Foto de portada: Foto: I. Montero Peláez
A finales de la década de los 60, en aquel Madrid herrumbroso de franquismo y colmado de potaje de garbanzos, todavía estaba de moda escribir en los cafés. Imaginen la escena: tres o cuatro autores repartidos por las distintas mesas de un mismo local, con sus folios extendidos sobre el mármol y sus cigarros de liar pinzados en las muescas de los respectivos ceniceros. Las cabezas, por supuesto, apoyadas en una mano, y unos lápices más cortos que el pulgar de un niño entre los dedos de la otra. De vez en cuando, los letraheridos se miraban entre ellos. Lo hacían de un modo esquivo, podría decirse que rencoroso, todos pensando que los otros frecuentan ese establecimiento tan solo para dejarse ver. Y es que, en aquel tiempo de tertulias en decadencia y censores a las puertas del paro, un escritor que quería medrar no sólo debía de entregar un buen manuscrito a su editor, sino que además había de mostrarse ante el mundo en permanente actitud intelectual. Tenía, en definitiva, que posturear.
Cuando era joven, Manuel Longares se sumó a la costumbre de trabajar a la vista de sus colegas. Cada mañana, después de desayunar y de apretarse la corbata, cogía sus bártulos y se dirigía a una de esas cafeterías con solera literaria que tanto abundaban en el centro de Madrid. Allí escribía durante un par de horas y, cuando volvía a su apartamento, releía esas páginas y se desesperaba. Siempre eran textos sin pies ni cabeza, borradores que inevitablemente habría de tirar a la papelera, las típicas páginas que no darías a leer ni a tu peor enemigo. Fue en aquel tiempo cuando España entendió que eso de escribir en los bares sólo servía para ligar. Y la práctica cayó en desuso. Desde entonces, los autores trabajan en casa, al menos los que se toman en serio el oficio, y muchos desconfían de los que dicen que pueden escribir en cualquier lugar.
En la actualidad, Longares construye sus novelas en su propio dormitorio. Ha instalado el ordenador en una mesita situada junto a la cama y por las mañanas tarda menos en sentarse a escribir que en ponerse las zapatillas. Nunca ha necesitado una habitación propia ni tampoco un rinconcito en el salón, y le basta una pequeña biblioteca con libros de gramática y diccionarios de la lengua para levantar su propia obra. No hay a su alrededor ni fotografías de escritores, ni estilográficas con plumilla de oro, ni libretas de tapa dura. Sólo el portátil y la cama todavía por hacer.
Longares se pone a escribir a las ocho de la mañana y lo deja tres horas después. Dice que la cabeza no le da para más e incluso asegura que, de esos 180 minutos que dedica a la creación, sólo quince son realmente útiles. Se trata de un cuarto de hora de iluminación absoluta que no se da ni al principio ni al final de la jornada laboral, sino en un momento indeterminado, puede que a las 08:30, a las 09:18 o las 10:42, en el que, de repente, el autor entra en un estado de lucidez literaria que le permite, no sabe muy bien por qué, generar un párrafo que casi roza la perfección. Y todo en un cuarto de hora, quince minutos de oro, el ratito que justifica todo el trabajo de hoy. Durante el resto del día, Longares piensa en la novela, pero no de un modo activo, sino de la misma manera en que un afectado de trocanteritis piensa en su cadera: más como una molestia con la que quiere ya terminar que como una alegría que hace más agradable eso de vivir.
Las novelas de Longares nacen de una atmósfera y de una frase inicial que se va alargando y retorciendo y reescribiendo hasta alcanzar el punto final. En cuanto a la atmósfera, bueno, la atmósfera es algo que sale del interior, una especie de manifestación por escrito de la propia personalidad, un ritmillo que uno lleva dentro y que sólo sale a relucir durante el proceso creativo. Una cosa que, además, nunca hay que traicionar. Longares lo hizo en cierta ocasión, cuando, después de publicar dos novelas de corte experimental, escribió una tercera de talante realista para agradar a su editor. Le salió mal, claro, y nadie la quiso comprar. La travesía del desierto que el narrador tuvo entonces que afrontar, depresión y exilio interior incluidos, duró siete años, y sólo terminó cuando otra editorial le dio una segunda oportunidad y el madrileño retomó su obra ahora ya por siempre experimental. Juró que nunca más volvería a venderse a las tendencias del mercado y hoy aconseja a los jóvenes que jamás, bajo ninguna circunstancia, escriban al dictado de lo que dice un editor. Porque esto de crear es muy parecido a eso otro de enamorar: sólo lo conseguimos cuando nos mostramos de verdad.
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La última novela de Manuel Longares es La escala social (Galaxia Gutenberg).
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