Sus hazañas auguraban un hombre más altivo y de mirada más fría, pero Antonio de la Rosa es todo lo contrario. Es cercano, amable y de trato sencillo. Ha atravesado dos océanos solo y se las ha visto con las peores aguas que hay en el mundo, pero sus retos y desafíos no le han cambiado el carácter y no existe nada en él que aventure un alma distante o altiva. Todo lo contrario. Está hecho de amabilidad y parece huir de vanidades, falsos halagos y engreimientos.
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—Una pregunta común que suelo hacer a exploradores y aventureros. ¿Cómo definiría la aventura?
—La aventura es primero salir de la zona de confort y buscar cosas que te pongan al límite, cosas que te desafíen como persona. Tiene que ser desafiante. Es imprescindible vivir la aventura, que exista la aventura en la vida de una persona. Pero no nos confundamos, por favor. Una aventura también es ser padre. De hecho, esa aventura es más arriesgada que la que yo suelo practicar. Pero dejando a un lado estas distinciones, la aventura es necesaria, yo diría imprescindible, para todos y cada uno de nosotros. Es la manera de recordar y de reconocer al mismo tiempo a nuestros antepasados, que son los que vivían la aventura constantemente, porque no tenían otra manera de vivir.
—¿Y el mar?
—Me considero un aventurero más o menos completo. Empecé con el piragüismo a la edad de doce años. Enseguida me sentí atraído por el agua. Pero también me resultaba ya sugerente la montaña. Me apasiona tanto la montaña como el mar. De hecho, crucé el territorio de Alaska en 42 días. Lo llevo dentro, no lo puedo evitar, pero me encanta el contacto con la naturaleza, ya sea la montaña o el mar, aunque, realmente, he terminado más metido en expediciones náuticas porque eran más novedosas. Cuando atravesé Alaska en solitario, por ejemplo, no se me reconoció apenas ese mérito, y cuando he hecho algo semejante en el mar me lo han reconocido todos enseguida.
—Alaska en solitario. ¿Es el territorio apropiado para uno abordarlo solo?
—Pues mira, es la aventura más bonita que he hecho. Fui con mis medios, y estar todos aquellos días inmerso en esas condiciones, con vientos tremendos, y entrar en contacto con personas locales, que en el mar, por supuesto, nunca tienes, resultó impresionante. Esta gente que encontraba yo a lo largo de aquellas jornadas todavía llevaba el estilo de vida de hace cien años. Identificas ese estilo de vida en la manera que tienen para sobrevivir al aislamiento y, a la vez, en la manera en cómo te reciben. A pesar de estar a 30 grados bajo cero, el calor que brindan a un extraño como era yo me impresionó. Esta parte humana te impacta. Yo hice la travesía en invierno. Fui de Anchorage hasta el estrecho de Bering. Hice la misma ruta que, hace ya más de cien años, hacían en trineos de perros para llevar penicilina a la gente. En esa época hubo un problema de enfermedades en las minas del río Yukon y tuvieron que ir en pleno invierno, jugándose la vida, para llevar medicinas.
—Fue bombero. Eso le familiarizó con el peligro.
—Trabajé como bombero hasta 2003. Sigue siendo mi profesión. Podría volver al cuerpo, pero al final soy empresario. Bombero es una profesión de riesgo. Cuanta más formación tengas menos riesgo corres. Por eso hay tan pocos accidentes de bomberos al extinguir los incendios y rescatar personas. Es lo que hace la preparación. Y una persona siempre la obedece, porque es tu vida la que está en juego. Hoy esa preparación forma una parte del aventurero que soy. Por ejemplo, la tenacidad y la resistencia al sueño, que es necesaria para mí, creo que empezó ahí, porque en el cuerpo de bomberos existen días en que estás tranquilo, pero a lo mejor estas trabajando en fuegos en los montes y haces guardias de hasta 24 horas. Eso adapta la capacidad del hombre para cambiar su rutina. Cuando afrontas aventuras donde no existe una rutina, resulta que un día duermes y otros dos días, por lo que sea, no puedes. He participado en carreras de seis y siete días, y solo duermes dos horas. No hay horas ni para comer ni para cenar ni…
—¿Y el sueño?
