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Andres Aberasturi: "Lo que he aprendido de la vida es que no hay lecciones de vida que aprender" - Zenda
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Andres Aberasturi: «Lo que he aprendido de la vida es que no hay lecciones de vida que aprender»

Andrés Aberasturi, “Aberas” para los amigos, transita por la vida como pidiendo perdón, aunque nadie sabe muy bien por qué. Lo que sí sabemos  es que es uno de los grandes del periodismo, que ha dirigido y presentado programas informativos y de entretenimiento en varias cadenas de televisión y que en radio hemos escuchado su...

Andrés Aberasturi, “Aberas” para los amigos, transita por la vida como pidiendo perdón, aunque nadie sabe muy bien por qué. Lo que sí sabemos es que es uno de los grandes del periodismo, que ha dirigido y presentado programas informativos y de entretenimiento en varias cadenas de televisión, y que en radio hemos escuchado su característica voz, su tono pausado y grave, en emisoras como Onda Cero o RNE. En esta última aún podemos seguir oyéndole cada mañana —no demasiado temprano, porque ya no le gusta madrugar— en el espacio que dirige Pepa Fernández. Además, ha tenido tiempo de escribir varios libros, entre ellos los poemarios Un blanco deslumbramientoEl libro de las despedidas y Cómo explicarte el mundo, Cris, una larga carta dedicada a su hijo, nacido con parálisis cerebral.

Coincidiendo —aunque casualmente— con los meses más duros de la pandemia, Andrés ha escrito un libro, Vi luzy entré (La Esfera de los Libros) que, como todos los que nos cautivan, es difícil de definir. Con prólogo de José Luis Garci y epílogo de José Ramón Pardo, bien podría ser un diario, porque cada entrada comienza con una fecha, pero también un ensayo e incluso unas memorias; está escrito en prosa y sin embargo los poemas se cuelan entre sus páginas, quizá, porque sigue a la búsqueda de “ese Verso final, el Verso definitivo que lo explique todo”.

Son meditaciones, divagaciones, una conversación con todos los yoesque le habitan. Y es que Andrés es uno y es muchos, es coherente y contradictorio, y ahora, pasada la séptima década de su vida, ve llegado el momento de recapacitar sobre sus decisiones, sobre lo que es y lo que ha sido. Porque cree que, a ciertas alturas de la vida, solo nos quedan dos opciones: la reflexión o la trivialidad y él ha optado —inevitablemente— por la primera. Pensamientos de un anciano, lo llama él, aunque bien podrían ser los del eterno adolescente que no se resigna y sigue preguntándose cada día por la razón y el desasosiego de vivir.

*********

—El libro comienza en diciembre de 2019 y termina en julio de 2021, cuando cumples 73 años. ¿Por qué esa necesidad de revisión de tu propia vida, justo en este momento, coincidente además con la pandemia?

"Hay quien pasa la vida y no se hace ninguna pregunta, y me parece muy bien, y otros que de repente nos paramos y a estas edades nos preguntamos: ¿Qué he hecho? ¿Lo he hecho bien?"

—Pues yo creo que es un buen ejercicio, ¿no? Decía Susan Sontag que la nostalgia no es nada enfermizo, y sin embargo está muy denostada. Hay quien pasa la vida y no se hace ninguna pregunta, y me parece muy bien, y otros que de repente nos paramos y a estas edades nos preguntamos: ¿Qué he hecho? ¿Lo he hecho bien? ¿Lo he hecho mal? ¿No lo he hecho? Seguramente sabiendo que no vamos a tener respuestas, claro. Que coincidiera con la pandemia fue una casualidad. Yo empecé a escribir porque se me ocurrió, un día y otro día, y después fui poniendo fecha a lo que escribía, y de repente llegó la pandemia. Pero yo no tenía intención de escribir algo sobre esta etapa, de hecho está muy de refilón, hablo muy poco de ella.

—“El hombre no aprende nada ni de su propia exterminación”, dices en un momento de tu libro. ¿Nos falta inteligencia o nos sobra egoísmo?

—Yo creo que nos sobra egoísmo. El problema es que somos inteligentes y no lo demostramos, pero yo no sé muy bien por qué se hacen las cosas que se hacen, por qué la vida es como es. Es lo que pregunto en este libro y probablemente llevo preguntándome toda la vida. Cómo es posible que sigamos como estamos después de conocer toda nuestra historia y de volver a repetirla y de volver a caer en las mismas atrocidades, en las mismas injusticias… Y en ese sentido, a la hora de rememorar un poco el pasado y de ver la vida un poco desde lejos, te produce un desencanto. O sea, ¿era esto? ¿Todo esto era para nada, para volver a lo mismo, una y otra vez?

