Fotos: Javier Rosendo
Antonio Carmona, el cantante de Ketama, fue quien rescató a Antonio Vega de un lío importante entrando a por él a Las Barranquillas, el gran supermercado de la droga, el lugar que fue considerado el más peligroso de Europa. Un sórdido poblado que el autor de algunas de las canciones más hermosas que se han escuchado en este país solía frecuentar. Pero no lo hacía solo, su acompañante en estos viajes era Alfonso J. Ussía.
Alfonso J. Ussía no puede esconder su árbol genealógico, que nos lleva a su padre, pero también a uno de los más importantes autores teatrales del siglo XX, Pedro Muñoz Seca, su bisabuelo. Alfonso trató en su primera novela, Cuento del Norte —les recomiendo el artículo publicado en esta misma página por María Fidalgo— la España de la posguerra, la de los maquis. Y lo hizo en formato de thriller, de western cántabro. De la clandestinidad de los montes, Ussía nos lleva ahora a la sordidez del poblado de Las Barranquillas, escenario —quién lo diría— de la vida privada de uno de los mayores talentos musicales de la España de fin de siglo. Esta narración no es inventada —aunque «La chica de ayer» sea ahora «La chica del tren»— ni surge de un trabajo de investigación, lo que leemos en sus páginas él lo ha vivido en sus carnes, durante los tres años en los que fue el asistente del creador de obras maestras como «Lucha de gigantes» y «El sitio de mi recreo».
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—»Escribe de lo que sepas». Con esa frase Ray Loriga comienza el prólogo a su obra. Durante varios años usted fue el «asistente» de Antonio Vega. Usted sabe, y mucho, del mundo de la música en nuestro país: excesos, drogas y miedo. ¿Por qué contarlo en una novela en lugar de un libro de no ficción, en unas memorias?
—Principalmente porque es el género en el que quiero trabajar como escritor. Creo que novelar un relato real hace que la historia adquiera un punto de película, una suerte de ventana que permite al lector poder entrar de lleno en esa historia. No tengo edad para escribir memorias, y tampoco quiero que la historia se vea ensombrecida con unos simples datos biográficos sobre Antonio. Es una historia mía, sobre mí, y que he querido novelar para que el lector viaje conmigo a ese Madrid tan salvaje, lleno de voltaje desde esa narración en primera persona que te permite casi tocarlo.
—¿Era necesario cerrar el círculo para seguir adelante? ¿Cómo se siente después de este «ajuste de cuentas» con el mundo de la industria musical?
—No hay un ajuste de cuentas buscado ni mucho menos. No tengo deudas con nadie en la industria musical. Lo que sí quería era dejar constancia de un retrato de un tiempo en el que se hacían las cosas de un modo distinto al de ahora, de un tipo de artistas distintos también, para bien y para mal, bajo el marco de un negocio que estaba mutando cada mes. Para mí simplemente ha sido un escenario donde aprender y en el que poder sacar punta al lápiz para escribir una novela, y poder ensuciarme la mirada un poco, porque de eso se trata creo.
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—Rock, pop, rap, trap… ¿Los excesos conocen de géneros musicales?
—Creo que ahora hay mucha más concienciación respecto al consumo de droga en la música, pero es un tremendo error, o al menos así yo lo considero, el achacarlo a ese sector en concreto, porque desgraciadamente la droga está en despachos, oficinas y camerinos, claro. También habría que tener en cuenta que la gente que se dedica a profesiones más liberales, escritores, músicos, pintores, escultores… son personas con menos limitaciones morales para experimentar. Suelen tener menos reparo a probar una u otra cosa, pero al mismo tiempo te digo que es un tema que con los años me imagino que va disminuyendo en función de tus visitas a la consulta del médico. También la información que hay ahora es muy distinta a la que había antes, y el contexto social pues casi que también, de dónde salía España y dónde entraba al mismo paso.
—Drogas y música se identifican siempre con los 80. Sin embargo, el Madrid de principios del siglo XXI que usted vivió, y que retrata en su novela, pinta igual de salvaje.
—Creo que era incluso peor, excepto la época chunga de pinchazos y señoras al suelo por tirones de bolso. Pero por eso se llevaron la droga de la ciudad al poblado, para evitar las rejillas en las farmacias y que esperasen siempre dos o tres «yoncarras» a la gente al salir del banco. Se vendía en esos pisos de Malasaña y de la Plaza de la Luna, en San Ildefonso y Chueca; el centro era un lugar jodido. Cuando se empieza a ir de las manos se lo llevan a los poblados y al extrarradio, porque de un modo u otro aceptaban que yonquis tendría que haber, pero mejor tenerlos fuera de la ciudad. Es entonces cuando comenzó esa expansión de los poblados de droga a finales de los ochenta y principios de los noventa. Lo malo de mi época es que me comí la decadencia de esos poblados que brillaban en los noventa. Por ponerte un ejemplo, Las Barranquillas, que era el más chungo, a principios de esa década tenía tres mil chabolas. A principio de dos mil, no llegaban a cien. Y eso significa que unas a otras, clanes y redadas han ido dejando a los más duros y más fuertes, y poco a poco, toda esa gente, que arrastraba todo desde finales de los ochenta y sobrevivieron a los dos mil, llegaban en condiciones muy, muy jodidas, eran unos auténticos supervivientes del continuar viviendo matándose. Por eso creo que el nivel de decadencia que vi por esos lares era más crudo y salvaje que en los ochenta o noventa.