—Creo que soy una persona afortunada en ese aspecto. En mi vida corriente duermo lo normal. Hoy me he levantado a las nueve y anoche me acosté sobre la una. Si puedo, me echaré una siestecita. Duermo lo mismo que otras personas, pero luego tengo una capacidad de adaptación enorme, no sé si por la hipermotivación, con los proyectos que hago. En la última expedición, una travesía de 26 días desde el cabo de Hornos hasta Georgia del Sur, no he dormido ningún día más de dos horas y he conseguido mantener la energía y la fortaleza para sostener la continuidad del rumbo en un barco que se mueve de lado a lado. Duermes por agotamiento en estas aventuras. Por ese motivo, quince minutos son como tres horas para cualquier otra persona en una situación habitual. Luego, cuando regreso a mi vida normal, duermo como cualquier persona. Pero es cierto. Tengo mucha tolerancia a no dormir.
—Los seres humanos somos fuertes.
—El ser humano es más resistente de lo que creemos. Lo he podido comprobar a lo largo de los años. Lo he contado en alguna una charla. Además, está escrito. Lo explican los investigadores: el ser humano usa más o menos el 10 por ciento de sus capacidades. Eso es real. En una situación de estas, de las que yo afronto, a lo mejor estoy usando el 50 o el 60 por ciento. Venimos del cazador-recolector de hace miles de años, y supongo que nuestros antepasados tendrían días en los que no podrían dormir porque su objetivo era cazar, al no tener comida. Hay que imaginarlo. Avanzaban durante jornadas enteras buscando sus presas. Luego había que tener una energía brutal para cazar al animal cuando lo alcanzaban, porque llegarían cansados. Sin embargo, su cuerpo, a pesar de estar muertos de hambre y estar acosados por la fatiga y el sueño, poseía suficiente energía para abatir a ese animal, igual que lo hace hoy un leopardo cuando está muerto de hambre y caza una gacela. Al final es la adaptación de las personas lo que hace que seas capaz de sacar tu fuerza.
—Y esa fuerza, ¿de dónde proviene?
—Toda la energía y fuerza extraordinaria que tienen las personas parte de la cabeza. Es ahí donde empieza todo. Primero hay que creérselo, porque si no te lo crees, mal. Si tu cabeza no lo cree, el resto del cuerpo tampoco. Hay que estar mentalizado.
—¿Se considera un tío duro?
—Soy un tío duro en el aspecto de que soy muy resistente. Tengo todas mis capacidades muy entrenadas. Hago deporte desde los doce años, así que tengo una tolerancia al dolor mayor que la gente corriente y mi resistencia es de mayor duración, pero no soy exclusivo. Para nada. Soy una persona muy corriente, solo que entrenado. He corrido con gente que tiene igual capacidad física que yo. Pero hay que subrayar que la motivación también hace bastante. Soy desorganizado, pero cuando salgo de expedición lo tengo todo controlado. Centro mi energía al cien por cien en lo que realmente me apasiona.
—Ha cruzado el Atlántico en solitario y a remo. ¿Qué se siente?
—Mucha tranquilidad. Te sientes grande, a tu aire. Esta sensación la han experimentado pocas personas. Estar en el medio de un océano con una barca con remos, expuesto a todos los medios externos, vientos, corrientes, imprevistos… Bueno, tener la posibilidad de poder estar ahí es impresionante. Hemos sido muy pocos los que hemos disfrutado de esas sensaciones, porque la gente tiene miedo o piensa que es muy caro. Pero insisto, al final soy una persona normal, que vengo de una familia humilde y que me he buscado siempre la vida para conseguir hacer este tipo de desafíos, que son costosos, no digo que no, aunque, para que vea, luego yo tengo una furgoneta vieja en mi vida privada. Destino todos mis recursos a estas expediciones… Pero respondiendo a su pregunta, el Atlántico fue la primera expedición que hice en náutica. Fue una travesía auténtica y muy especial. Al ser una competición, y yo ser muy competitivo, el esfuerzo estaba en intentar ganar la prueba más que en otras cosas.
