Foto de portada: © Kike Mora (Lisboa 2021)
Irene Vallejo está tan ocupada que no tiene tiempo para leer. Las conferencias, las entrevistas y, en general, los actos promocionales no le dejan un segundo libre y, cuando llega a casa después de una semana viajando por el mundo, solo quiere descansar. Pero hay un problema: esta mujer sabe perfectamente que para hablar primero hay que pensar y que para pensar primero hay que leer, y como últimamente se pasa el día hablando por los codos, teme que su discurso —e incluso ella misma— se quede de pronto vacío.
Vallejo anhela el momento de volver a la rutina. Está disfrutando del éxito, por supuesto, pero ya empieza a tener ganas de recuperar los ritmos del oficio. Antes, cuando era una autora desconocida, tenía establecido un método de trabajo. Cuando una idea asomaba en su cabeza, lo primero que hacía era estirarse en el sofá o sentarse a la mesa, y pensar durante meses, puede que incluso durante medio año, en la historia que se le había ocurrido. La gente creía que vagueaba, pero ella le daba vueltas a la idea incluso cuando hacía las tareas del hogar, que ya dijo Agatha Christie que nada mejor para reflexionar que fregar los platos. Así pues, la zaragozana contemplaba en silencio el techo del salón, el cielo tras la ventana o los cacharros en la pica, y cuando se le encendía la bombilla, cogía un bolígrafo, abría una libreta y tomaba un apunte.
En eso invertía el tiempo de la primera fase de su proceso creativo: en pensar. Hasta que un día se daba cuenta de que ya tenía la novela construida en la cabeza. Entonces se encerraba en su despacho, despejaba una pared y la llenaba lentamente de post-its. A casa personaje le asignaba un color y, con el tiempo, el tabique se convertía en una especie de cubo de Rubik desordenado que, en realidad, era el storyboard de su novela. Y todo parecía funcionar a las mil maravillas hasta que, en el momento menos pensado, su hijo se abalanzaba sobre los papelitos y los arrancaba con fruición. Al pequeño le divertía sabotear el trabajo de la madre porque tantos colorines le enloquecían y, cuando entraba en el salón con su cargamento de papeles adhesivos, la escritora soltaba una carcajada y le decía: «Ya, a mí tampoco me gustaba esa escena».
No terminaba ahí el proceso. Porque a continuación tocaba escribir, algo que Vallejo siempre hacía de un modo segmentado. En vez de vomitar toda la novela en un corto periodo de tiempo y luego pasarse meses y más meses corrigiéndola, ella trabajaba por fragmentos. Redactaba por ejemplo una página y no saltaba a la siguiente hasta que había reescrito la anterior las suficientes veces como para darla por cerrada. En realidad, es una técnica sacada del periodismo: abordar un libro como si fuera un conjunto de artículos breves que al final el autor sólo tiene que ensamblar. Un método práctico, propio de quienes disponen de poco tiempo. De quienes saben que sus hijos les sabotearán en cualquier momento.
Antes de que el éxito le alcanzara, Irene Vallejo había decidido tirar la toalla. Había traído al mundo un hijo con necesidades especiales y se imponía sanear la economía. Había llegado la hora de buscar un trabajo serio, de olvidar el sueño de convertirse en una escritora de prestigio, de empezar una vida de médicos y desvelos. Y tan convencida estaba de que El infinito en un junco sería su último manuscrito que alargó la redacción todo lo que pudo. Se negaba a ponerle el punto final porque estaba segura de que nunca volvería a escribir y, cuando envió aquel mamotreto a la editorial, le dijeron que se había excedido tanto en el número de páginas que tendría que acortarlo. Luego llegó el éxito y el dinero y todo eso, y si antes creía que no volvería a escribir porque no podría permitírselo, ahora no lo hace porque se pasa el día hablando con desconocidos.
Irene Vallejo ya no tiene tiempo ni siquiera para leer. Pero, más tarde o más temprano, llegará el momento en que su best seller se emancipe y en que ella se vea obligada a volver a su despacho. Tocará entonces pensar, enganchar post-its y redactar fragmentos de un libro que ni siquiera ha concebido todavía. Vallejo desaparecerá del mapa y, aunque muchos lectores la añorarán, otros nos alegraremos de que esté escribiendo de nuevo. Que la falta de éxito ha acabado con la carrera de muchos autores, pero su exceso también.
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Las últimas traducciones de Irene Vallejo han sido al catalán: Algú va parlar de nosaltres y El xiulet de l’arquer, ambas en Columna.
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