—¿No aprendemos de los errores? ¿Ni de los de otros, ni de los nuestros?

"Fíjate en lo que ha ocurrido solamente en los dos últimos siglos: la Primera Guerra Mundial, la Segunda, la Guerra Fría y ahora esto que está pasando. Es como un hacha"

—Estamos llenos de frases de esas, “si uno no conoce su historia, está condenado a repetirla”, que no sé si serán verdad o mentira, pero la historia lamentablemente se repite. Fíjate en lo que ha ocurrido solamente en los dos últimos siglos: la Primera Guerra Mundial, la Segunda, la Guerra Fría y ahora esto que está pasando. Es como un hacha. Vivimos la Guerra Fría como una amenaza permanente, luego se tira el muro y dices: «Ha empezado una nueva época con la perestroika y todo lo demás, vamos a ocuparnos de que no haya hambre, de que los niños no se mueran de hambre». Y ves que en lugar de eso se dedican a hacer cosas que no tienen nada que ver con nosotros, con los seres humanos. No sé, es todo muy desencantante, perdona que insista.

—Reivindicas el derecho a contradecirte, como ya hizo Walt Whitman. ¿Como afrontar las propias contradicciones? ¿Admitiendo que somos muchos en uno mismo? ¿O simplemente que somos seres cambiantes?

—Somos seres fundamentalmente cambiantes. Aunque habría que distinguir dos planos: como individuos y como sociedad. Yo creo que como sociedad cambiamos mucho menos que como individuos y somos mucho más desastrosos. Sin embargo como individuos cambiamos, y eso es bueno. Yo soy muy partidario de cambiar, de contradecirme. Me asustan los hombres de una pieza. Creo que hay que evolucionar y preguntarse y encontrar respuestas y luego ver que esas respuestas no te sirven y buscar otras.

—Porque la vida te va llevando, ¿no?

—Sí, claro, si tú fueras capaz de llevar la vida por donde tú quieres… Pero eso es una utopía. No hay proyectos de vida, es la vida la que te proyecta a ti y te proyecta de una forma caprichosa y casual. Somos en definitiva el fruto de un millón de casualidades que nos hacen estar donde estamos. Para que tú y yo estemos hablando ahora, bueno, han tenido que pasar tal cantidad de cosas que nos han puesto al final a los dos hablando sobre un libro… que esto es una especie de cosa absurda, de azar, que no controlas, que no controlas nada.

—¿La conciencia es una trampa? ¿Solo se puede ser feliz sin saber?

—La conciencia es… no es una trampa, es una putada (ríe). Claro, porque la conciencia y la memoria van muy unidas. El pasado es el que es y es irreparable, para bien y para mal, aunque te engañas permanentemente, porque te construyes unas historias y un pasado que realmente no sabes si es así o lo has reformado.

—Construyes tu propio relato.

"Recuerdas cosas que te duelen y que no las puedes olvidar, igual que recuerdas cosas buenas. Y eso está bien"

—Sí, pero es un relato en el que tampoco tienes poder de seleccionar: esto sí, esto no; o sea, está ahí. Recuerdas cosas que te duelen y que no las puedes olvidar, igual que recuerdas cosas buenas. Y eso está bien, y en ese sentido es una realidad que no sabes si es muy verdad del todo, pero con la que tienes que convivir. Es una realidad que llevas y no hay forma de quitártela.

—¿Te cuesta perdonarte?

—No, porque tampoco me ofendo a mí mismo demasiado. A mí me gusta una frase de esas tópicas, “esto es lo que hay”, para bien y para mal. «Ahí me he equivocado, pues sí, ¿y qué?», «Ahí he acertado, pues sí, ¿y qué?».

—¿Qué lección de vida has aprendido, si es que has aprendido alguna?

—He aprendido… que no hay lecciones de vida que aprender (ríe), no hay un libro que te explique la vida, gracias a Dios. Hay un texto dirigido a mi hijo, en el libro, que le digo que no le puedo dar el secreto de nada, ni el mapa del tesoro, ni las llaves del templo… Yo creo que eso resume un poco tu pregunta, que no hay nada que puedas descubrir o que puedas dejar en herencia.

—¿Cuanto mayor eres menos certezas tienes?