—Y no tenía experiencia.
—Ninguna (risas). La gente me preguntaba: «¿Cómo vas a cruzar el Atlántico si no has ido ni a la Baleares y no sabes navegar un velero?». Pues me formé. Cuando no tengo conocimientos de algo me empapo de cada pequeña información. Es lo que me pasó aquí. Me presenté a esta prueba, que es una carrera francesa. Tenía que hacer un curso previo, pero como era en francés no me enteraba de casi nada. La parte práctica la aprendí. De los 18 participantes que se presentaron, yo era el único que no había navegado antes. Y esto era una transoceánica. Pero, eso sí, yo era mejor atleta que todos los demás. No tenía experiencia, pero yo fui aprendiendo a lo largo del tiempo y llegué. Al final tenía más fuerza que ellos, y como había asumido los conocimientos que necesitaba, gané la regata. En el trecho final todos estaban agotados menos yo. Esa energía de la que hablaba antes salió de dentro de mí y avancé más rápido.
—¿Se pudo llegar a América antes que Colón?
—Seguro que llegó gente a América en alguna embarcación a la deriva, igual que se ha llegado a otros sitios, en Polinesia, por ejemplo, a donde llegaron desde Perú. Con las corrientes favorables, en cualquier barcaza alcanzas esas islas en cien días. Cualquier marinero lo podía hacer captando agua de la lluvia, pescando peces y comiendo algas. Y lo demostró Alain Bombard, el náufrago voluntario que con una embarcación a la deriva, con solo un exprimidor de pescado y un pequeño aparejo, lo hizo. Tardó esos días. Es cierto que existen riesgos, pero puedes sobrevivir. Hubo un señor que con un barquito sobrevivió trescientos días en medio del Pacífico. Comió gaviotas y pescando.
—¿La soledad?
—No me cuesta lidiar con la soledad. No tengo que hacer un esfuerzo especial. La soledad hoy en día es menor. Siempre llevo un teléfono satelital. Llamo a la novia, a un amigo… Si puedes hablar con alguien la soledad es menor, pero a mí no me cuesta esfuerzo. Y estas llamadas las hago por cumplir con la gente más que por mi propia necesidad. La gente tiene pánico a la soledad, a navegar solo, pero no pasa nada por quedarte una o dos semanas a tus anchas. Ayuda a conocerte. Y si es algo más, dos meses, que es ya más tiempo, tampoco te vuelves loco. Hay gente que no puede estar sola, la verdad. Pero yo siempre he dicho que me siento menos solo sesenta días en el océano que mucha gente en los centros comerciales.
—Y los tiburones, las medusas… Tiene que tirarse al mar para limpiar el casco de vez en cuando.
—Los tiburones no comen personas. Cuesta creerlo, pero es así. De hecho, la primera vez que me tiré al agua tenía ojos por todos lados y el corazón a 180 pulsaciones, pero a poco que leas libros y te documentes… Mira, un millón de personas mueren al año por la malaria, que la provoca un mosquito; cien personas por el ataque de osos; unas diez, esto es increíble, por ataques de alces; veinte por vacas domésticas, no las salvajes. Por ataques de tiburones… tres al año. Si un tiburón te ataca es por error. A los surfistas los atacan porque creen que son lobos marinos, focas… Cuando muerden al hombre lo dejan, no se lo comen. Lo que sucede es que si se te ha mordido uno, te ha arrancado un brazo, es verdad. Pero nosotros no somos su alimento. Por eso ahora, yo ya no miro cuando me tiro al agua. Lógicamente, si te pasa una sombra te pones alerta, pero suele ser también un delfín, que esos sí son más juguetones y se acercan, pero aunque fuera un tiburón y estuviera dentro del agua yo no me asustaría. Ya tengo conocimiento sobre ellos.
—¿Y las ballenas?
