La frase retumbó contundente. “Eres un cabrón, no tienes piedad”. Luego le sucedieron las lágrimas. A borbotones. De no haber sido yo el receptor del vituperio, quizá hubiera pensado lo mismo que las tres mujeres que viajaban unos asientos más adelante. Porque lo que escucharon y creyeron ver era seguro un caso de maltrato. No tengo dudas. Vi en sus ojos a la Santa Inquisición, los cuchicheos, un brazo sosteniendo a otro, “quita Puri, no te metas”.
Cuando comprobé que las esclusas de sus ojos no se iban a cerrar, me levanté, la acaricié ostensiblemente el pelo, con la esperanza de que el tribunal constatara su error. Fue en vano. Levantaron la mirada acusatoria a mi paso y aumentaron los reproches —“si es que menudo sinvergüenza, no hay derecho…”— lanzados al aire con la incontestable intención de que los cazara al vuelo.
No hice nada, cómo explicarles que el llanto desconsolado de mi mujer no era por mis actos sino por lo escrito, un retazo de mi novela que le acababa de pasar por WhatsApp. Me refugié en la cafetería del tren porque no sé qué hubiera contestando si alguna de las tres se hubiera acercado hasta nuestro sitio con el dedo alzado. Mucho menos si allí hubiera aparecido efectivamente el revisor. ¿Habrían creído las explicaciones de Teresa? ¿Habrían bastado?
Hoy cuando tecleo me da que no, que aquel día pudo acabar con una tangana como la del 96 entre Tyson y Holyfield en Las Vegas y el trayecto a Pamplona entintando las páginas del Diario de Navarra.
Eso, la apariencia, puede llevar a equívocos, la apariencia y el deseo cada vez más extendido de convertir en real lo que no deja de ser una percepción. Creo que si me hubiera levantado, ensayado sonrisa de comercial y tratado de apagar la pira donde me querían flambear difícilmente lo hubiera logrado. La decisión ya estaba tomada y era bastante más atractiva que reconocer que su buena intención era el preámbulo de un malentendido ridículo. Eso es en verdad lo que me hizo salir huyendo hacia la cafetería, convertida en burladero donde esquivar los derrotes de las reses bravas. Fue la renuncia a tratar de explicar algo que ya volaba sólo, donde la realidad era infinitamente menos atractiva que la ficción de unas hoplitas en defensa de la dama amenazada por un marido troll.
¿No les ha pasado más de una vez? ¿Mucho más desde que los censores no tienen nombre y sí nickname? Supongo que sí, que no estoy solo en esta cofradía de sentenciados ad hominem. Es peligroso incluso cuando como es mi caso, prefiero que salgan defensores de las víctimas antes que seguir en la grisura del «yo ahí no me meto».
El problema está en que se haya arrumbado el sano ejercicio de razonar, de escuchar al reo antes de acercar la tea a la pira, negarle el derecho a la réplica, a la defensa, convertirlo en más de una ocasión en el saco donde descargar nuestras frustraciones. Hay mucho de eso en el coro de graznidos tuiteros que han colonizado nuestra forma de interactuar con los demás. Ahora que los bares ya no son nuestra red social, maldita sea, lo que acontece es que todo ocurre fuera de foco, que por eso al final esas bienintecionadas mujeres creyeron ver lo que en su imaginario de mil lecturas solapadas estaba ocurriendo en aquel vagón. Renunciaron a conocer la verdad, a plantearse siquiera otra versión que no fuera la que ellas ya habían guionizado, desecharon el contraste. ¿Para qué? Es la certeza de hacia dónde vamos en un mundo en el que la verdad se vuelve incómoda cuando no cumple el primer requisito impuesto en estos malos tiempos: la apariencia vale más que la esencia.
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