiendo viajado a Madrid para participar en un congreso de literatura, se quedó mirando las vías del metro. No pasó de ahí, pero no ha conseguido olvidar el momento. Por suerte, la inspiración volvió al cabo de un tiempo y sus novelas reaparecieron en las librerías. Contamos esto para justificar que Faciolince haya pasado en algún momento de su vida por el psiquiatra. Y es que no queremos que dé la sensación de que se puede tomar Ritalina sin la supervisión de un experto. De hecho, daremos un consejo a los lectores de este artículo: si alguno está pensando en probar ese medicamento, más vale que recuerde que Cervantes era manco y no por eso los aspirantes a escritor andan por ahí cortándose el brazo.
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La última novela de Héctor Abad Faciolince es Angosta (Alfaguara, 2020).
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