—Claro, ese es el problema, vas pidiendo respuestas cuando eres un crío, “¿y por qué?”, eso tan típico de los niños, y entonces te conformas con lo que te dicen. Luego eres adolescente y esas respuestas ya no te sirven y tienes otras, y eres joven y ya no te sirven las del adolescente, y llegas a la madurez y no te sirven las de juventud, y así te pasas la vida preguntándote y buscando respuestas, porque seguramente no las hay. Pero no solo yo a título individual, que soy un aprendiz de nada, es que la humanidad lleva haciéndose las mismas preguntas desde que está sobre la Tierra. Toda la filosofía es en definitiva la búsqueda de una certeza, de algo a lo que agarrarse. Y cuando llegas a la conclusión de esto, después de 73 años, pues para qué voy a seguir buscando.

—Dices también que te sientes un marginado en este siglo XXI, que no te sientes parte de él. ¿Has renunciado a entenderlo?

"Soy un señor del siglo XX, donde toda mi gente, mi mentalidad y casi todas las cosas importantes que me han pasado ocurrieron hace ya tiempo"

—No es que haya renunciado a entenderlo, pero no es mi hábitat. Soy un chico…(se interrumpe), bueno, soy un señor del siglo XX, donde toda mi gente, mi mentalidad y casi todas las cosas importantes que me han pasado ocurrieron hace ya tiempo. ¿Y qué sorpresas quedan? ¿Qué cambios puede haber? Pues no lo sé. Cuando la vida empieza a ser previsible es cuando empieza un poco —una palabra que no me gusta— la decadencia, y es importante saber llegar a ella con cierta dignidad ¿no? Es decir, esto ha sido, y ha estado bien y ya está, y que sigan en el siglo XXI los dueños del siglo XXI, mis nietos.

—En el libro escribes una preciosa declaración de amor a quien es tu pareja desde hace mucho tiempo. Terminas contando que te levantas y, casi sin hablar, con un mínimo gesto de complicidad entre los dos, os lo decís todo. ¿Esa es la magia del amor? ¿Que hay un mundo, un lenguaje, que solo esas dos personas conocen y que solo ellas pueden habitar?

—Hasta cierto punto sí. Yo no quiero universalizar lo que me pasa a mí. Hay gente que necesita expresar muchas cosas y otras que son más hurañas (como el de la canción de Cecilia, que le mandaba violetas, y luego con ella era un desastre). A mí me cuesta mucho expresar verbalmente algunas cosas, lo digo en el libro. Escribo y he escrito mucho sobre Lupe, sobre nuestra relación, sobre nuestra historia, seguramente porque hemos vivido juntos muchas cosas, y alguna muy fuerte, pero luego es que “nos sabemos”, nos sabemos mucho. Todo es muy cotidiano y a la vez muy primera vez todo.

—Lo apuntas en el libro: La cotidianidad no se cotiza en ningún mercado. ¿Cambia el concepto de amor con el paso del tiempo?

—Es que es eso, todo el mundo quiere sentir mariposas todo el tiempo. Pues mire, es que las mariposas tienen una vida muy cortita. Son muy bonitas, pero enseguida desaparecen, cambian, y ya no tienen por qué volar como volaban, porque ya han bebido su sorbito de vida y se han apagado. Pero quedan un millón de cosas más: un gesto, una mirada, una frase que se dice a la vez, una palabra en la que coincides, yo que sé… Hay tantas pequeñas cosas que no les das importancia y que sin embargo son las que sostienen todo el edificio.

—Hay un famoso poema de Jaime Gil de Biedma que me encanta y que citas: Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde”. ¿Cuándo comprendiste tú el verdadero sentido de estos versos?

"La vida no va en serio, la vida te lleva, te trae, te tira, te levanta, te hace fracasar, pero es algo que es permanentemente pasajero"

—He citado muchas veces ese poema porque, al igual que a ti, me parece fantástico, muy real. El problema es que creo que ahí nos confundimos Jaime, tú y yo, porque lo que habría que preguntarse es “que la muerte iba en serio lo supimos más tarde”. Ese es el gran hallazgo. Cuando ves que estás ya en la primera fila y que estadísticamente eres lo que eres y te queda lo que te queda, eso es lo que verdaderamente va en serio. La vida no va en serio, la vida te lleva, te trae, te tira, te levanta, te hace fracasar, pero es algo que es permanentemente pasajero. La miseria y la grandeza del hombre es que la única, la única —repite— certeza que tiene es que se va a morir. Y cuando te das cuenta de eso en serio, entonces es cuando empiezas a plantearte cosas, o a no plantearte, o a cambiar, o a olvidarte o a prepararte. A educarte a eso, a morir, que es una cosa complicada pero bueno, que está ahí.

