Las rupturas de Godard —con la percepción de la continuidad en la pantalla, con la construcción tradicional de los caracteres dramáticos, con la dirección habitual de los actores, con las fronteras que separan los distintos géneros…— tuvieron su manifestación más genuina en el desparpajo y la expresividad de una actriz: Anna Karina. El cine ha dado pocas simbiosis tan fructíferas y perfectas como la habida entre aquella pareja. Si acaso la que unió a Marlene Dietrich y Josef von Sternberg, tal vez la de Monica Vitti y Michelangelo Antonioni. En el terreno creativo, todas fueron igual de productivas; en el privado, perniciosas en una medida que se diría directamente proporcional.
De alguna manera, los padres que abandonan a sus hijos recién nacidos, antes de haberlos conocido, los maldicen tanto como aquellos que lo hacen verbalmente. Ese fue el caso de la actriz que nunca habría de ser una estrella, pese a ser la inspiración del realizador más trascendente de la Nouvelle Vague. Nacida Hanna Karin Blarke Bayer en el Copenhague de 1940, su progenitor fue un capitán de la marina mercante que ni si quiera esperó a que su hija aprendiese a andar para volver a subirse a su barco y no regresar jamás. Nunca se dijo el motivo con exactitud, pero lo cierto es que su madre también se deshizo de ella. Ante semejante panorama, la pequeña Hanna fue criada por sus abuelos. Pero cuando cumplió cuatro años, ellos también la largaron y acabó en las casas de las familias que la quisieron acoger. Debió de ser consciente del desafecto de todos sus familiares siendo aún muy niña. Seguro que eso tuvo algo que ver con lo azarosa que siempre fue su vida sentimental.
En efecto, a la pequeña Hanna le faltó poco para que su infancia fuese tan desdichada como la de los hospicianos de Dickens. A los ocho años, su madre terminó por llevársela a la casa que compartía con su nuevo marido. La convivencia con su padrastro fue horrorosa. Como tantas chicas de entonces, Hanna quería ser actriz para enmendar su suerte. Pero para estudiar interpretación en el conservatorio de Copenhague había que tener veintiún años y Hanna no los había cumplido aún.
Iniciada como modelo en su ciudad natal, fue allí donde rodó sus primeros anuncios comerciales y trabajó de extra en alguna filmación. Ya desde la adolescencia, el magnetismo de Hanna era tan grande que se presentó a muy pocos castings. Cuando alguien estaba buscando a una chica para ponerla delante de una cámara, le bastaba con ver una vez a la joven danesa para quedarse arrebatado por su encanto.
Abandonó su casa después de que el marido de su madre la abofetease en una de sus constantes discusiones. Sin más dinero que los quince dólares que le dio su progenitora, llegó a París haciendo autostop en 1958. En sus primeros días en la capital francesa las pasó canutas. Apenas hablaba el idioma y apenas le llegaba el presupuesto para pagarse un cuarto en las inmediaciones de La Bastilla. Mientras aprendía la lengua de Baudelaire viendo películas galas —ella también era cinéfila—, magnetizó a la responsable de una campaña publicitaria, Catherine Harlé, cuando pasó a su lado en Saint-Germain-des-Près. A los pocos días, sus fotos ilustraban las principales revistas francesas. Coco Chanel en persona, con quien Hanna coincidió en una jornada de trabajo, le sugirió ese nombre artístico con el que habría de protagonizar una de las simbiosis más fructíferas y autodestructivas de la historia de la gran pantalla. Ya figura como Anna Karina en un cortometraje, Pigin og skoene (Ib, Schedes, 1959), que protagonizó durante un regreso a Dinamarca.
En su segunda visita a Francia, respondiendo a un anuncio insertado en la prensa —por el que Godard buscaba una protagonista para Al final de la escapada (1960)—, la joven danesa conoció a su futuro marido. Godard la había descubierto en un anuncio de los jabones Palmolive, que mostraba a su futura esposa en un baño de espuma. A la vista de aquello, el realizador supuso que a ella no le importaría desnudarse delante de su cámara. Se equivocó por completo. Anna Karina se marchó indignada.
Protagonizada por Jean Seberg, Al final de la escapada se estrenó en 1960 sin ningún desnudo. Pero Godard ya estaba prendado de su musa y le ofreció un nuevo papel en su siguiente cinta. Eso sí, garantizándole que no tendría que quitarse la ropa: se trataba de un filme político. Como aún era menor de edad —entonces la mayoría se alcanzaba a los veintiún años—, la productora tuvo que llevar a París, desde Copenhague, a la madre de la actriz —con la que Anna estaba enemistada— para que lo firmase. Con la OAS y la guerra de Argelia como telón de fondo, El soldadito —que por problemas con la censura no se estrenaría hasta 1963— fue el rodaje del enamoramiento. Y tanto fue así que, en más de una ocasión, el realizador tuvo que detener la filmación. Tras recibir una arrebatadora nota que Godard le paso por debajo de la mesa en una cena de todo el equipo, Anna rompió con su novio —el foto fija de aquel rodaje— para entregarse a Godard.
La actriz se instaló en el Alesia, el hotel de la rue Chateaubriand donde Godard se alojaba en aquellas fechas: “Eres lo único que tengo en el mundo”, le aseguró cuando empezó todo entre ellos.
En las semanas siguientes, Anna fue la encargada de alquilar el apartamento de la calle Pasquier donde vivieron lo mejor de su amor. Pero la incompatibilidad de sus caracteres no tardaría en manifestarse. A la actriz la desesperaba la soledad, el realizador era un celoso patológico.
