Foto de portada: Rubén Márquez
Guillermo Arriaga confecciona listas de palabras que generan otras palabras. Me explico: pongamos por caso que el autor mexicano está leyendo una novela y va y de repente tropieza con un sustantivo cargado de ecos, derivas y resonancias. Por ejemplo, «homilía». Le parece de inmediato al escritor que sólo hay que pronunciar ese término para que la parte del cerebro encargada del lenguaje establezca millones de conexiones, así que lo anota en una libreta y sigue adelante con el libro. Pasados unos días, puede que incluso semanas o hasta meses enteros, Arriaga se queda en blanco mientras trabaja en su propia novela. De pronto no sabe hacia dónde tirar, no fluyen las ideas, no se le ocurre cómo cerrar la escena, pero no se preocupa lo más mínimo porque tiene la solución al problema: el diccionario de las palabras detonadoras. Saca entonces la libreta del cajón, pasa el dedo por encima del léxico y se detiene en un sustantivo tan evocador que le carga de nuevo el alma con esa energía llamada literatura: «homilía». Y es que no importa que un lago se seque, porque volverá a llenarse el día que llueva.
Arriaga está convencido de que los bloqueos no existen. Se lo dijo su hermana, la directora y guionista Patricia, cuando él contaba trece años y ella unos diecinueve. Sus palabras fueron: «Un bloqueo es un estado mental en el que el inconsciente procesa la información de una manera distinta con la finalidad de resolver el mismo problema». Y él se lo creyó a pies juntillas. Desde entonces, cuando no sabe qué escribir, se pone a teclear igualmente, sin importarle que el párrafo no tenga ni pies ni cabeza, poniendo en pantalla lo primero que se le ocurre, porque tiene la certidumbre de que, cuando sus dedos hayan entrado en calor y las palabras se amontonen sobre la página, las ideas volverán a fluir por el único cauce que desemboca en ese océano que es la novela.
Pero hay que tener mucho cuidado con el inconsciente, porque no solo se pone de pronto a procesar la información de un modo distinto, sino que también se divierte haciendo trampas a su dueño. Y esto es algo que se ve claramente con las repeticiones. Arriaga está convencido de que algunas palabras se quedan clavadas en esa parte abstracta del cerebro y que por eso recaemos varias veces en ellas incluso en un mismo párrafo. Es un fenómeno que le tiene francamente intrigado: ¿por qué son tan frecuentes en el primer borrador de una novela las repeticiones de términos que ni siquiera solemos usar habitualmente? La respuesta está, al menos en su opinión, en el pegamento. Hay palabras que se adhieren a nuestro cerebro de un modo obstinado y nuestros dedos insisten en teclearlas sin siquiera darse cuenta de ello. Es sólo después, al releer el texto con calma, cuando reparamos en que hemos escrito cuatro, cinco o incluso seis veces el mismo sustantivo en apenas un folio y que solo hemos dejado de hacerlo cuando lo ha sustituido otro. Las repeticiones son la piedra de Sísifo de los escritores y la única forma de luchar contra semejante condena es la corrección de estilo. Arriaga revisa sus textos de un modo obsesivo. Y si no lo creen, lean esto: transcribió Salvar el fuego ocho veces y la corrigió otras doce.
Lo de transcribir no es una broma. Estamos ante un autor que escribe siempre en pantalla, nunca a mano, pero que, cuando supera el meridiano del primer borrador de su nueva novela, frena en seco, imprime el archivo y la transcribe en otro documento. Dice que eso le ayuda a eliminar la morralla y mejorar el vocabulario, y a nosotros nos parece un truco estupendo. Pero es que resulta que luego, cuando ya ha terminado por completo la que podríamos considerar la segunda versión, vuelve a pasarla por la impresora y la transcribe de nuevo. Y así hasta un total de ocho veces. Pero no detiene ahí la cosa. Porque después, cuando el tóner de la impresora está más seco que las momias del desierto de Atacama, se pone a corregir la novela. No a transcribirla, sino a corregirla, que no es lo mismo. Lo hace hasta en una docena de ocasiones, leyendo todas y cada una de las palabras con suma atención, calibrando hasta la última coma, incluso alargando o acortando los párrafos para que no quede ninguna viuda. Y es que Arriaga opina, y en esto es contundente, que hasta la ortotipografía forma parte de eso que llamamos estilo.
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La última novela de Guillermo Arriaga es Salvar el fuego (Premio Alfaguara, 2020).
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