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Andrea Abreu: "De niña pensaba que los escritores eran hijos de escritores, ¡en mi casa no había ni libros!" - Zenda
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Andrea Abreu: «De niña pensaba que los escritores eran hijos de escritores, ¡en mi casa no había ni libros!»

Foto de portada: Álex de la Torre. *** —Genealogía de las cosas, Andrea: Panza de burro nace, como proyecto materializable, de tu conexión con Sabina Urraca; su escritura, sin embargo, la has llevado a cabo, como ella misma explica en el prólogo, sumergida en aguas precarias. —Por ir más atrás: yo siempre tuve en mí la...

Foto de portada: Álex de la Torre.

Un libro puede parecer a veces una cosa muy grande, como una estatua. Es más difícil pensar eso sobre una canción de Romeo Santos. Las complicaciones a la hora de categorizar los artefactos culturales pueblan el centro de centenares de debates; mientras, Andrea Abreu López (Santa Cruz de Tenerife, 1995) ha escrito Panza de burro (Ed. Barrett) como saltando a la comba en medio de un incendio. Los libros no dan tanto miedo, piensa uno mientras habla con Andrea; los libros dan el mismo miedo que una canción de Aventura, piensa uno mientras lee Panza de burro; la muerte sí que da miedo, y la tierra desprendiéndose, y el fuego, el fuego sí que da miedo.

***

—Genealogía de las cosas, Andrea: Panza de burro nace, como proyecto materializable, de tu conexión con Sabina Urraca; su escritura, sin embargo, la has llevado a cabo, como ella misma explica en el prólogo, sumergida en aguas precarias.

—Por ir más atrás: yo siempre tuve en mí la idea de escribir un libro sobre la amistad entre dos amigas. De hecho, el primer título de Panza de burro era precisamente ese: Mejores amigas. Todo nació alrededor de un poema que se me ocurrió en una Casa del Libro en Torrevieja: me di cuenta de que tirando de ese hilo me seguían saliendo poemas sobre el mismo asunto y, llegado un momento, comprendí que la poesía no era la herramienta que necesitaba para contar esta historia. No es que considere insuficiente a la poesía, pero para esto no me valía, así que empecé a buscar otras maneras.

—Supongo que aquí está el primer salto hacia lo narrativo.

—Escribí 14 o 15 páginas del tirón, las revisé y corregí durante dos semanas y las dejé guardadas. Tenía dos ideas principales: el uso de la oralidad como mecanismo formal y la relación preadolescente entre dos niñas como nudo argumental. Sin embargo, aquella novela no tenía mucho que ver con lo que ahora es Panza de burro. El caso es que me desmotivé. Poco después, por mi cumpleaños, me regalaron un curso con Sabina Urraca para desarrollar tu novela autoficcional. A medida que el curso avanzaba, yo no dejaba de pensar en otras posibles novelas, porque a aquella en particular le había cogido manía. No me gustaba lo que había hecho. Así que se mezclaron las circunstancias: Sabina nos mandaba tareas, yo soy un poco vaga y en aquel momento estaba haciendo unas prácticas que ocupaban la mayor parte de mi tiempo. Así que no llegaba a tiempo para escribir las cosas que ella nos pedía y acababa reciclando aquellas páginas que tenía guardadas. Mientras las leía en clase, yo no tenía ni idea de que a ella le estuviese gustando lo que había escrito; pensaba, de hecho, que no le interesaba en absoluto. Así que me quedé flipando cuando, unos días antes del final del curso, recibí una llamada suya proponiéndome sacar una novela a partir de lo que había leído en clase.

—¡Volviste a mirarlas!

—Exacto. Fue como un empujón. Reescribí aquellas páginas desde el nuevo prisma que me habían proporcionado las lecturas en las que estaba sumergida en ese momento, mayoritariamente autoras latinoamericanas con plena conciencia del empleo de la oralidad en la escritura. Autoras como Rita Indiana, Fernanda Melchor o María Fernanda Ampuero. Intenté comprender bien esos mecanismos, analizar cómo ellas los aplicaban y trasladarlos al canario. Sé que, a lo largo de la historia de la literatura canaria, este tipo de escritura se ha llevado a cabo antes de Panza de burro, pero no es algo particularmente común. Como veía imposible escribir la novela mientras hacía unas prácticas que me robaban el 60% de mi tiempo, decidí lo siguiente: si no me contrataban en el sitio en el que estaba, terminaría mis prácticas. No me contrataron y me fui. Me busqué un trabajo de vendedora de lencería a correr y todo sucedió así, como tú dices, precariamente: escribía la novela y trabajaba a media jornada en esta tienda. Es cierto que adoro Panza de burro, pero el de su escritura fue un periodo muy complicado de mi vida, ¡es que no estaba viviendo!; por la mañana era escribir y por la tarde trabajar.

