Foto de portada: M. Velasco – A. Montero
Poco antes de que en Francia comenzaran a rodar cabezas de reyes y aristócratas y se empezase a cantar lo de «Allons enfants de la patrie, le jour de gloire est arrivé!«, en las plazas de París las mujeres trabajadoras se organizaban para liarse a garrotazos con los defensores del Antiguo Régimen. Pero una vez que consiguieron la gran victoria, sus compañeros se la dieron con queso y las marginaron de nuevo. Lo mismo les pasó a las pintoras y al resto de artistas y a todas las que probaron suerte en parcelas dominadas por los hombres. Y la cosa fue a peor con los burgueses que solo las querían como madres y para «admirar su belleza»; en Francia, España y el resto de Europa. Afortunadamente, hubo luchadoras que no se resistieron a su suerte, y escritoras posteriores, como Ángeles Caso —ganadora de los premios Planeta y Fernando Lara—, que narran para las nuevas generaciones las vidas de estas mujeres que fueron borradas de los libros de arte y de historia. La periodista —que inició su proyecto de genealogía femenina con Las olvidadas— acaba de publicar un entretenido y jugoso ensayo que rescata del olvido a un grupo de mujeres, criticadas y repudiadas por las élites masculinas por reclamar su espacio. Las desheredadas (Lumen) es un manual para recuperar a unas heroínas del pincel, de la pluma y de la palabra a las que quisieron callar, pero todavía gritaron más fuerte.
Hablamos en Zenda con Ángeles Caso de lo misógino que era Baudelaire, de un fraile que se hacía preguntas jugosas, de organizar una sublevación contra el Gombrich y del legado de la eterna Pardo Bazán.
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—Cada capítulo de su libro comienza con dos citas: una de un hombre, de pensamiento bastante cavernícola, que niega al sexo femenino la posibilidad de ser algo más que un objeto de deseo, y otra de una mujer que denuncia la desigualdad a la que están sometidas. Cada vez que una mujer intentaba sacar la cabeza había un burgués dispuesto a dar un capón.
—Absolutamente. Pero no solo hombres, también había muchas mujeres que los daban, que vivían —y todavía viven— sumidas en el espíritu patriarcal porque les resultaba muy cómodo seguir manteniendo ese tipo de cultura. Como comento en el libro, a principios del siglo XIX todavía seguía presente el Antiguo Régimen. Había una misoginia, pero esa propia misoginia —presente en tantos textos de moralistas, de poetas, de filósofos…—, en realidad, contenía el reconocimiento de la posibilidad de poder, de autoridad, de autonomía de las mujeres. A partir de ese siglo XIX, con la construcción de la sociedad burguesa, todo esto se eliminó. En el nuevo régimen «democrático», cuando esas mujeres tenían algo que aportar al mundo eran rápidamente guillotinadas; algunas, incluso literalmente, y a las otras, como dices, pues se les daba un palo en la cabeza.
—Un capón.
—Un capón para que se volviesen a sumir en lo que yo llamó la masa gris amorfa. Desde que nace la especie sapiens, ha habido un mundo protagonizado por hombres, muchos de los cuales han hecho cosas extraordinarias, y luego ha habido una masa gris amorfa, la mitad de la humanidad, todo el género femenino, que según el relato historiográfico no ha hecho nada valioso. Por eso en el siglo XIX cuando una mujer intentaba levantar la cabeza la sociedad se apresuraba a hundirla.
—Entre esas citas masculinas hay un montón de perlitas como la del pintor Pierre-Auguste Renoir: «La mujer artista es meramente ridícula, aunque yo estoy a favor de las cantantes y las bailarinas».
