Albert Sánchez Piñol (Barcelona, 1965) es el autor de La piel fría, la novela que conmovió a tantos lectores en 2015. Pero hay más títulos que merecen la pena en su carrera literaria, con ensayos y relatos en los que deja constancia de su portentosa imaginación, de la calidad de su prosa.
Nos trasladamos a los tiempos del Imperio romano, con la figura de Marco Tulio Cicerón, el conocido filósofo, político y, sobre todo, orador que combatió la dictadura de Julio César y cantó las cuarenta a Catilina. Cicerón, que vivió entre el 106 y el 43 a. C., tuvo dos hijos, Tulia y Marco, nacido en el año 65 a. C. Este último será, precisamente, quien narre en primera persona una historia que transcurre entre Roma y, en una primera parte del libro, la lejana África, en donde las leyendas se quedan cortas si nos atenemos a la propia realidad de lo que allí sucede.
Piñol estructura su relato sobre la base de una larga ‘oración’, a modo de misiva, que Cicerón hijo dirige a Proserpina, deidad de vida, muerte y resurrección, la joven encantadora, esposa de Plutón, que tanto sedujo a artistas como Luca Giordano, Rembrandt, Rubens, Durero o Goethe.
El narrador se erige como una especie de Ulises subterráneo en su viaje por los infiernos, en una sin par aventura, que diría don Quijote, cuando fue capturado por unos seres extraños, los tectónicos, raros, repelentes y deformes que emergen de la tierra con el ánimo de conquistar el mundo, retando así al ejército más poderoso y mejor preparado del planeta. Cicerón es, además, un antihéroe; o, si se prefiere, un héroe malgré lui, casi como un personaje inventado por los Monty Python. Un tipo miedoso y estoico, ocurrente, enamorado y bravo en ocasiones, capaz de poner en un apuro al mismísimo Dios en la conversación que mantiene bajo la tierra.
Sobre su padre, el insigne orador, hay suficientes datos en la novela como para hacerse una idea de ante qué tipo de personaje histórico estamos, ofreciéndonos un resumen del renombrado ‘Caso Catilina’, el joven patricio, rico, de buena planta y feliz fama que tuvo la mala suerte de darse de narices ante el hombre que dejaba embobado al Senado romano con sus discursos. Es decir, el mejor orador que el mundo había conocido desde Demóstenes, aunque en exceso vanidoso, demasiado seguro de sí mismo, hasta el punto de sentirse imprescindible.
El narrador, es decir, el hijo del gran Cicerón, se convierte así en el ojo crítico de un mundo que juzga el pasado desde el presente, desde la mirada del siglo XXI, en donde todo resulta mucho más relativo. Un juego perspectivístico que da mucho de sí, y con el que juega hábilmente el autor de estas páginas.
La obra está entreverada de elocuentes frases, cuyo origen podría estar en los propios escritos de Cicerón, aunque con alguna que otra valiosa aportación de Sánchez Piñol. Nociones sobre la política. O sobre la guerra, cuando se dice que “la peor de las paces es preferible a la mejor de las guerras”. Y también de expresiones populares, procedentes del propio barrio en el que vive Cicerón: la Subura o Suburra, una zona populosa de la Antigua Roma habitado por el subproletariado, un lugar de mala fama en la que no falta el buen humor.
Pero lo que aquí importa es la aventura. Y el viaje. Cicerón hijo regresa de África siendo un hombre diferente, mucho más maduro, con un sentido crítico que, por ser hijo de quien es, no tiene miedo alguno en transmitir al resto de patricios y al propio senado.
Comienza así toda una exposición del bestiario que resulta sobrecogedor. Criaturas que provienen del fondo de la tierra, que, desde la oscura y lejana África, avanzan, como Aníbal en otro tiempo, hacia Occidente con paso firme, con todo un ejército que siembra el pánico a lo largo de su camino. Criaturas como los tectónicos, los erugomos o los tritones, a los que se enfrentan los romanos y muchos de sus aliados, con la ayuda de otras criaturas no menos increíbles como los aspas, que vagan por el mundo armados de sus extraordinarias habilidades físicas y espirituales.
Entre los personajes que asoman en estas páginas, además de los dos cicerones, destacan una de las aspas, Sitir Tra, por la que el narrador siente una especial inclinación, Servus, el esclavo huérfano, valiente y sabio, los hermanos Palusi y, en el lado oscuro, el inquietante y no menos valiente Nestedum. Todo un ramillete de personajes que, a pesar de su condición, resulta verosímil, cercano al lector.
Se habla, una y otra vez, del mundo antes del Fin del Mundo. Porque el relato se configura sobre una base distópica, sobre un mundo imaginario poco deseable, con un futuro desalentador para la propia humanidad, que paga así sus muchos pecados, como una maldición divina.
Sánchez Piñol, con esfuerzo y mucha pericia, logran mantener la coherencia de su relato a lo largo de estos varios centenares de páginas. No baja nunca la guardia y procura que no decaiga la tensión con pasajes muy brillantes con los que, durante una batalla, logra que escuchemos el choque de las armas, la respiración de los guerreros, o que percibamos el sudor de los combatientes, como en las mejores páginas de la Ilíada. Instantes realmente hermosos, de un lirismo sobrecogedor, como cuando los viajeros romanos contemplan los restos de la vieja Cartago, la ciudad de los muertos, “una metrópoli grandiosa, ahora convertida en un inmensísimo cementerio de piedras”.
Sánchez Piñol logra poner freno a una novela trepidante de cierto tono pedagógico, que podía habérsele ido de las manos por su extensión y, sobre todo, por la necesidad de tener que dar demasiadas explicaciones sobre asuntos como las vestales, la esclavitud o las costumbres romanas de esa época, como cuando le aclara a Proserpina, la receptora de esta larga oración, el significado de la llamada Corona Gramínea, el máximo galardón militar de la República romana que se le concedía a los generales que habían salvado un ejército de la destrucción.
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Autor: Albert Sánchez Piñol. Título: Oración a Proserpina. Traducción: Noemí Sobregués. Editorial: Alfaguara. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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