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Antorcha del pasado - Beatriz Eduarte - Zenda
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Antorcha del pasado

Aun sin saber escribir ni comprender el código del lenguaje escrito, el niño Juan Ramón contemplaba la Naturaleza y hallaba en ella la Belleza consciente que nos descubrió en El tesoro: «(…) el alma se me ponía hecha un tesoro, tesoro incomprendido, radiante y dulce que se me debía trasparentar en los ojos, en el...

Es noche cerrada en Moguer. Noche invernal y fría. Noche desangelada en la que no se oye nada, salvo los primeros llantos del niñodiós que acaba de nacer y trae con ellos, sin saberlo, una savia nueva que con el paso del tiempo transformará en un «movimiento envolvente» que todavía no conoce pero que llevará por bandera: «Todo está dentro del modernismo porque todo es expresión en busca de algo nuevo hacia el futuro». Ninguno de los presentes, ni siquiera sus padres, Purificación y Víctor, intuyen que ese bebé, indefenso, débil —pues ha nacido ya enfermo debido a un bloqueo cardíaco—, que reclama calor y seno, será galardonado en 1956 con el Premio Nobel de Literatura. Y el llanto que ha despertado y alterado al pueblo, ese berrinche de recién nacido que brama contra la obstrucción que le oprime el pecho, sólo puede responder al nombre del hombre y del poeta; uno de los padres fundadores del modernismo español: Juan Ramón Jiménez Mantecón. El pájaro cantor y convaleciente. El salmón que nadó a contracorriente para sobrevivir, para no verse arrastrado por los cuerpos inertes de los peces que, sin poder evitarlo, fueron arrastrados por la tendencia, y por ello tuvo él que exiliarse a las aguas del continente americano (concretamente a Estados Unidos, Cuba, la Argentina y Puerto Rico). El río saltarín, recién expulsado del manantial y lanzado a la vida, que aprendió a bailar entre las rocas, suavizándolas con su roce y su tacto, blandiéndolas a su gusto, depurándolas —como hace el verdadero poeta, el escritor comprometido, que vuelve una y otra vez a los versos ya escritos, y los reescribe, sacándoles todo el resplandor posible hasta alcanzar la Perfección que merecen, esa perfección que su creador quiere—. Juan Ramón Jiménez, no cabe duda, nació con poesía: «El hecho de nacer, de abrir nuestros sentidos en flor al mundo, es ya poesía, patrimonio unánime, comunismo lírico. Y lo primero que vemos, nuestro lugar en la vida y lo más cercano de lo que en ella nos está esperando, son poesías, y, entonces, sólo poesía. (…) Que seamos para el mundo, desde nuestra aurora, como el río para su cauce y sus orillas, sin olvidar demasiado el necesario mar, poesía también, otra poesía».

"Zenobia era el remedio que Juan Ramón necesitaba. La cura de sus males, de los de sus apuros económicos, de los mayores pesares que respondían a su creciente misantropía"

Aun sin saber escribir ni comprender el código del lenguaje escrito, el niño Juan Ramón contemplaba la Naturaleza y hallaba en ella la Belleza consciente que nos descubrió en El tesoro: «(…) el alma se me ponía hecha un tesoro, tesoro incomprendido, radiante y dulce que se me debía trasparentar en los ojos, en el jesto, en el silencio, porque todos me preguntaban qué tenía y por qué callaba, tesoro que yo no rompía nunca jugando, que llevaba dentro de mí con miedo, en un preludio inconsciente de ternura y de armonía». Un tesoro que sólo le pertenecía a él y nunca compartía. Y aun así, seguía a su aire, procurando no salir de la ensoñación ni del Edén donde vivía, donde escuchó por primera vez las voces de las ninfas y sus risas. Esas risas, ¿de qué lugar provenían, cuál era su escondite, a qué rostro pertenecían?, se preguntaba. Y corría tras ellas, y cuanto más corría, más le pedía calma su corazón. No todavía, no todavía, le decía. Pero gracias a las visiones que tenía y a la antorcha poética que abrasaba su interior «la poesía es la antorcha que se recoje de una mano y se pasa a otra. Desgraciado del que se quede con la antorcha y del que no la reciba. La antorcha es la inspiración presente, que une la del pasado a la del futuro», conoció a Zenobia Camprubí, La llama viva. Musa, Fuego único: «En la vida que viviste por el espacio y el tiempo, / me tocó vivir contigo, estrella de los luceros. / Y todo mi vivir fue acariciado de fuego: / llama roja, oro, morada, blanca, azul, gris, negra luego. / Si no me hubieras prendido, no sé lo que hubiera hecho. / ¿Merecí arder, llama única? ¡Yo no puedo comprenderlo!»; el rostro sincero que se escondía tras las risas de sus ninfas. Y es que el encuentro bucólico entre ambos se produjo en la Residencia de Estudiantes al finalizar una de las conferencias de Manuel Bartolomé Cossío, el sucesor de quien fuera en su día maestro de Juan Ramón, maestro de todos, Giner de los Ríos. Éste, en su lecho de muerte, le reconoció a Juan Ramón que había regalado muchos ejemplares de Platero en Nochebuena: “Este año mi regalo ha sido Platero. Es perfecto. Con esta sencillez debía usted escribir siempre, pero no se envanezca”. Desde entonces, supo mantener Juan Ramón su soberbia controlada, y aquella noche veraniega de julio de 1913 en la Residencia, como si los personajes de esa otra España estuviesen representando El banquete de Platón, escuchó el poeta, humilde y prudente, esa risa que en un principio se le presentó como un eco lejano. Como un recuerdo que viene a la mente de repente y creemos tener olvidado. Teniendo en cuenta que Juan Ramón tenía un oído sensible, que no soportaba los ruidos, los golpes fuertes ni los gritos, resulta paradójico que la risa de Zenobia no fuera precisamente suave ni pasara desapercibida, más bien se hacía notar porque cuando reía, reía bien y nada le gustaba más que el sentido del humor, el desparpajo y la libertad. Ella fue una de las muchas adelantadas a su tiempo, representante de un ideal que en estos tiempos se empeñan en derrocar y tergiversar. Y como dijera en su día una compañera zendiana, María José Solano Franco, acerca de la Baronesa Wilson…Con Zenobia, pasa un poco lo mismo, y es que este modelo de mujer “sí me representa”. Una mujer feminista, amiga de otras como María de Maeztu y María Goyri, que en días señalados olvidan mencionar; liberal, independiente, escritora, empresaria, voluntaria y traductora. Miembro del comité de Becas a mujeres y de la primera asociación cultural feminista, el Lyceum Club. Una mujer nacida entre dos tierras, conocida como la americanita por ser descendiente de familia medio española, medio cubana. Una mujer que convirtió a Juan Ramón Jiménez en el hombre, poeta y escritor al que se ha recordado esta semana, y llenó de luz y vida el rostro del «niñito enfermo, triste y completamente chiflado», que siempre andaba con «cara de alma en pena». Zenobia era el remedio que Juan Ramón necesitaba. La cura de sus males, de los de sus apuros económicos, de los mayores pesares que respondían a su creciente misantropía. Y, a pesar de ello, eligió vivir y compartir su vida con él. Precisamente lo que había soñado hacer Marga Gil Roësset, la joven escultora que se quitó la vida por Juan Ramón, por no ser correspondida y aceptar en la figura del poeta ese amor que enloquece y aniquila porque no lo puede poseer. ¿Puede llamarse a ese acto, un acto de amor? Sí, sin duda. Para un artista, lo es.

