Foto de portada: Diego Lafuente
Primera consideración de Manuel Vicent: el que se sienta ante el ordenador cuando le sobreviene una idea es claramente un escritor dominguero, y al que le sobrevienen las ideas cuando ya está sentado ante el ordenador es un escritor profesional. Es más, hay que evitar a toda costa el comportamiento dominguero: prohibido llevar encima un cuaderno para anotar las ocurrencias que tengamos en la calle, prohibido dar la turra a los amigos con las menudencias de nuestro proyecto, prohibido pensar en la novela cuando se está ejerciendo la vida.
Tercera: toda idea mala se convierte en buena gracias a la presión del tiempo, motivo por el cual es aconsejable tener a alguien, preferiblemente a un editor, que nos espolee a poner el punto final al manuscrito. A esto lo llama Manuel Vicent «utilidad marginal del tiempo». En economía, la «utilidad marginal» de un determinado producto es el aumento o disminución del beneficio que obtenemos al consumir una unidad más del mismo. Un ejemplo: el provecho que nuestro organismo saca de ingerir un único plátano es mucho mayor que el que saca al comerse el décimo. Por tanto, en literatura, y siempre según el autor valenciano, la «utilidad marginal del tiempo»’ sería el provecho que un escritor deriva de la jornada laboral a medida que el calendario avanza y la fecha de entrega se acerca. Cuanto menos tiempo más producción, y lógicamente lo mismo a la inversa. Pero esta ley no solo afecta a la cantidad de páginas que uno cierra a lo largo del día, sino también a la calidad de las mismas. Porque a menor plazo de entrega mayor creatividad en la mente del escritor. Y esto es cierto.
Cuarta: el perfeccionismo puede ser paralizante, pero también energizante. Manuel Vicent siempre tiene la sensación de que alguien escribió en el pasado lo mismo que él está escribiendo en el presente, y de que encima lo hizo mejor. Evidentemente, esto le lleva al permanente convencimiento de que su trabajo es absurdo, de que está perdiendo el tiempo y de que podría estar haciendo cosas mucho más divertidas. Por suerte, la fecha de entrega acordada con el editor (véase la tercera consideración) hace que siga avanzando y, final, que termine el libro. Si no estuviera acorralado por ese deadline, es posible que se pasara un año, un lustro o una década arreglando el mismo párrafo y que, por tanto, no publicara ni siquiera un artículo. Ahora bien, el perfeccionismo no siempre es algo negativo, porque también es la mejor escuela de estilo que un autor pueda tener. Manuel Vicent recuerda que cuando escribía a máquina no soportaba las erratas en el folio. Si se pasaba una hora rellenando una cuartilla con palabras y más palabras, y en la última línea golpeaba una tecla equivocada, haciendo que por ejemplo pusiera «caxa» en vez de «casa», le invadía tal oleada de angustia que no podía más que sacar la cuartilla del rodillo, ponerla sobre la mesa y transcribirla de nuevo entera, ocurriendo en muchas ocasiones que se le volvía a escapar un dedo hacia el final de la copia y que tenía que repetir por tercera, cuarta o hasta quinta vez la acción, ralentizando enormemente el proceso creativo, pero al mismo tiempo incrementando la calidad del texto, ya que con cada nueva versión el párrafo mejoraba un poco, hasta llegar el momento en que era prácticamente perfecto.
Y quinta y última anotación: no hay que obsesionarse con el horario de trabajo. Vicent invierte dos horas por la mañana y una por la tarde, y si alguien considera que la suya es una jornada breve es porque comete el error de pensar que cuantas más horas se trabaja mejor es el resultado. De hecho, de todos es sabido que España es uno de los países europeos en los que más horas invertimos en eso de ganar el sustento, y sin embargo no es ni de lejos el que tiene un mayor rendimiento.
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El último libro de Manuel Vicent es Retrato de una mujer moderna (Alfaguara).
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