—Al comienzo del libro, en la nota del autor, afirma que ya no se volverá a ver ese voltaje en Madrid. ¿Por qué ese afán desde los tiempos de la Movida de mitificar el pasado y negar el presente de la noche de esta ciudad?
—No es por la movida a lo que me refiero, es de hecho al primer lustro de este siglo al que hago referencia. Y es distinto por muchísimas razones: las discográficas y sus tartas, la importancia de las radios, las giras y conciertos, el tipo de artista, el formato, la autenticidad… Ahora mismo echo mucho de menos varias cosas, pero no digo que no haya talento, no. Simplemente en Vatio se retrata una forma de hacer música, tanto de la industria como de los grupos, que ya no veo. Ahora preocupa más el número de clics y esas cosas, cuando antes el problema que tenía un manager o un roadie era conseguir traer un rato al mundo de los mortales a sus artistas. Ahora van con la cartilla aprendida y el pelo preparado. También las salas, los carteles de bolos, la calidad y el hambre de los grupos eran distintos.
—En su novela hay personajes muy reconocibles. ¿Cómo han reaccionado ellos y su entorno ante su libro?
—Bien. Una de las razones de usar pseudónimos era para no ensombrecer el relato. No quiero un titular que malinterprete este trabajo, y como bien sabes, en un tema de drogas y genios la gente suele reaccionar con cierta susceptibilidad. Y es normal. Pero no se debe olvidar que en Vatio cuento mi historia, mi vida y es mi contexto, por lo que es algo que nadie me puede arrebatar. Pero por lo general no he tenido ningún problema, porque al final lo que cuento lo narro tal como pasó, por lo que tampoco tiene mucho sentido un mal rollo.
—No hay demasiadas obras que aborden de forma tan directa el lado oscuro de la música de nuestro país como Vatio. ¿Hay un código de silencio en el mundo de la noche de Madrid?
—No lo creo. Nadie oculta nada a estas alturas. Lo que no es muy habitual es que un novelista, como es mi caso, haya utilizado, entre otros mundos, el de la industria musical como material de novela. El género de la noche ha estado allí presente desde el siglo XIX, la Bohemia, generación del 27, luego el Gijón de Cela y el último de Umbral, pero posiblemente sea porque no hay muchos escritores o novelistas que hayan pasado por ese mundo. Yo antes que escritor quería escribir canciones, pero gracias a mi trabajo en la música comprendí que mi camino era la novela, donde el límite a la creación lo pones tú mismo. No hay género donde quepa tanto.
—Usted ha trabajado como A&R de Bunbury, Macaco, Dover y Camela, entre otros muchos. ¿Cuántos más «Vatios» puede escribir usted de sus experiencias personales?
—No toda la literatura o prosa la saco de historias personales. Mi primera novela, Cuento del Norte, es una ucronía ambientada en la posguerra española, en los años cincuenta, en el norte de España, que, como comprenderás, no me cogió por allí. Respecto a otros artistas, tampoco he tenido esa sensación de destete ni de peligro ni de las armas que hacen que esta novela sea tan salvaje y especial. Siéndote sincero del todo, tampoco tengo la admiración que tenía por Antonio hacia todos los artistas con los que luego he trabajado. No manejaban esos dos lados entre el cielo y el suelo, no conocí a ninguno más de una forma tan natural, tan bruta.
—En el libro menciona a otro músico que tuvo un final trágico. ¿Qué diferencias y qué similitudes hubo en las vidas, y las muertes, de Enrique Urquijo y de Antonio Vega?
—Es un tema trágico que puede asociarse a dos personas con una sensibilidad y con la atracción de una curiosidad enfermiza, como creo que ambos tenían. Ni Antonio ni Enrique eran los clásicos consumidores sino que más bien se apoyaban en eso para seguir conociendo y desvelándose sensaciones que de otra forma no podrían alcanzar. Lo de Enrique Antonio siempre lo definía como un tropezón, porque en ningún caso era un tipo que consumiera a diario caballo ni nada de eso. Enrique simplemente un día no midió bien del todo y se calló. El odiaba todo lo relacionado con ese mundo y le daba mucho miedo la gente relacionada con la droga. Lo evitaba. Antonio, sin embargo era más salvaje, llegaba donde nadie se atrevía a entrar porque él buscaba su propio camino. Su miedo no era el mismo miedo que el nuestro, siempre he pensado que estaba un poco por encima de los temores de los demás. Lo que tenían en común era la generación, la clase social, el tiempo, la capacidad para captar el alma de las cosas y de ser magnéticos y delicados.
