Foto de portada: Cecilia Orueta
Dice Julio Llamazares que escribir no es un oficio. A lo sumo, una vocación o una pasión, puede que incluso un privilegio, pero ni mucho menos un trabajo. Porque, para que lo fuera, tendría que implicar sacrificio o sufrimiento, algo así como jugarse la vida bajando a la mina a diario, recogiendo patatas bajo un sol de acero o soportando temporales en caladeros mar adentro. Y nada de eso le ocurre a un escritor. Salvo en su imaginación, claro.
Pero Llamazares no sólo considera que lo que él hace no es un trabajo de verdad, sino que también anda convencido de que tampoco lo es para los demás, familiares incluidos. Porque le ocurre a menudo que alguien le llama por teléfono para proponerle un plan y, cuando él se excusa alegando que se encuentra en pleno proceso creativo, el otro le responde que, ¡hombre!, tampoco pasará nada si interrumpe lo que sea que esté haciendo para tomar un café. Llamazares tiene sesenta y seis años y lleva treinta publicando, y aun con eso su entorno sigue sin tomarse en serio su labor. ¿Por qué? Pues porque en este país todavía hay quien supone que la vida de escritor consiste en rascarse la barriga. Y así nos va el tema cultural.
Por todo esto, Llamazares tiene claro que el auténtico trabajo de un fabulador no consiste en enlazar oraciones, ni en indagar en la condición humana, ni tampoco en buscar metáforas que sinteticen el mundo, sino en conseguir que le dejen en paz. En eso invierte las horas un escritor: en alcanzar cierto grado de la tranquilidad. Y, para explicar a qué se refiere con esta afirmación, pone un ejemplo: imaginen al director de una orquesta que interrumpe la pieza que los músicos están tocando porque un espectador ha entrado a deshora en el auditorio, y que no retoma la partitura hasta que el recién llegado ha tomado asiento en su butaca. A todos nos resultaría insólito, puede que incluso hubiera quien soltara un sopapo al impuntual, y sin embargo nadie ve anormal interrumpir a un escritor que, como le ocurrió a Llamazares mientras componía Luna de lobos (1985), lleva horas tratando de sentir el frío, la soledad y la desesperación que debían de experimentar los guerrilleros que se refugiaron en las montañas cántabras durante la Guerra Civil. El autor se esforzó por sumergirse mentalmente en aquella realidad con el único objetivo de conseguir que el lector hiciera lo mismo al abrir el libro, pero cada vez que alguien le importunaba era brutalmente expulsado de un universo al que, horas después, se veía obligado a retornar.
Evidentemente, y harto de tanta distracción, Llamazares se puso a escribir por las noches. Dice que es el único momento del día en que nadie le molesta, en que nadie le interrumpe, en que nadie le aparta de la realidad. Normalmente toma asiento frente al ordenador a las doce de la noche y alarga su labor hasta las tres, las cuatro o incluso las cinco de la mañana. Asegura que una hora nocturna cunde por dos diurnas y que, cuando la oscuridad cae sobre la ciudad, la inmersión en esa otra realidad llamada ficción es mucho más profunda que cuando el sol lo ilumina todo.
La «línea de concentración» que le otorga la noche es lo que le permite escribir. Así y todo, no estamos ante un autor torrencial que vomite sus historias en un corto espacio de tiempo y que después las corrija durante meses, años o incluso algún que otro lustro, sino ante uno que trabaja por fragmentos, esto es, que imagina, escribe y corrige una única escena con primor, y que no salta a la siguiente hasta que ha dado totalmente por terminada la anterior. Tanto es así que podría enviar directamente a imprenta cada uno de los fragmentos que da por finalizados, porque ya nunca volverá sobre ellos, ni siquiera cuando haya terminado la novela. Ahora bien, para que nos hagamos una idea del esfuerzo que conllevan esos párrafos, baste decir que, si Llamazares todavía usara máquina de escribir, por cada folio mecanografiado habría cien en la papelera.
Como cabe suponer, esta forma de trabajar imposibilita que planifique las novelas, puesto que el contenido de cada escena cambia tanto durante el proceso de corrección que resultaría imposible anticipar qué pasará en la siguiente. De hecho, a Llamazares le gusta compararse con un explorador que se va abriendo camino por la selva a machetazos y que nunca sabe qué oculta el follaje que tiene delante. Por eso desconoce qué ocurrirá en la siguiente página, así como cuánto queda para alcanzar el final del libro. Él simplemente escribe y, de pronto, descubre que ha llegado a la última página. Todo igual que le ocurre al explorador que, tras apartar la maleza con ambas manos, encuentra un templo alzándose majestuoso en medio del claro. Un templo que, en realidad, ni siquiera buscaba.
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El último libro de Julio Llamazares es Primavera extremeña (Alfaguara, 2021).
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