—Increíble. Cuando estás solo en el mar y escuchas su lenguaje… Sí, eso es espectacular. Estás ahí y las escuchas a lo lejos. ¡Qué bonito es eso! Lo viví en el Pacífico, en los primeros días de mi travesía, cuando fui de San Francisco a Hawái con el paddle surf. Para escucharlas tienes que pillar un día de esos en que no se escucha nada porque en cuanto se escuche un poco el mar o esté un poco movido, ya no oyes nada. Pero era de esos días que había niebla y no se movía nada. Y ahí las escuché, a lo lejos. Impresionante.
—Ha navegado el Pacifico y el Atlántico.
—Son muy distintos. El Pacífico dicen que es pacífico, pero no lo es tanto. No sé por qué le pusieron Pacífico, la verdad, pero venga, vale, aunque luego en la realidad es que hay grandes temporales, sobre todo en la zona cercana al Ecuador, pero yo, sin embargo, he encontrado más pacífico el Atlántico. He tenido mejores condiciones de clima.
—¿Lo peligroso?
—El exceso de confianza. Es lo que te puede costar la vida. Yo, aunque el día esté tranquilo, voy siempre con el arnés puesto. Aunque la embarcación apenas se mueva. En mi embarcación lo llevo a todas horas. Y también mi línea de vida. Incluso para ir al baño. La seguridad por encima de todo. Si no llevas el arnés o la línea de vida, lo que puede pasar es que te caigas al agua y no te puedas subir a tu embarcación de nuevo. Si te caes sin el arnés y la embarcación se está desplazando porque hay viento de dos o tres nudos por hora, nunca te subirás y tampoco te van a encontrar. El arnés, además, lleva un dispositivo satelital que está marcando tu posición cada 10 minutos.
—Va en una embarcación pequeña. ¿Los otros barcos suponen un riesgo?
—Bueno, hay que estar al loro. Llevo un sistema que detecta otras embarcaciones. Y diré algo más: llevo todo duplicado o triplicado. Hasta tres juegos de remo tengo en cada viaje. Y tengo todo preparado por si algo se avería. Si el sistema eléctrico falla puedo manejar la embarcación con sistemas manuales. Y tengo conocimientos para llegar a Hawái sin necesidad de un GPS, porque vengo de donde vengo, de los sistemas tradicionales de navegación. O sea, mapa y una brújula. Este recurso me ayuda mucho. No te pones nervioso si falla la electrónica.
—Da confianza.
—Por supuesto, llegar a cualquier lado con lo mínimo, saber dónde está el norte, encontrar la Estrella Polar y por dónde sale y se pone el sol son unos conceptos fundamentales que hay que tenerlos para sobrevivir.
—Luego están las olas.
—Sí, las hay hasta de ocho metros. En el Atlántico tenerlas de cuatro metros es casi lo normal, aunque aquí no das ninguna vuelta de campana. Siempre he navegado bastante bien y he tenido más o menos suerte. He tenido sustos, pero sin hacer 360 grados. Todo eso ahora lo he superado con creces en la expedición que hice en la Antártida. Ahí me ha sucedido lo peor que me podía pasar, pero se sobrelleva. Coges confianza. Aprendes a leer el mar y terminas teniendo una lectura de él extraordinaria. Yo a lo mejor estoy dentro de un océano y digo «va a venir una ola fuerte», y todavía no ha llegado, pero la noto. O sea, al final tienes feeling con los océanos que atraviesas. Cuando llevas treinta días, tú y el mar eres lo mismo. Conectas de una manera muy especial con él. Debes tener en cuenta que estoy a veinte centímetros del mar. La sensación que tengo es que estoy metido dentro del agua. Duermo por debajo de la línea de flotación y el ruido del mar es constante. Todos los sentidos se agudizan en esas situaciones.
—¿Cómo es la vida dentro de la embarcación?