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—A Antonio Vega parece que no le gustó demasiado el título de ese homenaje que le hicieron varios de sus compañeros, «Ese chico triste y solitario». ¿Por qué hubo ese interés en crear una imagen comercial de personaje desvalido del autor de «La chica de ayer»?
—Ese disco en concreto creo recordar que lo editó Paco Martín, uno de los grandes A&R que ha tenido la industria musical en nuestro país y un talento para los discos. No fue un título acertado y a Antonio no le sentó bien, pero estoy seguro que, fuera de polémicas, Paco y Antonio siempre tuvieron una buena relación. Se conocían de siempre, y aunque a veces se busque un poco el objetivo comercial, estoy seguro que Paco lo hizo desde el cariño y el respeto.
—Su trabajo para Antonio Vega incluía hacer de chófer en uno de los lugares más peligrosos de Europa, Las Barranquillas. ¿Cuántos viajes hizo a ese poblado de la droga?
—¿Qué cuántas veces? Buf… pues no sé, más de doscientas o trescientas…
—¿Temió por su vida? ¿En qué momento dijo «no puedo seguir jugándomela así»?
—Al principio no. Pero a lo largo del tiempo las cosas se fueron poniendo feas en el poblado. Era una putada. Porque por un lado no había otro sitio en Madrid en el que pudieses encontrar esa calidad-precio, pero por otro tampoco lo había más peligroso y con más mugre a su alrededor. Atraía a los más tirados y a los más enganchados por pureza, y eso no suele juntar a candidatos a delegados de clase, por lo que a medida que el propio poblado se iba comiendo a un clan o a otro las cuestas se hacían más empinadas, hasta que ya casi no tuve fuerzas de seguir subiéndolas. No era sólo el miedo, fue el cansancio también. Pero en el libro hay un episodio entero dedicado al miedo, donde sí cuento algún roce con el otro lado. Dejémoslo que lo descubran a los que les pique un poco la curiosidad, que es lo mejor que tiene el ser humano.
—Hay crudeza en su relato, y también cierto sabor agridulce, pero al final acaba imponiéndose la admiración. ¿Cómo es ahora su visión de Antonio Vega? ¿Qué imagen le queda del músico?
—A Antonio no sólo le admiraba, le quería de verdad. Me queda el recuerdo de un amigo, un cachondo mental que siempre estaba haciendo alguna broma fácil, un talento desbordado y un tipo que podía pasarse de pie en el local de ensayo ocho horas tocando sobre distintas bases y riffs, perdiéndose en universos de sonidos y ambientes que era imposible saber cómo habían llegado hasta allí dentro. Era un talento con patas y eso, cuando lo riegas de respeto y admiración, pues la cosa se hace eterna. Independientemente de lo laboral y de los peligros que pudiéramos pasar juntos, queda la universidad de calle y de vida que supuso para mí, y eso no se estudia en ninguna del mundo. También te puedo decir que no hay un solo día que no piense en él y le recuerde. Pero de lo que más agradecido le estoy es de la reciprocidad que recibí y de la escuela de vida que supuso para mí.
—Aparte de Polo Targo y de Andy, Madrid es el otro gran protagonista de su novela. Nos muestra su cara más dura, pero también su vitalismo a través de sus salas de conciertos —Clamores, Moby Dick, Cardamomo…—. ¿Cómo será el Madrid que surgirá después de la pandemia? ¿Hay realmente una Madridfobia?
—Nunca la habrá, porque al final Madrid está compuesto de gente de todas partes, por mucho que les joda a los de la Madridfobia. Desde luego los conciertos y las salas van a cambiar, y también está ahí un poco la nostalgia del libro, de aquellos lugares que apenas tienen ya cabida en Madrid. Rockola es un supermercado, Jácara el lobby de un hotel, Clamores el año pasado murió Germán, su dueño y alma… Pues no sé qué será de aquella sala, en la que a principio de dos mil —daba igual que fuera martes o domingo— sabías que tocaba alguien, y alguien bueno. A eso me refiero con que es un Madrid que no va a volverse a ver. Antes había tantos sitios donde ir…
—La industria musical de nuestro país suele situarse a la izquierda cuando se menciona la política. Incluso algunos, como en el caso de Russian Red, han sido criticados cuando han manifestado una posición más conservadora. ¿Cuánta ideología hay en el mundo de la música en nuestro país? ¿Es real o solo una pose para no ser señalado?