—Claro. La mujer cosificada. Está bien que la mujer sea cantante o bailarina. Aunque ni siquiera eso ha estado siempre admitido: en la Inglaterra isabelina las mujeres tenían prohibido actuar, eran los hombres los que asumían sus papeles en el teatro en la época de Shakespeare. Pero sí, ese papel de la mujer como objeto, que se exhibe ante los ojos de un público mayoritariamente masculino, casi siempre ha estado bien visto. Esa frase de Renoir lo resume muy bien: hasta ahí os permitimos llegar. Eso es algo que yo he vivido. No me gusta nada ser quejica, pero creo que hay que contar las cosas. Además, ahora con la edad que tengo me da igual. En mi caso, hubo un contraste en cómo fui recibida y tratada por la crítica mientras era presentadora de televisión a cómo lo fui cuando empecé a publicar libros. Pasé de ser una mujer admirada a recibir unos determinados adjetivos a mi literatura —que a mí que soy tan punki me parecieron terribles— como cursi y sentimental. He vivido la diferencia entre ser una mujer objeto —aunque el mío fuese un trabajo periodístico, formas parte del Show Business— y otra diferente una vez que estás demostrando que tienes tus propias posibilidades intelectuales y tu propia voz.
—Al final de la introducción a su libro, dice que con este libro usted ha querido entender a esas mujeres que han sido borradas. ¿Cuánto trabajo queda para recuperar su memoria y comprenderlas?
—Hay varios aspectos diferentes en esto. Desde el punto de vista académico, hay un trabajo que está en plena elaboración. Hay cada vez más trabajos de investigación de género, un fenómeno que empezó en Estados Unidos en los años 70 y que, poco a poco, se extendió enseguida a Francia, Reino Unido y Alemania. A España tardaron algo más en llegar, pero han cambiado muchísimo las cosas en los últimos 25 años. Llevo leyendo y trabajando en estos temas desde que acabé la carrera. En 1981 cuando viajaba me compraba esos libros y también se los pedía a mis amigos cuando iban a esos países. Desde que yo publiqué Las olvidadas, hace 20 años, hasta ahora ha habido una gran aportación del mundo académico y un cambio enorme en el mundo museístico. Me siento un poco como la madre de la Pantoja, (risas) pero yo he dado muchas charlas en museos, he publicado libros, he hablado con conservadores… No digo que haya sido yo quien lo ha provocado, pero sí que he jugado un pequeñísimo papel en ese cambio —al que se ha abierto el mundo de la conservación museística— para visibilizar a las mujeres artistas. Pero falta mucho en un campo que a mí me parece determinante, el de la enseñanza. Esto de lo que estamos hablando no ha llegado todavía ahí, y a mí eso es lo que más me preocupa. He comentado sobre ello con maestros, con pedagogos, con profesores. Ellos me dicen «bueno, vamos poco a poco», pero recuperar ese borrado del género femenino depende mucho de la voluntad de cada docente. Eso no puede ser así. Reviso a veces los libros de texto que estudian nuestras criaturas y me quedo horrorizada. Hace unas semanas, estaba haciendo los deberes con mi sobrina-nieta, que tiene 10 años, se trataba de un trabajo sobre el Descubrimiento de América, y en el libro se decía que el primer viaje de Cristóbal Colón lo había pagado el rey.
—¿El rey? ¿Y dónde estaba Isabel ese día?
—No solo no hemos adelantado, sino que vamos hacia atrás. Y eso con un personaje que siempre, por una serie de motivos ajenos a su condición de mujer, había sido respetado. Esto me preocupa muchísimo, porque estoy convencida de que hasta que no eduquemos a nuestros niños en ese camino no vamos a conseguir la igualdad. Si esto no cambia va a seguir habiendo niñas y adolescentes pérdidas por no tener referentes para sus talentos, y niños y adolescentes que crezcan sin respeto al género femenino porque les han enseñado que es una cosa menor. Esto es algo que me parece gravísimo y que denuncio en las presentaciones de este libro: ¿quiénes hacen los libros de texto? ¿Cuáles son sus criterios para elaborarlos?
—En el siglo XVIII en Francia el 20 % de los maestros pintores eran mujeres. ¿Cómo lo lograban en una sociedad que solo les permitía ser madres y esposas?