—¿A qué le temes más, al deterioro de los años, a esequedarte sin voz, o a la muerte?

—Teóricamente al deterioro. Lo que pasa es que yo creo que cuando llega ese trance, si no eres demasiado consciente de todo eso… en el tema del Alzheimer, por ejemplo. Es un tema apasionante, porque por una parte elimina los miedos, pero por otra te convierte en un sujeto sin pasado, en un ser aislado. Y la verdad, tiene que ser terrible, pero por otra parte, el que lo vive no lo vive así, por lo menos en los últimos momentos… No tienes esa conciencia de que esté pasando, ¿no? ¿Y eso es bueno o es malo? Pues no lo sé. En principio, visto desde fuera es malo, pero visto desde dentro a lo mejor es una de las salidas que se tienen: la ignorancia. Lo fantástico de los animales es que no saben que se van a morir, y el gran problema del hombre es que es lo único que sabe.

—¿Es importante aprender a llamar a las cosas por su nombre? 

—Es necesario no engañarse, ser un poco coherente con lo que crees, con lo que vives, con la forma en que entiendes el mundo, en que entiendes la vida. Engañarse, hacerse trampas al solitario, es muy tentador, pero es inútil, porque como sabes que te has hecho trampas es un poco como lo de la memoria que hablábamos antes.

—Hay gente que vive engañada, y tan feliz

—Lo que pasa es que es una felicidad que no sé si me apetece vivir. A mí me parece respetable, porque te encuentras con un montón de gente que, bueno, no se plantea ningún problema y que no se mete en estos líos en los que nos metemos algunos, y son felices y viven muy bien. Y no es que yo no sea feliz, por supuesto que lo soy (que lo estoy), pero eso debe de ser genético. Cada cual es como es, y que Dios nos ayude a todos.

—Cambiando de tema: hablemos de la profesión. ¿Por qué elegiste el periodismo? ¿O fue el periodismo el que te eligió a ti?

"Me he pasado media vida en los talleres y corrigiendo a los demás, con el olor de la tinta, las rotativas, todo ese mundo que ya no existe y que me parecía apasionante"

—No, no, eso sí que lo elegí yo. Y además, creo que acerté. Tenía muchas vocaciones frustradas: camionero, portero de finca urbana… pero no había carreras para eso, y de periodismo sí. Y a mí me gustaba escribir, creía que el periodismo era escribir, aunque luego me di cuenta de que no. Me he pasado media vida en los talleres y corrigiendo a los demás, con el olor de la tinta, las rotativas, todo ese mundo que ya no existe y que me parecía apasionante. Y cuando ya dejé de estar en cierre y estuve de reportero, también me parecía muy bonito, y cuando me llamaron para hacer una columna me pareció la culminación de esta historia.

—¿En cuál de los medios te has sentido más cómodo, en prensa, radio o televisión?

—En prensa escrita, fundamentalmente, pero por lo que te digo del siglo pasado. Cuando yo estudiaba periodismo quería ser periodista de periódico, quería ser redactor jefe de La Verdad de Murcia, era mi máxima ilusión. Es que ni en televisión ni en radio había periodistas. Había otra cosa, pero no periodistas. Todavía el papel me sigue pareciendo una maravilla, me sigue pareciendo lo más serio del periodismo. Es una tontería, porque no es así, pero para mí… estoy educado sentimentalmente en eso.

—¿Ha cambiado mucho el periodismo en los últimos años?

—Yo creo que demasiado, ¿no? En su momento algunos dijimos, por lo menos yo, que el papel tenía los días contados, y efectivamente, ahora compras un periódico y te da un poco de pena, esos periódicos pequeñitos, delgaditos y que bueno, tampoco han sabido evolucionar mucho. Yo creo que en el periodismo de prensa escrita se va más hacia el columnismo, hacia la reflexión, hacia lo literario, que hacia lo informativo. La información ya no tiene sentido en el periódico, tiene sentido el ensayo, la explicación, el pensamiento, pero no la información. Y luego la información que se hace fundamentalmente en redes, en televisión y en radio, pues es muy espectáculo ya.

—Sobre todo la televisión

—La televisión es absolutamente espectáculo todo. Ya no hay diferencia entre informativos y programas de corazón o concursos, son todo lo mismo. Todo es grandioso, con luces, con espectáculo, al servicio de eso, y no es el periodismo que uno hubiera querido.

