Foto de portada: Samuel Sánchez
Cuando Alma Guillermoprieto daba sus primeros pasos en esto del periodismo narrativo, los directores de los periódicos en los que colaboraba echaban espumarajos por la boca. Aquella joven mexicana tenía la fea costumbre de iniciar sus textos con una descripción del paisaje, una evocación del ambiente o incluso una reflexión sobre la vida, relegando la información noticiosa a los párrafos intermedios. Nadie ponía en duda que sus introducciones fueran tan hermosas como poéticas, pero, ¡hombre!, los responsables de The Guardian y del Washington Post se consideraban a sí mismos periodistas serios y, en consecuencia, no podían permitir que sus reporteros se fueran por las ramas. Así pues, cuando llegaba un artículo de aquella novata, los directores arrancaban la hoja del teletipo, descapuchaban el rotulador negro y, tras una lectura en diagonal, tachaban los primeros párrafos. Al resto de colaboradores, y como siempre ha ocurrido, les cortaban los últimos párrafos cuando entregaban originales demasiado largos para el espacio asignado. Pero a ella… a ella le robaban los principios.
Antes de lanzarse al ruedo periodístico, Alma Guillermoprieto había sido bailarina profesional, pero la danza es una profesión que no perdona la edad y, hacia los treinta años, cambió las zapatillas de media punta por los cuadernos franceses, convirtiéndose con el paso del tiempo en una de las periodistas narrativas más importantes de finales del siglo XX y principios del XXI. En sus orígenes como reportera, cubrió la revolución sandinista y la masacre de El Mozote (El Salvador), y todos esos artículos los redactó en el asiento de un coche que brincaba por alguna carretera polvorienta, en la cantina de un bar de contrachapado construido en un pueblo perdido en la selva o en la parada del autobús que habría de llevarle hasta el hotel donde le esperaba el Télex. Sí, Alma Guillermoprieto trabajó en los lugares más incómodos del planeta y hoy, cuando le preguntan por su método laboral, asegura que prefiere escribir en los hoteles. ¿Por qué? Pues porque son ambientes neutros, libres de obligaciones caseras y alejados de elementos disruptivos, y también porque le recuerdan a esos no-lugares donde escribió sus primeras crónicas.
Alma Guillermoprieto nunca ha tenido horarios laborales. Ha intentado establecerlos cientos de veces, pero siempre termina escribiendo cuando ya no puede postergar ni un segundo el envío del texto. La fecha de entrega ha sido su único calendario de trabajo y hay que reconocer que, en este punto, coincide con sus colegas, tanto con los que reciben el Pulitzer como con los que redactan los horóscopos. Guillermoprieto siempre ha respetado la hora de cierre y lo ha hecho de un modo tan estricto que, cuando le encargaron su primer libro, cometió el error de suponer que, en el mundo editorial, las cosas eran igual de inflexibles. Recuerda a sus setenta y tres años lo mucho que sufrió con el timing concedido para escribir Samba (1990) y a continuación confiesa que, con el tiempo, descubrió que los libros no se rigen por las mismas normas que los artículos, es decir, que no se entregan cuando el editor quiere, sino cuando el autor lo considera oportuno.
Alma Guillermoprieto ya no escribe a diario. Dice que ha perdido la voracidad que antes tenía y, cuando uno le pregunta por el motivo de semejante inapetencia, responde que no se debe a la edad, sino a lo que los ingleses llaman «loose your legs», expresión que sintetiza lo que le pasa los periodistas cuando, de tan acostumbrados como están a cubrir un determinado tipo de noticias —guerras, elecciones o presentaciones de libros, que también—, son capaces de predecir las respuestas que obtendrán en cada una de sus entrevistas. Este conocimiento de las rutinas del mundo, esta capacidad anticipativa respecto al futuro inmediato, esta certidumbre de que la realidad vive estancada en un eterno retorno, es lo que hace que los grandes reporteros pierdan las ganas de seguir ejerciendo el oficio y, al mismo tiempo, es lo que justifica que los jóvenes acaben desbancando a los viejos. Porque ellos, los jóvenes, se fascinan ante lo que los mayores consideran ya aburrido. Y eso, claro, los lectores lo perciben.
Guillermoprieto ha perdido la catarata de palabras que antes se precipitaban desde sus dedos. Sigue siendo una de las grandes en el periodismo narrativo porque la experiencia es un grado y porque, afortunadamente, no ha perdido la mirada. Todavía hoy, cuando viaja en el metro de Nueva York, se sorprende de que la gente lea libros; en su opinión, los personajes que pueblan los vagones, con sus caras cargadas de historias y sus ropas arrugadas de miserias, son más interesantes que la mejor de las novelas. En ese sentido, la mexicana continúa sintiéndose identificada con cierta frase que escribió su compatriota Rosario Castellanos: «Feliz de ser quien soy, sólo una gran mirada: ojos de par en par y manos despojadas». Esta oración contiene la esencia de Alma Guillermoprieto, aun cuando ya no tenga tanto interés por mostrarla en sus escritos. Porque esta mujer ha perdido las ganas. Las ganas de seguir librando una batalla, la de las fake-news, que considera que lleva mucho tiempo perdida.
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El último libro coordinado por Alma Guillermoprieto es La vida toda. Nueva crónica estadounidense (Debate, 2022).
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