"Cualquiera que lea tanto la poesía como la prosa de Juan Ramón, hallará en ella la cadencia de las notas que emergen del arpa, la tabla armónica, el clavijero"

Sin embargo, más allá de un amor desgraciado y otro más que afortunado, lo verdaderamente relevante en la biografía de Juan Ramón es lo que hizo con sus Eternidades «¡Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas!»; con sus Arias tristes o Mis Rubén Darío; con sus Meditaciones líricas, Elegías, Españoles de tres mundos, La colina de los chopos o su Animal de fondo. Con su Platero y yo, el burrito que, en efecto, existió, y no una vez, sino varias, pues tuvo a su lado varios plateros, o Plateritos, como él les llamaba; o su Laberinto: «Se han unido la hora, el piano y tu cuerpo, para hacerme morir de nostalgias fragantes… / (…) Y has musitado mi frente con la música triste de la nieve y del luto del piano y tu carne…/ con tus armas de seda, de perfume y de llanto, te daría cien almas que pudieras quitarme. / La sonata se extingue por la abierta ventana, / entra una rosa encendida de caída de la tarde, / y tus manos se abaten cual palomas heridas / y el piano parece que se tiñe de sangre (…)». Cualquiera que lea tanto la poesía como la prosa de Juan Ramón, hallará en ella la cadencia de las notas que emergen del arpa, la tabla armónica, el clavijero, el puente y el puntal, órganos principales del piano de cola, que tiene su tapa abierta, a la vista de todos, para que la melodía penetre como debe en el alma del lector que es también oyente. «Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo. Yo tengo, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo porvivir. No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin. Y lo que veo a un lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra y luz) es sólo mío, recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido», escribió en el fragmento primero de su Leyenda.

"Juan Ramón Jiménez quiso, como Javier Marías, modificar el lenguaje. Sustituyó las “g” por las “j” y nadie se sobresaltó por ello"

Juan Ramón Jiménez quiso, como Javier Marías, modificar el lenguaje. Sustituyó las “g” por las “j” y nadie se sobresaltó por ello. Ni le censuró porque, de algún modo, entendían que correspondía al carácter, a la personalidad, al estilo de Juan Ramón, cabezota perfeccionista —el «Inefable» como decía Zenobia—, que sabía bien lo que se hacía cuando reconocía que «ser poeta es difícil; querer serlo, más difícil todavía; saber serlo, dificilísimo». Pero hay que perseverar en este oficio, pues «la poesía no empieza ni acaba nunca, y un poeta es un poetizador, es decir, un revividor; un sucesivo de sí mismo y de lo mismo. (…) un poeta debe significar todo el pasado y todo el porvenir». Todo aquello que implique una renovación por y para el Arte. Integración. Armonía. Unidad. De esa forma lo entendió este poeta que bebió de Ovidio, Shakespeare, Poe, Verlaine, Mallarmé, Rimbaud, Whitman, Martí o Francis Jammes; Ortega, Rubén Darío, Valle o los hermanos Machado, con quienes se fundió, y creó el corpus de una Obra –la suya– llena de «encanto, misterio e intensidad, los tres sustantivos que yo le pido siempre a la poesía».

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Beatriz Eduarte

En la carretera. Saltimbanqui de generación en generación. Alguien dijo una vez que Zenda no era un sueño sino una realidad. Hojas en blanco y mucha tinta. @BeatrizEduarte

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