Imagino a Annie Ernaux a finales de los años 80, un viernes de madrugada, viendo pornografía codificada a través de Canal+. Existía una leyenda en mi generación: si colocabas papel cebolla sobre la pantalla, la imagen cobraba precisión. Eran los tiempos del ingenio, donde los adolescentes no teníamos más remedio que imaginar, porque la imagen no residía en el sencillo gesto de desbloquear la pantalla del móvil.
La traducción del título debería haber sido más fiel al francés, Passion simple, pues toda pasión es pura o no es, pero nunca se experimenta de forma simple. La persona secuestrada por la pasión vive aliñando los futuros encuentros, y cuando pasea por la calle ante un escaparate de lencería, mira y compra aquello que alimente la sombra del amante. La imaginación hace posible la pasión, la espera y su anhelo fomenta el arte del erotismo, la escritura es el papel cebolla.
Es muy distinto la simpleza del placer a una simple pasión. En este librito, Annie Ernaux transforma la pornografía velada en ejercicio literario. Escribir es detenerse en los primeros planos, siempre codificados, pero lejos de contemplar la transmutación del placer en fluidos, Ernaux desvela lo que hace posible un orgasmo: La escritura debería tender a eso (refiriéndose a la pornografía codificada), a esta impresión que provoca la escena del acto sexual, a esta angustia y a este estupor, a una suspensión del juicio moral.
Su escritura retorna a los lugares donde vivió secuestrada por la pasión, respetando los vacíos que deja su amante entre encuentros: tampoco deseaba distraerme con algo que no fuera esa espera: no quería estropearla. Habría dos tipos de vacío diferentes, el primero se respeta con anhelos que incentivan la imaginación; el segundo, el de nuestro tiempo, se preocupa por el consumismo del placer. Solo gracias al primero surge la pasión, así de simple.
Más de un año estuvo Ernaux viviendo despojada de sí misma. Corregía exámenes, atendía a sus hijos y asistía a reuniones, pero todo ello resbalaba por el chubasquero de la percepción. La realidad solo era atractiva cuando se convertía en pretexto para reavivar la imagen de su amante. Eran los tiempos de las llamadas telefónicas desde cabinas. Ernaux no salía de casa por temor a perderse la llamada de su amante casado. La fidelidad consistía en ser infiel a uno mismo, ahora sería al revés, la fidelidad a uno mismo nos convierte en el perfecto infiel.
Ernaux describe esta paradoja del deseo de una forma simple, se es infiel a una misma cuando se cuidan los escenarios de la pasión: Justo después de que se marchara, un agotamiento inmenso me paralizaba. No me ponía a arreglar la casa enseguida. Contemplaba las copas, los platos con restos de comida, el cenicero lleno, la ropa y la lencería dispersas por el pasillo y la habitación, las sábanas que colgaban sobre la moqueta. Me habría gustado conservar tal cual aquel desorden en el que cualquier cosa significaba un gesto, un momento, y que componía un lienzo cuyo dolor y cuya fuerza jamás alcanzará para mí ningún cuadro en un museo. Naturalmente, no me lavaba hasta el día siguiente para conservar su esperma.
Vivimos un mundo donde la fidelidad hacia la pasión se ha convertido en algo de mal gusto. La imagen tortura la imaginación. Si bien toda pasión es caducifolia, pues termina tan pronto nos damos cuenta de que la persona que detonaba el deseo había sido siempre una extraña. Antes de este proceso de desmitificación (el fin de la suspensión del juicio moral es el motivo de las rupturas) ha existido algo que nos ha hecho soñar: Tenía la impresión de abandonarme a un placer físico, como si el cerebro, bajo el repetido flujo de las mismas imágenes, de los mismos recuerdos, pudiera gozar y fuera un órgano sexual. El cerebro hace posible la pasión y no el mero genital.
Hoy, sin embargo, la pasión resbala a través del consumo del placer, sin fantasías ni tiempos de espera, sin recrear ese secuestro del orgasmo que se encostra en el cuerpo: En una ocasión, tumbada boca abajo, me masturbé, y me pareció que era él quien gozaba. Imagino, luego existo. Nadie tiene ya tiempo para atender a las ensoñaciones que propicia la nostalgia, pero la pasión solo surge alimentándolas.
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