Foto: Álex de la Torre.

—No sé cómo asumiste el hecho de tener que sistematizar tus procesos de escritura, de tener que implantar una rutina para poder sacar adelante la novela.

—Es cierto que me cuesta mucho ponerme en marcha y obligarme, pero también lo es que, desde pequeña, siempre he sido muy empollona. ¡Muy a mi pesar, soy una empollona! Así que, aunque me haga daño obligarme a escribir y pasarme meses en un trabajo que no me interesa, creo que soy capaz de hacerlo. Soy capaz de sentarme tres horas seguidas en el ordenador; soy capaz de hacer eso todos los días. Pero no negaré que fue difícil y que tuve que imponerme a mí misma una disciplina muy grande.

***

—Antes hablabas de que la poesía no era un mecanismo capaz de expresar aquello que tú querías contar en Panza de burro, así que quería incidir en esta transición entre estos dos códigos lingüísticos: pese a que tu formación es periodística, habías publicado el poemario Mujer sin párpados y el fanzine poético Primavera que sangra. ¿Por qué necesitaba Panza de burro ser narrado?

—En cierto modo pienso que Panza de burro puede leerse también como un poema, pese a la prosa. Lo que creo que he incorporado a mi vida son formas de contar las cosas y sí, como tú dices, llevo a cabo una especie de hibridación de códigos. Tengo que confesar que, para mí, todo parte en cierta medida del periodismo. El periodismo me ha enseñado a contar las cosas de una manera más rápida, sí, pero también —a través de autoras, por ejemplo, como Leila Guerriero— a incorporar la poesía en conjuntos textuales que, aparentemente, no tienen nada que ver con ella. Creo que, en el fondo… me atreví a escribir narrativa. Yo me sentía muy cómoda escribiendo poesía, solía pensar que la narrativa era para personas más inteligentes que yo. Creo que era Ida Vitale quien decía algo así como que escribía poesía por pereza, porque una novela requiere meses y meses de trabajo. Yo me sentía realmente incapacitada para estar meses escribiendo un libro.

Después de sacar Mujer sin párpados me alejé bastante de la poesía como tal, entendida como libro de poemas. Empecé a aproximarme más a la novela, a escribir relatos; un día me pregunté en serio por los motivos que me impedían escribir una novela. ¿Si era capaz de escribir una crónica larga o un reportaje largo, por qué no una novela? Al fin y al cabo, la novela también puede ser comprendida como una sucesión de poemas en prosa. Fue por esa vía por la que accedí, y también por la que me di cuenta de que sí que era capaz de escribirla. De que solo necesitaba dos cosas: sentarme y hacerlo.

—Estructuralmente, es cierto que la novela tiene un sentido fragmentario que la asemeja mucho a lo que podría ser un poemario, con capítulos cortos que funcionan por acumulación y superposición de imágenes —aun sin renunciar a esa construcción de la linealidad narrativa que le proporciona un sentido de conjunto al libro—.

—Creo que cada capítulo es una especie de poema o imagen, una cosa cerrada en sí misma. Sin embargo, también entendí que con eso no bastaba, que para construir una novela necesitaba dar forma a una macroestructura que superase todas las imágenes concretas. Al final, a pesar de que internamente el texto pueda parecer en cierto modo experimental por lo lingüístico, para mí Panza de burro es una novela de estructura clásica: planteamiento, nudo y desenlace. Quería jugar con esa contradicción, escribir una novela a la vieja usanza en lo estructural pero que guardase características experimentales en su interior.

Foto: Álex de la Torre.