—No me gusta la política y mucho menos la gente que la instrumentaliza para, de un modo u otro, influir en sus seguidores con sus propias ideologías. Eso me quita las ganas. Yo leo a alguien o escucho a alguien porque me gusta lo que hace, no por lo que piensa. Mal rollo si solo podemos alimentarnos de los que piensen igual que tú. Eso crea sociedades más cerriles y más pobres, y siempre hay que alejarse de eso. Es maravilloso admirar a alguien que piensa ideológicamente distinto que uno mismo. De hecho, más que maravilloso debe ser lo normal.
—El otro día escuché la canción con la que Extremoduro se hicieron famosos en un programa de televisión, Plastic, en la década de los 90. Hoy parece difícil que se pudiera emitir algo así en una cadena pública, ni en una privada. Tampoco parecen posibles los excesos de Ilegales o de Gabinete Caligari en sus conciertos de los 80. ¿Estamos viviendo una época de censura? ¿Hay una autocensura para no sentirse señalado en Twitter?
—Sin duda, y eso limita las libertades más que nunca. Pero también hay que tener dos dedos de frente y dejar en Twitter lo que se cueza en Twitter. No puede ser que pase de ahí. Twitter le ha dado voz y voto a una gente que no sale del sillón y que se creen que pueden juzgar y prohibir o discriminar. Es divertido ver cuando algo les jode mucho, pero para mí es un juego y un medio de difusión. Lo de Extemoduro lo puedes llevar a donde quieras. ¿Crees que Hombres G podrían cantar lo de «Ella se fue con ese marica»? Es una auténtica barbaridad lo que pasa hoy en día con los censores de lo que está bien o mal, lo que ofende o lo que no ofende, y hemos perdido muchísimo en ese sentido. También sería difícil volver a ver a un tipo como Jim Morrison de los Doors haciéndose una paja en el escenario mientras «viajaba» y el resto de su banda flipaba en colores. Esas cosas ya no se verán, porque siempre habrá unos ojitos ofendidos con voz y voto para joderte la existencia. Me divertía la época en la que te jugabas las palabras porque si te pasabas de la raya igual te daban dos tortazos. Y eso que jamás he tenido un problema con nadie ni nada, pero había cierto carisma en la forma que adivinabas una frontera que no debías cruzar. Ahora es al revés, tienes a un energúmeno que te dice sí puedes o no decir una cosa dependiendo de lo finita que sea la piel de uno. Eso sí, mandíbula fina y puño de hierro, porque luego son los peores. A toda esa gente que protesta, enfrenta, polariza y malmete en la vida de los demás los quemaba a lo bonzo. Seríamos muchísimo más libres.
—Acaba de sacar adelante la editorial Coba Fina —nombre de una comedia de su bisabuelo Muñoz Seca—, donde publica su novela Vatio. Se ha arruinado y ha resurgido varias veces con sus proyectos. ¿Está en el camino de convertirse en millonario?
—Millonario no. Seguro que me daría muchos más problemas y obligaciones. Tampoco escribiendo se hace un millonario, pero sin duda prefiero el tiempo. Eso sí que tiene un valor incalculable.
—¿No hubiese sido más fácil buscar editorial para su obra después de las buenas críticas de su libro anterior?
—El manuscrito lo mandé a dos editoriales, y una no contestaba nunca y la otra quería sacarle demasiada punta al tema de Antonio Vega, incluso me sugirieron titularlo como una canción suya. Entonces comprendí que si de verdad quería decir todo sin que nadie se metiese debía arriesgarme y sacarlo yo. El mercado editorial está cambiando y en la escala en la que estoy aún creo que compensa tratar de ser independiente, como un pequeño sello que después se puede unir a algún hermano mayor para llegar más lejos, pero sí que quería participar también en un producto que fuese bueno y bonito: un libro de un formato pequeño, como los ingleses en los años veinte y treinta, de tapa dura con una calidad excepcional en papel y demás. Coba Fina es una marca bajo la que reuniré toda mi prosa. Pero era necesario hacerlo con grandes profesionales, como Sonia Berger, Jaime Narváez y el equipo de la Troupe, que es gente que edita libros para los mejores del mundo. Alberto García Alix hace con ellos sus libros de fotos, por ejemplo. Pero espero que llamen más veces a mi puerta, desde luego que lo espero, sí.
—Para terminar, señor Ussía, si C. Tangana después de leer su libro le llamase para contratarle, ¿qué le respondería?
—Soy un obrero de la prosa, si Tangana me llama allá que voy pero nunca jamás me diría lo que tengo que decir. Si no no hay trato. Y hay mucho que decir de C. Tangana…
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