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La mitad de la casa - Menchu Gutiérrez - [Reseña] - Guillermo Busutil - Zenda
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Anatomía de un fantasma

La novela de Menchu Gutiérrez es una autopsia emocional. Ya diseccionó antes una tormenta, el decir de la nieve, y la niebla tres veces. Ahora le toca al verano, cuando se desnudaba entonces el tiempo que en el presente de esta novela no se molesta en ser tiempo, y todo parece un tablero con un...

Una casa convertida en un bodegón de naturalezas muertas a las que desadormecerles la vida. Es suficiente con abrir una llave de paso. La del agua que despierte con su flujo por las tripas de sus raíces el coma cerebral de la casa. La de la memoria que descorra las sombras y las desempolve. Sólo se necesita una mano, y un propósito por el que convenga. Las dos las tiene la narradora a la que Menchu Gutiérrez también le coloca una linterna que enfoca, palmo a palmo, los trozos rotos, los vacíos invisibles, los afectos pretéritos de un fantasma de atmósferas con secretos sin desenlace. Hay un cortejo poético, casi de brisa, de cada rincón de La mitad de la casa donde la mujer que cuenta se busca en las huellas de las que sólo queda el rastro de las mariposas de la infancia en una pared con desconchones de invierno; los nichos negros que dejan las fotografías amputadas de un álbum familiar; los cajones cerrados sin una ganzúa que revele lo que custodian del padre, de la madre, de una E. enigmática, de los sucesos que separan a una chica de quince años de una mujer septuagenaria.

"La mitad de la casa es una novela de poemas fotográficos. Una colección de haikus de un instante que sucedió y se esfuma en polvo al recordarlo"

La novela de Menchu Gutiérrez es una autopsia emocional. Ya diseccionó antes una tormenta, el decir de la nieve, y la niebla tres veces. Ahora le toca al verano, cuando se desnudaba entonces el tiempo que en el presente de esta novela no se molesta en ser tiempo, y todo parece un tablero con un suspense aplazado. El caballo negro amenazando al alfil blanco; la caja de zapatos mágicos a los que nadie les estrenó la imaginación de un camino; la última lectura doblada en la página de un libro sin punto final. La botella con su boca no enroscada del todo en el mueble bar, con su abatible puerta convirtiéndose en puente levadizo y en mostrador, al lado de un caleidoscopio de colores acristalados con la cicatriz horizontal de lo que contiene. La falange de acero del anular de su madre junto a una aguja con un hilo a medias. De cada escena un final interrumpido.

La mitad de la casa es una novela de poemas fotográficos. Una colección de haikus de un instante que sucedió y se esfuma en polvo al recordarlo. Igual que los granos de arena que su madre pellizcaba del interior de los tarros de una colección de playas, espumándolos entre los dedos. Menchu Gutiérrez no escribe tramas discursivas, su prosa teje emociones y caligrafía la belleza de los detalles que dicen lo importante, a la vez que lo encubre. Y en ese juego reside la delicadeza narrativa de sus claroscuros, que son como reflejos fugaces en el agua de un estanque, en los agujeros de un muro de piedras por los que trepa un pie sin dejar indicio. Lo mismo que objetos que conservan nuestro tacto, el relámpago de nosotros en un gesto transitorio, la actitud que define una identidad. Así lo hace su narradora cuando describe la biblioteca de su padre en la que los libros parecen soldados de perfil, encuadernados para la batalla del conocimiento, para ser empuñados como una respuesta con coraje o un analgésico contra la angustia. Son en la de su madre edades cronológicamente ordenadas, sin renunciar al orden alfabético de sus vivencias.

No son de Vermeer las ventanas desde las que nos hace mirar Menchu Gutiérrez lo que nos novela. Son de Hopper sus escenas entreabiertas, las criaturas de las que no nos atañen sus rostros ni la inmovilidad de sus circunstancias, qué vínculos perdieron su luz o sus nudos, porque lo que sabremos reside en lo que hay entre las líneas de lo que se nos relata. Las habitaciones separadas de sus padres —un jardín íntimo para la soledad conquistada de cada uno, con los objetos anímicos con la que se protegen—, contiguas en cambio en el número que marcan para acostarse la noche por teléfono de una alcoba a otra. Nos queda la duda de si la mujer que alumbra las estancias, a través de las que rastrea su propio fantasma y el de ellos, levantará las almohadas para descubrirnos qué palabras de entonces velan bajo su peso de plumas. Las que tal vez existan sin que nadie las escuche en el auricular del teléfono principal, cuya línea está operativa, igual que si fuese el guardián de la casa. No lo descuelga quién nos invita a seguirla, sin que crujan los silencios bajo los pasos ni se resuelva lo que se nos sugiere.

"Todo se desvanece y lo que nos importa es la belleza de su secreto"

Es fácil reconocerse en los veranos, en las ausencias, en los olvidos agazapados y los naufragios encallados de una casa que podría ser la de nuestros padres y la de la infancia propia, cuando se mueren sus tiempos e intentamos hacer las paces deshaciendo sus sombras. En las nuestras, existencialmente siamesas de la de esta novela, también hay cerca del teléfono un cajón con números a salvo. El de la tienda de ultramarinos, el de un médico de cabecera, el que termina en 3 y es quizás el del primer beso. A mano todos en una libreta apretada de personas con las que un día se dejó de hablar, y otros sueltos en una servilleta de papel en la que alguien escribió el deseo o la urgencia de que llamásemos.

Está llena “la media casa” de conversaciones inacabadas, de incógnitas impenetrables, de cerraduras del espacio-tiempo que sólo pueden abrir la conciencia de las emociones, las preguntas que se recorren en las estancias, las transformaciones que en su interior tuvieron protagonismo y de las que quedan la mancha de sus temperaturas. También los olores disecados dentro de la despensa de la cocina, el recuerdo de los peces rojos y blancos que dibujaban sonrisas de infancia de un lado a otro en el estanque, donde flota el cadáver bocabajo del musgo. El de la vida, el de la muerte, el de la memoria.

En el ruido que no cesa del yo en conflicto de la narrativa y el de las ficciones sin imaginación de lenguaje y ecos sin pulimento, es de celebrar novelas como ésta de Menchu Gutiérrez donde no hay el déjà vu de una historia, sino atmósferas impresionistas de matices que nos susurran acerca de lo que somos. Y de la que su autora nos propone que sea la lectura de nuestra mirada otro escarpelo en la anatomía del fantasma de una casa que sólo se explica con los fantasmas que la habitaron. Tratándose de ese tipo de personajes y del éter, lo que descubramos o no apenas trasciende, porque todo se desvanece y lo que nos importa es la belleza de su secreto. El reloj parado de un columpio que de repente…

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Autora: Menchu Gutiérrez. TítuloLa mitad de la casaEditorial: Siruela. Venta: Todostuslibros y Amazon.

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Guillermo Busutil

Guillermo Busutil escritor y periodista. Colabora como crítico de arte en el suplemento Culturas de La Vanguardia y articulista de El País, Letra Global y Litoral. Ha sido director de la revista Mercurio de 2007 a 2012, y columnista, crítico de cine y de teatro de La Opinión de Málaga de 2003 a 2020. Ha publicado los libros La cultura, querido Robinson (2019 Fórcola); Noticias del frente (Tropo editores 2014); Vidas prometidas (Tropo 2011. Premio Andalucía 2012) Nada sabe cómo la boca del verano (EDA 2005) y Drugstore (Páginas de espuma 2003) entre otros títulos.

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