Fotografía de portada: Sofía Toscano.
Alejandro Palomas se siente en ocasiones como un nuevo rico. Antes no tenía nada y ahora, bueno, ahora le sobra un poco. Evidentemente, no hablamos de dinero, sino de algo todavía más importante en la vida de un escritor: contratos editoriales.
En realidad, para entender el modo en que Alejandro Palomas se maneja a la hora de trabajar, nada como rememorar dos aspectos de su infancia y adolescencia: su forma de estudiar y sus silencios. Respecto al primero, basta mencionar que ya en el colegio era un perfeccionista de los severos. Quería sacar sobresaliente en todas las asignaturas y, cada día, tan pronto como llegaba a casa, cerraba la puerta de su dormitorio, se sentaba a la mesa y memorizaba una página por cada libro de texto. Lo hacía de un modo constante, sin excepción alguna, pensando siempre en el día en que cayera el examen y él se enfrentara a las preguntas con el orgullo bien puesto.
Esa metodología de trabajo, la de la hormiga que no descansa pero que tampoco se desloma, se trasladó posteriormente al mundo de las letras, y aunque es cierto que Palomas no está afectado por el mal del funcionario, es decir, no se pone a trabajar siempre a la misma hora ni termina a otra igual de concreta, también lo es que, cuando tiene un proyecto en mente, se encierra en casa durante dos o tres meses y regresa después al mundo con una novela terminada bajo el brazo.
De manera que Alejandro Palomas funciona a base de periodos de concentración intensos en los que escribe mucho, se alimenta poco y, sobre todo, bebe café muy frío. Tan frío que lo prepara por la noche y se lo toma por la mañana; porque el otro, el que se sirve caliente y con galletita, la da incluso un poco de asco. Y fíjense en la utilidad de este método de trabajo que su autor entrega al editor sus manuscritos no en la fecha acordada, sino varias semanas antes. Y eso, ay, eso sí que da rabia. Da incluso más rabia que tener a tu lado a un compañero de clase que saca sobresaliente, mientras que tú, en fin, tú haces lo que puedes.
El otro aspecto de su juventud que conviene rememorar es el de la aceptación de su lugar en el mundo. Ya en el colegio, sus compañeros le hicieron saber que no lo veían como a uno de ellos, rechazo que se repitió de un modo inquietantemente similar cuando irrumpió en el mundillo literario con su primera novela: el resto de escritores y no pocos periodistas —o al menos así lo percibió él— lo miraron por encima del hombro y le dieron la espalda. Palomas captó estos desprecios rápidamente, en gran medida porque ya conocía ese tipo de comportamientos, y en vez de esforzarse para caer bien, decidió aislarse y trabajar por libre, o sea, optó por escribir sin molestar ni ser molestado, sin hacer amigos pero tampoco enemigos, sin venderse a sí mismo sino a sus manuscritos. Y el resultado de esa actitud se resume diciendo que, en la actualidad, es uno de los poquísimos autores que viven íntegramente de sus libros. De hecho, tiene contratos editoriales firmados hasta 2028. De ahí que se sienta como un nuevo rico: porque fue un escritor que, por no tener, no tuvo ni amigos, y porque hoy es un autor por quien todos sienten respeto.
Ah, y un detalle más: Alejandro Palomas lleva mucho tiempo aprovechando los ratos muertos para retocar una novela, El secreto de Hoffman, de la que nunca se sintió orgulloso. Aquella ficción quedó finalista del Premio Torrevieja 2008, pero a su autor jamás le satisfizo del todo, y ahora rasca horas al día para retocarla un poquito, para mejorar esto y aquello, para aumentar la exigencia de estilo, con la intención de publicar en un futuro próximo una edición de bolsillo que sea realmente perfecta, y así irse algún día al otro mundo sabiendo que todos sus libros, desde el primero hasta el último, fueron honestos. No me negarán, pues, que Palomas sigue siendo el niño que sólo aceptaba sobresalientes en su currículum académico.
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El último libro de Alejandro Palomas es Esto no se dice (Destino).
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