—Cuando estás dos meses y pico en una embarcación con humedad, al final te das cuenta de que nunca se seca la ropa. Hay agua dentro y es constante la humedad. Tienes que estar siempre ventilando. Ahora que he estado en la Antártida casi un mes pensé que no iba a tener tanta humedad, porque la Antártida es más seca, pero tenía la misma humedad y a tres grados de temperatura. La verdad es que se hace duro. Y en los sitios de mucho calor es una humedad añadida. Yo llevo dos o tres ventiladores, de estos de los chinos. Pero todo eso es un poco incómodo, sobre todo cuando pasas bastante tiempo dentro y al final duermes sobre algo húmedo. Hay moho en la embarcación, porque termina habiéndolo con tanta humedad. En el Atlántico y el Pacífico, que eran temperaturas más calientes, vas prácticamente todo el día en pelotas… Lo que hago es llevar mucha higiene, porque en el mar cualquier herida que te hagas se queda abierta. Ya no te cicatriza nunca. Siempre dicen que el agua del mar cura. Pues es al contrario. Cuando estás en contacto con el mar y tienes un corte, no cura, y además las bacterias son más potentes. Por eso tienes que cuidarte mucho y llevar un jabón especial, algo que te permita limpiarte para no tener problemas.
—¿No ha enfermado?
—Nunca. El sistema inmunológico en una expedición está tan alerta que te mantiene protegido. No he tenido ni un resfriado. Llevo grapadoras, para no tener derrames. Y botiquín, porque tengo conocimientos de primeros auxilios, por si tengo algún corte. Pero, eso sí, en cuanto acabas es como si el propio cuerpo dijera: «Ahora ya puedo maltratarte». Los hombres estamos preparados para sobrevivir en cualquier medio. Ahora somos más débiles que hace miles de años, pero esa fortaleza interior solo hay que ponerla a prueba.
—¿El riesgo, el miedo?
—Hace diez años habría respondido que no tengo miedo a nada. La gente de fuera diría: «Antonio se mete en cualquier embolado». Pero claro que tengo miedo. Interiormente tengo miedo a lo desconocido, a lo que no tengo controlado. El miedo es la herramienta que usamos los aventureros para sobrevivir y mantenerte alerta. Como tienes miedo a los precipicios en la montaña, tienes la prevención y el cuidado de atarte a una cuerda. En mi caso te enganchas a la línea de vida para no ahogarte y porque tienes miedo a caerte en el océano y que el barco se vaya. El pánico te debilita, pero el miedo te mantiene alerta y te mantiene al tanto de los peligros que tienes alrededor. El riesgo es inherente a la aventura. No hay aventura en la cual no asumas una serie de riesgos. El riesgo está ahí. Lo que hay que intentar es llegar lo mejor preparado posible y tener el máximo número de conocimientos para que ese riesgo sea mínimo. Si cruzas un océano hay cosas arriesgadas que tienes que hacer y que tienes que tener el compromiso de hacerlas. Son arriesgadas, pero no te queda otra. La aventura es para una persona que está comprometida con esa aventura, y también tiene que saber que lógicamente debe hacer todos los esfuerzos que están en su mano para volver, aunque la vuelta no es segura. En la aventura solo coges el billete de ida.
—¿El héroe, la valentía?
—La valentía es la que tienes tú, que te has preparado una entrevista y que estás delante de un ordenador durante ocho o diez horas diarias, o las que sean. Para mí eso tiene un valor de la hostia. Te digo la verdad. Vamos, yo no podría hacerlo. Yo no tendría ese valor. Lo de la valentía solo va en relación a lo que te apasiona. Hay gente que es valiente para unas cosas y es muy cobarde para otras. Yo igual: yo soy muy valiente para tomar unas decisiones y posiblemente muy cobarde para otras muchas. No creo que mi valentía sea diferente a la que pueda tener un señor que ha decidido montar un negocio o ser científico. O irse a Australia dejando a su familia porque allí hay posibilidades laborales que aquí no tiene. Eso sí que me parece de un valor acojonante. La valentía va en función de las personas. Nosotros no somos más valientes que el resto. Los aventureros somos más valientes en lo nuestro, pero no en otras muchas cosas. Y la palabra héroe es… yo no me considero un héroe. Creo que los aventureros no llegamos a ser héroes. Que te digan que eres héroe es como un poco chulesco. Yo no soy así. Héroe es el médico de familia que está en un pueblo y salva a la vida de un niño que está enfermo. O los misioneros. Esos sí que son auténticos héroes. Yo, al final, hago cosas que me gustan, y a día de hoy no puedo descubrir nada. O sea, hago aventuras extraordinarias, pero no debo ser un héroe. Para nadie.
