Foto de portada: Anna Serrano
Manuel Rivas supera los bloqueos emulando los andares de Charlot. No es broma, lo hace de verdad. Coloca los pies en posición de bailarín, talón contra talón y puntas hacia fuera, y avanza por el pasillo de su casa a pasos cortos y rápidos, tal y como hacía Charlie Chaplin en las películas protagonizadas por su personaje más famoso.
El segundo aspecto lógico en eso de ir por el pasillo haciendo de Charlot tiene que ver con la creencia de que los escritores deben recuperar la única herramienta que, alcanzado el siglo XXI, justifica su trabajo: el sentido del humor. En otras épocas la literatura estuvo relacionada con lo sagrado, con lo mundano y hasta con lo moral, pero los tiempos han cambiado y hoy solo puede ser ya vinculada con la ironía, la broma y la carcajada descomunal. Y nada como reírse de uno mismo para recuperar las ganas de escribir. Nada como desacralizar el oficio para volver a respetarlo. Nada como imitar a Charlie Chaplin para abandonar esa idea absurda de que estamos haciendo algo superior.
Y si esta práctica imitativa no funciona, tal vez convenga cerrar los ojos y dejar que sean nuestros propios personajes quienes nos digan qué debemos hacer. Según Rivas, es en la conexión entre el escritor y sus personajes donde nacen los relatos, motivo por el cual todo autor que se precie, absténganse los de macrogranja (sic), ha de ser capaz de conversar, de conversar literalmente, con sus creaciones; y si no lo es, que abandone la historia en la que trabaja —puede que incluso la profesión— y busque otra cuyos protagonistas tengan a bien cuando menos dirigirle la palabra. A él le pasó con Los libros arden mal: llevaba varios centenares de páginas escritas y las fuerzas empezaron a flaquear. Pensó en aparcar la novela, meterla en un cajón y ya se verá, pero los personajes golpearon el techo de papel bajo el que viven y suplicaron que no los abandonara en el foso del olvido, que no despreciara todo lo que le habían contado hasta el momento, que no les negara el derecho a existir, y la inspiración regresó.
En cuanto a la jornada laboral, Manuel Rivas no puede decir cuántas horas dedica al día a la escritura porque nunca piensa en su forma de trabajar, igual que tampoco piensa en sus pulmones y sin embargo respira sin parar. De lo que sí que es absolutamente consciente es de la actitud que mantiene ante el mundo desde que se levanta hasta que se va a dormir. Y es que, a su entender, la boca de la literatura (sic) se manifiesta constantemente a nuestro alrededor, ya sea a través de una nube de estorninos, ya de una gota de tinta sobre el papel, y la función del escritor es percibirla, capturarla y entregársela al lector transformada en algo que le haga vibrar. Ahora bien, para captar esos mensajes que el mundo lanza, uno debe tener una visión panteísta de la realidad. Una mirada y un oído panteístas que capten los mensajes de corte literario que el entorno envía sin cesar. Manuel Rivas adquirió ese don de pequeño, cuando iba por la calle con su cara de niño pasmarote (sic), y ha tenido la suerte de no perderlo. La suerte… o, mejor dicho, el entrenamiento.
Y una última curiosidad sobre el método de trabajo de este poeta, periodista y narrador: después de escribir a mano el primer borrador de su novela, lo pasa al ordenador, lo imprime y desenfunda una estilográfica para someterlo a la primera corrección. Durante las siguientes semanas, tacha, desplaza y altera párrafos sin parar, y añade también inserts que empieza a escribir en el margen izquierdo del folio impreso y que en ocasiones crecen tanto que acaban colándose por el interlineado hasta alcanzar el margen derecho y crecer en ese otro lado hasta el punto final. Y estas frases, estas frases de letra diminuta que se convierten en puentes tendidos entre dos orillas, que unen la realidad del mundo existente a diestra con el del mundo también existente a siniestra, que convierten la cuartilla en una habitación con dos puertas, esas frases, decimos, son como los zapatotes de Charlot, que están en un sitio y en su reverso a la vez.
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El último libro de Manuel Rivas es La tierra oculta (Alfaguara) y el último poemario Lo que queda fuera (Cuatro Lunas).
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