—Dentro de esa transición poesía-prosa me parece más sustancial tu transición lingüística: en Mujer sin párpados es muy evidente, en tu empleo del lenguaje, la influencia de poetas como Sylvia Plath, Anne Carson o Alejandra Pizarnik; la tuya es una escritura muy doliente, que proporciona al cuerpo una función política central. En Panza de burro, sin embargo, se produce una suerte de liberación política, de regreso hacia lo infantil y hacia una forma más natural de integrar al cuerpo en el decir. Me explico: los elementos políticos están posicionados en el mismo lugar, pero no se dicen de la misma manera, no se explicitan sino que están integrados en los personajes, en sus formas de hablar y de relacionarse con el entorno que los rodea. 

—Yo me veo como una persona muy distinta en los poemarios con respecto a lo que hago en Panza de burro. También siento que mi forma de escribir poesía, o quizá la forma que he tenido de escribir en el pasado, es muy distinta a mi manera de escribir narrativa. Quizá sean dos vertientes de mí misma, no opuestas, pero sí diferentes. Y esa ruptura también tiene que ver con el progreso de mi forma de posicionarme políticamente y de expresar mis ideas. Cuando escribía Mujer sin párpados, entendía la escritura y lo político en un sentido mucho más… panfletario que ahora. Sentía que tenía que explicitar continuamente cuál era mi posición respecto a cada tema que afrontaba; a medida que el tiempo ha ido avanzando, he buscado otras maneras de expresar esas ideas. Ahora pienso, cogiendo el ejemplo de la cuestión del habla canaria, que es mucho más efectivo que un personaje represente mi posicionamiento a través de sí mismo que una manifestación explícita de mi opinión al respecto. Entonces yo veía la literatura desde un prisma más militante y activista; ahora pienso que no tengo la obligación de hacer que a la gente le queden claras las cosas. Y que tampoco tengo que imponer mi interpretación sobre lo que yo misma escriba.

—Es cierto que en la adolescencia imprimimos a nuestro discurso una gravedad que en cierto sentido… acaba por corromperlo. Tu forma de escribir, de hablar y de relacionar la escritura con el habla en Panza de burro, si no me equivoco demasiado, busca colocarse justo en el punto previo a la adquisición de esta gravedad, en el punto en el que todavía estamos capacitados para decir las cosas tal y como son, para no hacer explícito el mundo… pero, al mismo tiempo, seguir nombrándolo.

—Este ha sido un ejercicio de contención muy complicado para mí. Muchas veces, aunque mi intención fuese no explicitar lo que yo pensaba, el propio acto de la escritura hacía que se me escapase, que mis personajes dijesen cosas que no necesitaban decir. Una de las cosas que más me han costado a la hora de construir la novela ha sido cortar todas esas partes que sobreexplicaban. Estaba muy habituada a eso, a insistir, a hacerlo todo muy explícito, y aquí he intentado buscar lo esencial. Siempre digo que en esto, una vez más, el periodismo me ha ayudado muchísimo, porque en el ejercicio del oficio periodístico tienes que ir siempre a la clave del asunto. En esta novela he intentado hacer eso, ir directa al meollo, al punto central de las cosas.

***

—Aparcando un poco cuestiones formales, en Panza de burro también llevas a cabo una fijación espacio-temporal muy determinada a través de un empleo muy divertido e interesante de la cultura popular como herramienta de demarcación. Pasión de Gavilanes, Aventura, Pokémon… todos ellos construyen la educación sentimental de una niña específica que pertenece a un contexto sociocultural determinado. Esto no implica que su experiencia deje de poder universalizarse, pero sí delimita ciertos aspectos comunitarios que creo que explican bien el fondo político de la novela, relacionado con la idea de barrio, con las relaciones interpersonales de distancias cortas.