—Llegamos a su gran aventura. Cruzar el mar Antártico. Cabo de Hornos, mar de Hoces, estrecho de Drake…
—Esos nombres aterrorizan a cualquier marino, ¿verdad? Empecé en el cabo de Hornos, pero cuando entré en el mar de Hoces, ahí es donde se genera el embudo. Todo el océano glacial antártico gira de este a oeste. Cinco mil kilómetros. Las condiciones son horrorosas. La virulencia del mar me ha volcado. Dos vueltas de campana completas y seguidas. Imagina el golpe. Es tan virulento… Afortunadamente me pilló dentro de la cabina. Estos nombres aterrorizan a cualquiera.
—¿Ha entendido mejor a Shackleton?
—Sobre todo he entendido mejor los vientos y las corrientes que te empujan. Si los vientos y las corrientes no fueran favorables, Shackleton nunca hubiera llegado a Georgia del Sur. Eso es lo que me ha ayudado a mí llegar a remo solo con el empuje de una pequeña vela. Pero luego hay que acertar con la isla, que aunque tenga cien kilómetros de ancho hay que saber atinar y alcanzar un sitio donde luego puedas desembarcar, que es otra dificultad enorme…. Lo que me flipa de Shackleton es que haya sido capaz de eso solo con un sextante, con ese mar en continuo movimiento. Llevaba con él un buen marino. Excelente. Es cierto pero, a pesar de eso, que fuera capaz de acertar con el lugar solo con un sextante… Y un sextante que pudo sacar en muy pocas ocasiones. Él estuvo guiándose por las estrellas, el sol… La supervivencia. Era eso o morir. La fortaleza interna que tenían los llevó a hacer esa proeza. Y después de navegar durante catorce días tuvieron que cruzar de oeste a este esa isla. Lo hicieron en treinta y tantas horas, algo que casi nadie ha hecho hasta hoy, para alcanzar la base ballenera. Sin comer ni apenas beber. Es la energía de la que hablábamos antes y que tenemos las personas, y que a veces no nos la creemos ni nosotros mismos. Esa es la energía que los condujo a ellos a sobrevivir y a superar todas esas dificultades. La particularidad de esa determinación y la capacidad de un líder aseguraban que no iban a dejarse llevar, cuando hubiera sido lo más normal. Si tu cabeza tiene claro que puede sobrevivir, sobrevives, aunque tengas lo mínimo.
—Su viaje por la Antártica: 26 días y 1.500 millas náuticas. Y le falló el barco de apoyo. De repente se encontró solo. Es lo que le pasó.
—La ventaja de haber atravesado dos océanos solo, sin llevar barco de apoyo en el Atlántico o el Pacífico, ni llevar tampoco un vehículo de apoyo en Alaska, es que vengo de haber solucionado mis problemas sin ayuda de nadie. Aquí llevaba un barco de apoyo, no porque yo quisiera, sino por otros dos motivos: tanto la armada chilena como el Comité Polar español me obligaban a llevar ese barco para darme la autorización, porque no puedes poner un pie en la Antártida sin que ellos te lo aprueben. Y poner un pie en la isla Elefante era uno de los objetivos. El otro motivo es que queríamos hacer un documental, y esa era la única manera de que hubiera imágenes si venía un temporal de la leche. En ese caso el barco se buscaría la vida para obtener los recursos para hacerlo. Tendría imágenes de exteriores de mi embarcación.
—¿El problema?