—Me interesa mucho contar esa fractura que se produce justo con la Revolución Francesa, que es el origen de la construcción de la sociedad contemporánea. Todavía procedemos de ahí. Es en ese momento donde descubrimos la clave del papel que se nos otorga a las mujeres. Vemos que en el Antiguo Régimen, con toda su misoginia, se aceptaba el trabajo de las mujeres, en todas las actividades imaginables, también en las artes. Había pintoras reconocidísimas que tuvieron un gran éxito, ganaban fortunas y recorrían Europa. Sabemos que había cinco mujeres pintoras pertenecientes a la Academia Real Francesa de Pintura y Escultura. Cuando llegó la Revolución quedó abolida esa Real Academia, montaron un nuevo organismo, que es el Instituto de Francia, que con el tiempo vuelve a convertirse en Academia ya sin el Real delante, que prohibió el acceso a las mujeres, también a las que querían acceder a la enseñanza. Su argumento —que me parece el colmo de la perversión— era que las señoritas decentes no pueden acceder a las clases de desnudo al natural, algo fundamental en la formación de un artista. La nueva sociedad burguesa relega a las mujeres mucho más de lo que había ocurrido en los siglos anteriores. Se construyó un artefacto discursivo moral envuelto en tules, sedas y lazos —textualmente, porque así es como vivían— que las convence de que todo lo otro es malo. En ese momento se fabricó el mito del «ángel del hogar». La pregunta es: ¿y qué pasa con las mujeres que tienen que posar desnudas para los pintores en esas academias? Ahí se ve claramente cómo el género femenino de las trabajadoras quedó abandonado completamente por la moral burguesa; a ellas no hay que protegerlas, porque son chicas del arroyo.
—Si hay un libro famoso en la historia del arte ese es el Gombrich. Otro clavo más en el ataúd de las mujeres pintoras.
—El Gombrich sigue reeditándose a día de hoy. Estuve hace unas semanas en el Museo del Prado dando una charla, me acerqué a la librería y coincidió que estaban colocando un montón de ejemplares del Gombrich. En las presentaciones que estoy teniendo de mi libro, siempre hay alguna chica o algún chico que está estudiando en alguna escuela de Bellas Artes y todos me dicen que esta obra sigue siendo el manual de estudio. Este libro se publicó en 1950 y podríamos excusarlo por ello, pero es que se sigue estudiando a día de hoy y continúa en librerías como las del Prado. ¡Están vendiendo un manual de arte con cero nombres de mujer en su índice! No tengo redes sociales ni soy una activista, pero creo que hay que iniciar algún tipo de acción contra el Gombrich.
—¿Negarse a estudiarlo?
—¡Es que no puede ser! Porque es mentira lo que cuenta. Tienen que ponerle una pegatina que diga: «Este libro es ficción».
—Resulta curioso que fue un hombre de la iglesia, el padre Feijoo, el que se hizo una pregunta importante: ¿tienen las mujeres las mismas aptitudes intelectuales que los hombres? Una cuestión muy avanzada para su época, el siglo XVIII.
—De vez en cuando, a lo largo de la historia, te encuentras estas figuras de hombres maravillosos que trataron de acompañar a las mujeres en su lucha por el respeto, la independencia y la autonomía. Y que lo haga un hombre de la Iglesia, catedrático de Teología en la Universidad de Oviedo, que vivía encerrado en una celda del monasterio de San Vicente —donde yo estudié mi carrera de historia del arte—, es impresionante. Además fue muy valiente, porque se la jugaba con la Inquisición. El padre Feijoo supo decir claramente: «¿Qué estáis haciendo, tíos? ¿De qué vais? Si vuestras mujeres son fantásticas. ¿Por qué las estáis ahogando? Vais de listos y os comportáis como unos imbéciles». Y todo eso lo hace además con su sarcasmo gallego.
—En el otro equipo, el de los moralistas, estaba Antonio Arbiol, que definía a las mujeres como venenosas culebras. Cuando Rigoberta Bandini cantó «¿por qué os dan tanto miedo nuestras tetas?» lo clavó. ¿Puede ese borrado de las mujeres, esa discriminación, venir del miedo?
—En la misoginia lo que hay fundamentalmente es miedo. Miedo por algo que tenemos las mujeres y que los hombres no poseen: nuestra capacidad para engendrar hijos. Y para tenerlos con quien nos dé la gana, que a veces no es el marido. Ese miedo que hay en la sociedad viene desde los tiempos de Mesopotamia. La propiedad privada y la herencia han tenido siempre un valor enorme desde entonces, y de ahí surge ese miedo al poder que tiene la mujer de engañar al hombre y hacer pasar por suyo un hijo que es de otro. Eso es algo que tiene mucho que ver con la misoginia y en general con el patriarcado. No sé si recuerdas el texto que cito en el libro de Baudelaire.
