Foto de portada: Álex García
Irene Solà nunca sabe de qué va la novela que ha empezado a escribir. De hecho, inicia sus proyectos tan a ciegas que no sólo no comienza por el primer capítulo, sino que tampoco termina en el último, lo cual tiene bastante lógica si valoramos que desconoce por completo el argumento de la ficción que se propone ejecutar. No se ha parado a pensar en los protagonistas, ni en los escenarios, ni tampoco en la época en la que trascurre la acción, y aun con estas carencias se sienta cada día y escribe del tirón. Y si puede hacerlo es porque hay una cosa que sí tiene: un tema a investigar.
Por ejemplo, hace algún tiempo se preguntó cómo debían de funcionar los mecanismos narrativos que permiten mostrar una misma situación desde perspectivas distintas, y las ansias de encontrar una respuesta le llevó a escribir una novela, Canto jo i la montanya balla / Canto yo y la montaña baila, que pasó automáticamente a formar parte del canon literario cuando menos catalán. El argumento de ese libro, con sus setas que hablan y sus campesinos que recuerdan y sus fantasmas que evocan, así como también su escenario principal, ese prepirineo donde se persiguió a las brujas y se ejecutó a los republicanos y se odió entre familias, no fueron elegidos por despertar un interés especial en la autora, sino por constituir el contexto perfecto para responder a la pregunta sobre la forma en que se construyen las novelas dotadas de múltiples puntos de vista. Así pues, y por resumir, se puede decir que Irene Solà escribe relatos para encontrar las claves de un tipo de asuntos que sólo se hacen visibles durante el proceso de creación literaria.
Y, como a muchas personas todo esto les parecerá un embrollo de padre muy señor mío, la propia Solà ha elaborado una metáfora que sirve de aclaración: escribir es como nadar en una piscina que, estando todavía medio vacía, se sigue llenando mientras nosotros chapoteamos en ella. Y es a medida que el caudal aumenta, con las implicaciones que esto tiene para la flotabilidad y la resistencia y otros elementos biomecánicos, que nuestro estilo mejora y que, en consecuencia, nuestro conocimiento del medio aumenta.
Evidentemente, hay autores que buscan captar la atención de los lectores saltando desde el trampolín, practicando mariposa o buceando a pulmón, pero normalmente hacen todas esas virguerías cuando la piscina está llena, es decir, cuando tienen claro el argumento de su próxima novela; y luego hay otros autores que, como Irene Solà, entienden la escritura no como la ejecución de un plan preestablecido, sino como un proceso de indagación que, pese a su vagabundeo, o precisamente gracias a él, acaba adquiriendo forma de obra maestra.
Evidentemente, no todas las preguntas que afloran en la cabeza de Solà acaban encontrando acomodo en la ficción. Hay muchas que son un callejón sin salida y que nunca devienen en novela. Pero, ya se sabe, escribir es como plantar semillas: las echas todas al surco y cruzas los dedos para que al menos germine una. Ahora bien, cuando al fin asoma una plántula en ese erial que a veces es la imaginación, es obligación del escritor cuidarla hasta que se transforme en un árbol cuyas ramas se bifurquen y trifurquen y cuadrifurquen igual que hacen las subtramas en las novelas llenas de interrogantes.
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La última novela de Irene Solà es Et vaig donar ulls i vas mirar les tenebres / Te di ojos y miraste las tinieblas (Anagrama).
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