Su segunda colaboración con Godard —Una mujer es una mujer (1961)— le valdrá el premio a la mejor interpretación femenina del festival de Berlín. Su mirada, extraordinariamente comunicativa, y su vitalidad la convierten en una de las actrices más fotogénicas del momento. Pero en lo personal, aquel rodaje marcó el comienzo del fin de la pareja. Godard había escrito el guion, antes de conocer a Anna, como una cinta alegre. En las broncas que tuvieron durante la filmación, en la que se arrojaron los trastos a la cabeza varias veces, se reconciliaron y se insultaron constantemente de cara a todo el equipo, el libreto fue cambiando hasta convertirse en algo mucho más personal y dramático.
No obstante, Godard insistió en que se casasen después de aquella primera tormenta. Ella estaba embarazada. Contrajeron matrimonio en Begnins (Suiza) en marzo del 61. Agnès Varda tomó las fotos de la ceremonia. Agnès Varda y Jacques Demy fueron los grandes amigos de la pareja. Pero Godard empezó a estar raro con frecuencia. Abandonaba el domicilio conyugal para pasar los días enteros en la redacción de Cahiers du Cinéma. En otras ocasiones, decía que salía un momento a comprar tabaco y no regresaba en una o dos semanas.
Pese a la prohibición de El soldadito, Michel Deville —su productor— ya sabía de las excelentes dotes de Anna para la comedia agridulce. Interpretaba como si estuviese jugando, de una forma heterodoxa y alucinada, aunque en realidad obedecía a una mecánica precisa. Y Deville la incluyó en el reparto de Esta noche o nunca (1960). Esa filmografía, que llevó a cabo sin Godard, se vio prolongada en Le soleil dans l’oeil (1962), un drama de Jacques Boudron en cuyo rodaje la actriz vivió un romance con Jacques Perrin, protagonista junto a ella de la cinta. Su nueva pasión fue tan ardiente que anunció a Godard que le dejaba. Él destruyó cuanto había en el apartamento de la calle Pasquier. Cuando llegó ella y se encontró con el panorama, se intentó suicidar mediante una sobredosis de barbitúricos. Tras varios días ingresada, llegó la reconciliación con Godard.
De su calidad interpretativa, prosiguiendo la simbiosis artística con su marido, fueron a dar cuenta sus inolvidables creaciones de Naná en Vivir su vida (1962), un intento de reconciliación que a ella ni la satisfizo ni la hizo superar la pérdida del bebé que esperaban, y supuso el comienzo de una nueva ruptura. La Marianne de Pierrot el loco (1965) fue una de las cimas de las filmografías de los dos. Para entonces, ya había iniciado En la religiosa (1966), su colaboración con otro de los más grandes de la Nouvelle Vague: Jacques Rivette. Esporádicamente, seguirá trabajando hasta los años 90.
Tras su ruptura definitiva con Godard, pese a rodar con cineastas del calibre de Agnès Varda, Luchino Visconti, George Cukor, Rainer Werner Fassbinder o Volker Schlöndorff, la actriz nunca llegará a las cotas interpretativas alcanzadas con su exmarido ni a ser la estrella que hubiera cabido esperar. Si acaso Anna (1967), un telefilme de Pierre Koralnik sobresaliente como una buena película.
Aún habrá que hacer hincapié en un par de títulos del gran Godard. El primero es Lemy contra Alphaville, una extraña aventura de Lemy Caution (1965). Se trata de una de las obras maestras de la ciencia ficción europea de los años 60, en la que la actriz incorporó a Natacha von Braun, otro de sus grandes personajes. Pero también hay quien cifra la cinta en base a un único afán: el de Lemy (Eddie Constantine) para que Natacha diga “te amo”. No era otra cosa que la trasposición del deseo que tenía Godard de volver a escucharle eso mismo a su mujer.
Mas cuanto había entre ellos tenía tanto peligro como genialidad. Ella volvió a intentar suicidarse y él la recluyó. Esta vez en un psiquiátrico. La sacó de allí para un nuevo rodaje: el de Banda aparte (1964). Aunque cronológicamente es anterior, lo he citado en segundo lugar porque su calado —tanto en mi experiencia cinéfila como en la historia de la sedición cultural del amado siglo XX— es mucho mayor.
Es en Banda aparte donde Anna —Odile en aquella ocasión— atraviesa a la carrera, flanqueada por Franz (Sami Frey) y Arthur (Claude Brasseur), una sala del Louvre. No hay duda: esa es una de las secuencias más hermosas y conmovedoras de toda la historia del cine. Entre las muchas citas literarias que trufan la cinta —toda la filmografía del gran Godard— yo me quedo con una de T. S. Eliot. Está escrita en el encerado de la academia de inglés a la que asiste Odile. Reza que “lo clásico es igual a lo moderno” y ahora se me antoja lúcida y esplendorosa como el madison que Odile baila en este mismo filme.
Decía el maestro que para hacer una película sólo hace falta una chica y una pistola. Anna Karina —por encima de Jean Seberg, con la que no parece que congeniara, y Anne Wiazemsky, su segunda esposa y musa— fue su chica. Lo que hubo entre Anna Karina y él no podía durar. Ella siempre recordó a Godard como el gran amor de su vida. Yo siempre la recordaré a ella atravesando el Louvre a la carrera y bailando el madison.
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