—El de Baudelaire sí que es un buen capón: «Si tiene hambre, quiere comer; si sed, quiere beber. Está en celo, y quiere ser follada. ¡Qué gran mérito! La mujer es natural, es decir, abominable. Por eso siempre es vulgar».
—Lo mejor de todo es que es mi poeta favorito. (Risas) Suelo decir en broma que para mí la poesía acabó con él. Pero cuando lees lo que dice… ¡Da miedo! También hay que entender su contexto: el miedo a la sífilis. El XIX fue un siglo cuajado de prostitutas y donde está muy presente el contagio de la sífilis. Muchos de esos artistas, que frecuentaban los burdeles, murieron por esa enfermedad. Ese miedo al contagio generó un discurso misógino más aterrador todavía.
—Una mujer muy citada en la obra, Emilia Pardo Bazán, fue la que puso nombre a los asesinatos de mujeres, «mujericidios», y que sufrió ataques de sus colegas cuando se proponía su ingreso en la Academia. Acabamos de celebrar su aniversario. ¿Ha sido convenientemente reivindicada por todas y todos?
—No. No la reivindicamos suficientemente. Hay quien la conoce —no todo el mundo— como una escritora, novelista, autora de cuentos, pero Emilia Pardo Bazán fue una intelectual muy grande. Lo que pasa es que la palabra «intelectual» jamás se le adjudica a una mujer. ¿A cuántas mujeres has oído tú que se las califique así?
—A bote pronto, Susan Sontag; pero siempre se le ponen reparos.
— «Esta» intelectual nos cuesta decirlo; «este» intelectual nos resulta más fácil. Pardo Bazán fue una gran intelectual porque abarcó infinidad de actividades. Ella fue probablemente la primera mujer que utilizó la palabra «feminismo» en España, además de «mujericidio», que has comentado. Desde su posición privilegiada, podía haber escrito como Fernán caballero, haberse limitado a eso porque formaba parte de la élite y dar la razón al patriarcado. Pero ella se rebeló contra eso. Emilia Pardo Bazán puso su voz para esas mujeres que no la tenían, habló en sus relatos de la violencia machista y de las mujeres rebeldes —como en el cuento «El encaje roto»—. Que no la honremos como la madre del feminismo español…
—El nuevo ministro de Cultura, Ernest Urtasun, en su toma de posesión reivindicó a varias mujeres, pero de Emilia Pardo Bazán se olvidó o se quiso olvidar. Parece que da cosa hablar de ella.
—Porque pertenecía a una clase privilegiada, porque era conservadora políticamente, porque se reivindicaba como católica… Aunque esto último yo no me lo creo, porque al mismo tiempo tenía esta relación adúltera maravillosísima con Galdós. La memoria que nos ha llegado de ella a través de «los intelectuales contemporáneos» es la de una metomentodo que daba muchísima lata, que molestaba muchísimo, que no callaba nunca y que opinaba de todo. ¡Claro! ¡Como ellos!
—Miquiño mío, el libro de las cartas que escribió a Galdós, es fabuloso.
—Es una maravilla. Te voy a contar una cosa. Llevo casi cuatro años intentando que Televisión Española, la televisión pública de este país apruebe un proyecto que yo he hecho: una miniserie de ficción de cuatro capítulos sobre la historia de amor entre Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós. Y también sobre su primer amago para entrar en la Academia y cómo se le echan todos encima.
—Terminamos. ¿Qué nuevas injusticias culturales, y también sociales, va a denunciar en su próxima obra?
—No lo sé. Estoy un poco perdida. Tengo proyectos… Pero estoy en un momento en el cual necesito un cambio de vida. Quizás tengo que irme de España. La industria cultural ha cambiado mucho y, aunque tengo muchos intereses y la mente muy abierta, me doy cuenta de que a lo mejor tengo que probar con otra actividad.
—Entonces no está perdida.
—(Risas) No. Es verdad. No estoy perdida. Estoy en un momento de dudas para ver hacia dónde hago ese cambio.
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