—Esto tiene mucho que ver con lo que hablábamos antes acerca de la forma en que tu forma de expresarte y escribir va mutando a medida que creces, acumulas lecturas y ganas perspectiva sobre tu propia vida. Ese yo dark adolescente, a través del cual proporcionas gravedad a todo lo que te ocurre, es también un yo muy avergonzado, avergonzado de todas aquellas cosas que han construido su personalidad a lo largo de su infancia, cosas de las que intenta huir constantemente. Me siento un poco vieja al decirlo, pero creo que he alcanzado una edad en la que, inevitablemente, he acabado por regresar a todas aquellas cosas que han construido mi personalidad a lo largo de mi vida, me guste o no. Al final, el yo es… cómo lo diría: una especie de bolita llena de otras bolitas. Somos pura experiencia, y creo que para mí ha sido muy negativo negar esa experiencia en el pasado. Una vez sobrepasado ese punto, me siento realmente madura y feliz de poder escribir algo que realmente representa mi identidad. Digamos que yo, en Panza de burro, simplemente me dejé ser en lugar de tratar de tapar mis ideas con las ideas de los demás. Traté de recuperar la esencia identitaria que tenía cuando era niña y que se diluyó al llegar la adolescencia, cuando traté de ser una escritora grandilocuente. Creo mi mayor acto político ha sido este: regresar al barrio, a las verdaderas referencias de mi vida, a la música de Aventura. Recuperar esa realidad y proporcionarle el lugar que merece. Afirmar que esa realidad también puede aparecer en un libro.

Meme: Luis Díaz.

—Volviendo a apuntar a la cuestión dialectológica y al uso de la oralidad en Panza de burro: creo que también es fundamental a la hora de reivindicar la herencia que recibimos de nuestros abuelos y abuelas, de las personas que no solo se construyeron en ese contexto, sino que vivieron siempre lejos de cualquier sentido cosmopolita, conservados dentro de esos códigos y empleando exclusivamente ese lenguaje. Las abuelas tienen una presencia fundamental en Panza de burro —bastante mayor que la de las madres, por ejemplo—, con lo que también las colocas en esa posición de constructoras de una identidad que permanece, de manera subyacente, en aquello que somos.

—En Panza de burro trato de conciliar dos vertientes muy diferenciadas, que son las que creo que conforman a mi generación, la de los 90, en cuyo interior conviven dos realidades: por un lado, la de las abuelas, porque básicamente fueron ellas quienes nos criaron, dado que nuestros padres estaban fuera de casa trabajando; por otro, la de las canciones en las que el spanglish estaba integrado, la realidad de Internet y el Messenger. Esa unión tan extraña genera una suerte de Frankenstein hermoso —¡o a mí me lo parece, al menos!—, y yo sentía que no había sido narrada lo suficiente, sentía la necesidad de contarla. El momento en que me di cuenta de que podía hacerlo fue muy importante para mí, porque es verdad que uno siente que hay determinadas cosas que no pueden aparecer en los libros. Tras leer a muchas autoras latinoamericanas, que nos llevan años luz de diferencia en este sentido, me di cuenta de que todo esto sí merecía ser contado.

Respecto al tema de la oralidad, cuando empecé a implementarla me surgieron muchas dudas. Yo quería ser realmente honesta, lo más transparente posible a la hora de emplear el habla de mi barrio —porque no es el habla canaria de la que me sirvo en Panza de burro, sino la de mi barro, porque en Canarias, igual que en cualquier otra parte, la forma de hablar muta sustancialmente entre una zona y otra—. Así que me encontré de frente con el problema de que muchas palabras que yo quería utilizar se quedaban fuera del dialecto canario, del mismo Diccionario de la Lengua Canaria. Algunas palabras o usos de otras llevados a cabo por mi abuela, mi padre, mi tío o un amigo mío no están incluidas ahí. Así que me encontré ante la dicotomía de acogerme a lo normativo o meterlo todo dentro. Y decidí que no me iba a fiar siquiera de lo que decía el Diccionario de la Lengua Canaria, porque sentía que, si lo que yo buscaba era escribir Panza de burro en canario, o por lo menos en mi canario particular, tenía que escribirla de la misma manera en que yo me contaba las cosas a mí misma en mi memoria. En ese sentido mi padre fue un apoyo fundamental a la hora de reconstruir conmigo el habla de mi abuela, de las abuelas de nuestro barrio.

—Si asumimos esta noción de filosofía del lenguaje de que las paredes de lo lingüístico se corresponden con las paredes del mundo, podemos pensar así en Panza de burro: tú dispones de una oficialidad idiomática, presentada por la RAE; también de una suboficialidad, indicada por el Diccionario de la Lengua Canaria. Al transgredir ambas fronteras lingüísticas, por así decirlo, expandes esta pared de la realidad, inventas un mundo muy específico determinado no solo por tu forma de nombrar las cosas, sino también por la atmósfera que diseñas, esta atmósfera de nubes y colores grises que lo cubren todo, que sirven de cáscara para la protagonista.