—Que no encuentras a nadie que haga este trabajo, porque los barcos que se dedican a hacer viajes a la Antártida son veleros costosísimos. Ellos están pendientes del tiempo. Ven que hay una ventana de tres o cuatro días buenos, que son los que necesitan, y van. Sin embargo, en esta ocasión, esta persona a la que yo contraté, que me dio el OK a todo, sabía que no había esa ventana. Saldríamos con ellas, es cierto, pero pasados tres, cuatro o cinco días, vendría un temporal con vientos de cincuenta nudos y olas de seis metros. Y nos pillaría ahí en medio. El ciclo es tres días de condiciones malas y un día de condiciones espantosas. Eso es lo normal. A lo mejor cada diez días tienes uno tranquilo. O unas horas. Que son las que yo tuve para salir de cabo de Hornos. Este patrón sabía que se iba a encontrar con eso y debía estar preparado física y mentalmente para estar un mes en medio del peor océano del mundo y tener claro que su embarcación podía resistir y tener combustible. Pero este señor, que se llama Ezequiel, pensó que en cuanto llegara el primer temporal me iba a echar atrás.
—Pero no pasó eso.
—No, y estuve en una exposición real. No tengo motor. El motor son mis brazos. Solo tengo mi pequeña vela, porque además el aparato eléctrico se me estropeó por el impacto del agua y todos los equipos están comunicados. De ahí aprendí que es conveniente llevar los sistemas de comunicación por duplicado. Y si te falla un equipo te falla todo… Pues eso es lo que me pasó. Después tuve la inundación. Por el sistema eléctrico me entró agua, con lo cual llegó un momento en que corté la energía. Mantuve las baterías para cargar los equipos de seguridad, los dos dispositivos satelitales que llevo, que son pequeños, como teléfonos de carga fácil para enviar y recibir datos de partes meteorológicos. Tuve que navegar usando la aplicación del teléfono. Casi navegué en el sistema tradicional. Menos mal que tuve suerte y poseía los recursos, por haber navegado de esa manera en el Atlántico. Y ahí es donde tengo que utilizar la vela para coger la dirección, abrir o cerrar más la vela para cambiar los rumbos…
—Se le inundó y estaba solo, cuenta.
—Fue lo más duro. Este señor, al final, se marchó a Georgia. Yo quería hacer la expedición sin sacar la vela, pero este señor convenció a mi socio y a mi familia de que tenía que sacar la vela. En ese momento, la verdad, no me importaba que no volviera de Georgia. No había posibilidad de rescate, así que accedí a sacar la vela. El primer día que la puse fui escorado todo el rato y me entró agua. En un día raro, de repente, pasé de la tempestad a la calma, a una tranquilidad total. Ahí es cuando me di cuenta de que todo estaba lleno de agua. Como flotaba perfectamente, me dediqué sacar el agua.
—¿Que piensa en esos momentos?
—Que eres débil y eres pequeño. Un corcho flotando en medio del océano. Un corcho siempre flota, a la derecha, al revés… Me sentía seguro por la embarcación, porque la fabricamos en Cartagena. Estuve encima de su fabricación. La desarrolló un armador con muchos conocimientos. Si él hubiera pensado que no iba a poder soportar esas inclemencias no me habría dejado ir. La flotabilidad estaba asegurada. Tuve olas de siete y ocho metros, pero las peores son las de cuatro metros, con mucho viento y con rizos. Si llega un rizo, que te pasa cada doce horas, y coincide que estás mal, es la que te hace dar la vuelta. La profundidad allí, en ese mar, es brutal. Cerca de Georgia hay 8.000 metros de profundidad y fosas de unos 600 metros. Es lo que hace que el océano sea tan oscuro. Llevaba ropa para cambiarme, pero no te quitabas el frío nunca. Sin duda ha sido la aventura de mi vida. No sé las que me quedan, pero este desafío era épico. Una auténtica aventura. El hecho de que no hubiera posibilidad de rescate y que tuviera que superar solo todos los problemas que se me planteaban es lo que la convirtió en una auténtica aventura real. Y he sobrevivido a ella.
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