—La fama que te ha dado la televisión o la radio, ¿te ha ayudado en algo?

—¡Hombre, claro! Me ha ayudado a publicar. Eso lo reconozco con toda la humildad del mundo. Si no, no hubiera publicado ningún libro. Hay diez mil originales por editorial bastante mejores que cualquier libro mío y que no se publicarán nunca porque al que lo ha escrito no lo conoce nadie, pero sales en televisión y tienes esa ventaja. Y da igual que salgas de una cosa que de otra. El problema es que es una cosa muy de consumo.

—¿Qué te apetece más en esta etapa de tu vida, leer o releer?

"Yo he tenido muchas influencias, muchos maestros que me hubiera gustado escribir como ellos, gente muy diversa, desde Salvador Pániker hasta Paco Umbral"

—¡Uf! Releer, releer sobre todo, poesía o ensayo fundamentalmente. Novela casi nada, aunque casualmente ahora acabo de releer una, La conjura de los necios. Hace un montón de años que no la leía, incluso he descubierto cosas nuevas. Pero no, leer a Ken Follett así de golpe es como muy fuerte ya, no llego a tanto. No me da.

—¿Hay algún libro que te haya marcado, alguno que siempre esté ahí en tu cabeza?

—Yo he tenido muchas influencias, muchos maestros que me hubiera gustado escribir como ellos, gente muy diversa, desde Salvador Pániker hasta Paco Umbral. Me gustan los novelistas rusos, el realismo norteamericano, el teatro norteamericano, por ejemplo. El de los años sesenta me parece fantástico.

—Hay que fabricarse máscaras para sobrevivir, dices. Sin ellas el mundo  sería un lugar inhóspito. Sin embargo, supongo que para escribir tienes que quitarte esa máscara, ¿no?

"Dicen que hay que ser sincero, pero no, hay que mentir de vez en cuando, disimular, porque de otra forma terminaríamos a leches todos"

—¡Hombre! Hay quien escribe con máscara, ¿eh? Lo que pasa es que yo no sé escribir de otra manera. Ojalá pudiera escribir con máscara, o escribir de ficción, pero es que no me sale. Es que ni he intentado nunca escribir una novela, porque sé que en el folio quince ya la habría terminado, o sería larguísima y aburrida, no tendría nada que contar. Pero cuando escribes así, poesía o lírica, al final, quieras que no, eres tú y te vas desnudando, y en ese sentido resulta bastante impúdico. O sea, que tu sepas que yo le hago una cosa así en el pelo a Lupe y que le diga «¿qué tal todo?», pues es una cosa que  sabíamos ella y yo solos y ahora la sabe no sé cuánta gente. Pero me parece que está bien, que es perdonable. Y sí, para vivir son fundamentales las máscaras porque si no… es como la educación: dicen que hay que ser sincero, pero no, hay que mentir de vez en cuando, disimular, porque de otra forma terminaríamos a leches todos.

—Hay una fecha, la de tu cumpleaños, en la que pones fin a ese diario y afirmas que crees que conseguirás dominar la pulsión por la escritura, esa estúpida necesidad de encontrar la Palabra, la Gran Respuesta”. ¿De verdad piensas que eso es posible? ¿Crees que con este libro has drenado ya ese viejo corazón”?

—Yo creo que sí, porque ya no me queda nada por decir. Si escribiera más sería repetirme, y conviene decirlo todo alguna vez, pero no estar diciéndolo todo el rato, porque al final terminas diciendo lo mismo. Es como escribir columnas: cuando escribes todos los días una columna al final terminas diciendo las mismas cosas. Y con la vida pasa lo mismo. Yo creo que lo que podía contar está contado, entonces ¿para qué seguir, no? Creo que no compensa nada, porque no hay grandes novedades… ni creo que vaya a haberlas.

—Y una última pregunta. Casi al final del libro haces una reflexión que quizá lo resuma todo: Yo solo quería ser buena gente¿Crees que lo has conseguido?

—(Ríe) Sinceramente, sí. Aunque bueno, como todo en este mundo, manifiestamente mejorable. Pero no me puedo quejar, de eso no me puedo quejar. Todavía me miro al espejo y me mantengo la mirada, y eso me parece que es importante.

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María Jesús García

Periodista por vocación y lectora por pura supervivencia. Ha dedicado más de media vida a trabajos relacionados con la comunicación -humana, por más señas- y colaborado en revistas, diarios y medios de toda índole. Vive literalmente entre libros y a deshoras, también garabatea.

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