—Para mí la panza de burro es ese cielo gris, esa imagen de cómo se sienten las niñas al cruzar una edad en la que comienza a venirnos la regla —o a no venirnos, o a venir demasiado tarde—, en la que te culpas por no haber besado a ningún chico, en la que contemplas cómo te crecen pelos en las piernas y sientes deseos de quitártelos. Toda esa sensación opresiva de ir constantemente a destiempo era, para mí, la panza de burro. Con el paso del tiempo he entendido que todas esas nubes han construido la identidad de muchas personas de mi entorno, incluso la mía. En la novela quise llevarlo todo al límite, creando un universo en el que nunca hiciera sol. En el que todo fuese continuamente una panza de burro.

Foto: Álex de la Torre.

—Leyendo la novela, me di cuenta de que el texto que publicaste en Árboles frutales era una suerte de apéndice del libro: la única manera que la protagonista encuentra de escapar de esa panza de burro es imaginar un estado de excepción en el que las cosas se liberan y empiezan a poder ser dichas, en el que las densidades se disuelven. Y todo esto solo puede suceder a través de la tragedia, su única manera de imaginar que esta tensión constante se rompe, que esa amistad tan extraña —y a menudo confundida con elementos románticos— que la une a su mejor amiga se pueda transformar en algo más limpio y claro, en algo que ella pueda finalmente definir.

—Los sentimientos que la protagonista tiene hacia Isora —su mejor amiga— son tan turbios, fuertes y extraños; se avergüenza tanto de ellos que siente que no hay otra manera de sacarlos a la luz, de hacer que la otra niña los comprenda, que a través de un suceso terrible que rompa todas las leyes. Normalmente, cuando algo horrible sucede, la gente se ablanda y salen a flote cosas que, en condiciones convencionales, nunca podrían ser dichas. Es el caso de esos sentimientos románticos de los que tú hablas: la protagonista siente que el único contexto que le permitiría expresarlos sería el de la tragedia: que cayese una bomba, que explotase un volcán, que alguien muriese.

***

—Por capitular un poco, regresando a esta hibridación entre tu formación académica en lo periodístico, tu formación literaria en lo poético y esta vocación narrativa que define en mayor medida a tu persona actual, ¿cómo comprendes ahora toda esta fusión de lenguajes? ¿Cómo crees que convivirán en ti a partir de ahora?

—La verdad es que no lo sé. Siempre siento que estoy jugando sin saber a qué juego realmente. Ahora mismo, siento que estoy jugando a ser escritora igual que de pequeña me encerraba en mi habitación y fingía ser secretaria o dependienta de un supermercado. Como tampoco tengo ninguna posición económica o social importante, me puedo permitir seguir probando cosas diferentes. Ahora, por ejemplo, estoy escribiendo relatos. Espero que esto de la escritura no sea una especie de moda para mí y después me pase al crossfit, yo qué sé. En serio: no tengo muy claro qué va a a pasar después. Creo que sí que tengo claro, y esto se ha ido consolidando despacio en mi cabeza, que quiero ser escritora. Pese a ser consciente de que este es un oficio muy precario, es lo que quiero ser. Y me hace gracia recordar mi infancia en este sentido porque cuando era pequeña yo no leía libros. En mi casa no había libros. Yo fantaseaba, imaginaba que sería muy bonito ser escritora, pero creía que eso no era para mí, que los escritores eran hijos de escritores y yo no tenía ni libros en casa. Empecé a leer y escribir muy tarde, pero vengo pensando que me da igual. Que realmente quiero escribir y que pretendo hacerlo contra lo que sea, ¡incluso contra mí!

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Autora: Andrea Abreu. Título: Panza de burro. Editorial: Barrett. Venta: Todos tus librosAmazon, Fnac y Casa del Libro.

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Adrián Viéitez

Periodista cultural y estudiante de filosofía. Profesor de poesía contemporánea en el Máster de Periodismo Cultural de la USP-CEU. Antes, en la sección de cultura de El País, La Voz de Galicia, Radio Galega, Jot Down o en el Festival Márgenes. Coordinador de la antología 'Árboles frutales' (Ed. Dieciséis, 2021) y autor de los poemarios 'tratado sobre tu nombre' (Ed. En el mar, 2021) y 'Alta Escuela Musical' (Ed. Dieciséis, 2022).

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