El estigma que, en un tiempo tan feminista como el nuestro, obra sobre la filmografía y la persona de Ana Mariscal —toda una pionera en la realización cinematográfica femenina en España— solo puede explicarse atendiendo a la nefasta contaminación de la cultura por la política. Constante execrable donde las haya, resulta, sin embargo, inevitable: la cultura difícilmente puede subsistir sin el mecenazgo, sin la subvención. Salvo en Estados Unidos, la patria del dólar, donde, en buena lógica, o vendes o te marchas. Otro día hablaremos de cómo los campus estadounidenses dieron refugio y empleo a lo mejor de la cultura europea, cuando las guerras y las tiranías, puestas en marcha en el Viejo Continente, con idéntica ferocidad por fascistas y comunistas, provocaron esa diáspora intelectual europea que tanto lustre dio a la universidad norteamericana durante buena parte del Siglo XX.
Es por cuestiones como la de ese cine que niega —mejor dicho, obvia— el lugar que Ana Mariscal merece en su historia por lo que esa funesta servidumbre de la cultura a la política alcanza el paroxismo justamente en la gran pantalla. Y la política, que como la peste que es corrompe cuanto toca, pervierte, aún más que al resto de las cosas, aquellas que paga. De modo que, cuando se trata de hacer la crónica del cine español con el plácet de quien la encarga —como los hispanistas británicos vienen a reinterpretar la historia de España—, solo se piensa en Ana Mariscal como la elegida por Franco para recrear a Marisol Mendoza, la chica del libreto que escribió el dictador bajo el seudónimo de Jaime de Andrade. Llevado a la pantalla en 1942 por José Luis Sáenz de Heredia, se convirtió en el primer clásico del cine de exaltación castrense de posguerra. Cierto, fue la actriz propuesta por el dictador para incorporar a su ideal de heroína española en la “cruzada contra el marxismo y la masonería”.
Mas condenarla por aquel personaje, sin considerar siquiera que los deseos de Franco eran órdenes que nadie desobedecía, es olvidar que Ana Mariscal fue la primera cineasta española en toda la extensión de la palabra: actriz, directora, guionista, productora… Su carrera como realizadora arranca con una comedia —Segundo López, aventurero urbano (1953)—, pero también incluye dramas sobre los héroes del bando franquista —Con la vida hicieron fuego (1959)— e incluso filmes como El paseíllo (1968), de ambiente taurino, como su propio título indica.
Demasiada incorrección política para un tiempo como el nuestro y una cultura que exalta, hasta poco menos que la idolatría, a actores que se ufanan de ser marxistas-leninistas cuando a estas alturas del siglo XXI hasta los partidos políticos que fueron marxistas-leninistas cambian sus siglas y sus nombres, cuantas veces sean precisas, para sumarse a las llamadas fuerzas de progreso.
Ciertamente, antes de Ana Mariscal —que en 1963 adaptó al Delibes de El camino— ya habían emplazado sus respectivas cámaras otras actrices que también fueron ocasionales realizadoras. Hablamos de Helena Cortesina —Flor de España o la historia de un torero (1921)—, Isabel Roy o Rosario Pi —El gato montés (1936), Molinos de viento (1939)—. Esta última incluso participó en la producción de algún título de Edgar Neville.
Pero como nos hace ver Victoria Fonseca, autora de un documentado estudio sobre la realizadora que nos ocupa —Ana Mariscal, una cineasta pionera (Egeda, Madrid 2002)—, la dirección cinematográfica, para todas sus predecesoras, casi siempre fue una labor esporádica. Salvo en el caso de Pi, en todas las demás quedó limitada a un solo título. La filmografía de Mariscal como directora sobrepasa la decena de películas. Como actriz fue una de las más destacadas de la pantalla de los años 40 y 50. Elegante, distinguida, de misterioso encanto, creó mujeres de carácter para Luis Lucia, Manuel Mur Oti, Francisco Rovira Beleta e incluso el italiano Luigi Zampa, entre otros cineastas de mucho prestigio.
A decir de Josefina Molina, una de las realizadoras más celebradas de toda la historia del cine patrio —cuya filmografía se inicia recién acabada la de Mariscal—, y por encima de todas esas dudas que este tiempo nuestro arroja sobre su colega y predecesora, Ana Mariscal fue “una mujer culta y polifacética”, que realizó con sumo esfuerzo una obra que reflejó un método de observación del mundo.
Su universo fílmico se cifró en determinados valores religiosos, humanísticos y cierto afán docente que filmó con auténtica voluntad de estilo. A mí, particularmente, cuanto concierne al mundo de esta autora se me queda tan lejano como ese marxismo-leninismo del que se jactan esos grandes de la interpretación y la cultura española, premiada y promovida por el PSOE y demás fuerzas de progreso.
“Bien es verdad que su imagen estaba unida sin remedio al régimen político anterior, y no solo por haber interpretado un papel en Raza”, continúa Molina. “Pero también es cierto que muchos de sus actos contradecían esa adscripción. Mucho tenemos que aprender todavía las mujeres sobre la solidaridad y el respeto hacia las que vinieron antes que nosotras y sentaron el precedente para que cuando llegáramos otras generaciones fuera un poco menos extraño y admisible para la sociedad vernos allí. Sin duda yo me beneficié, si no de su trabajo o de su experiencia, sí de que ver a una mujer tras la cámara no resultara tan extraño. Sentar el precedente es todo un valor para las mujeres”.
A la derecha la cultura le trae sin cuidado. Le interesa tan poco que, a menudo, deja su gestión en manos de la izquierda. Blas de Otero, que el presidente del gobierno confunde con Jaime Gil de Biedma, recibió el premio Fastenrath —otorgado por la RAE— en 1962. Es decir, siendo ya un reconocido militante comunista contra la dictadura de Franco. El caso es que Ana Mariscal recibió su único reconocimiento —la Medalla de Oro de las Bellas Artes— en 1994, en el último mandato de Felipe González, con el PSOE de entonces, cuando no se estigmatizaba a nadie por ser de derechas como lo viene siendo media España, como poco desde que en 1820 Goya concluyó su célebre óleo —Duelo a garrotazos— que desde entonces simboliza nuestro sempiterno cainismo.
Personalmente, insisto, el cine de Ana Mariscal y su franquismo tienen tan poco que ver conmigo como el marxismo-leninismo, que en el siglo XX, cuando su “asalto de los cielos” consistía en el exterminio de los burgueses, mató a tanta gente como el fascismo. De Ana Mariscal —no divaguemos— me interesa su estigma. En la misma medida que me interesa el de cualquier otro maldito por el motivo que sea. Nuestra realizadora siempre se debatió entre la administración y la censura. Ser franquista no la libró de los serios reveses económicos que acabaron llevando a la quiebra a su productora, Borja Films, en la segunda mitad de los años 60.
Nacida en el Madrid de 1921, en La Piovera, su Madrid natal es una de los pocos lugares que la recuerdan: da nombre a una calle en la Ciudad de la Imagen. Novelista notable, referencia obligada en la historia del teatro, la escena fue su primera vocación, que descubrió mientras estudiaba ciencias exactas. Quiso tanto a las tablas que aseguraba anhelar con más intensidad el resurgir de la escena que el propio éxito. Se adhirió voluntariamente al franquismo como tantos y tantos millones de españoles de su época. Pero no le sirvió para que el régimen le concediese prebenda alguna.
Las adhesiones siempre son peligrosas, bien es cierto. Como esa, sin fisuras, de la industria fílmica española a la izquierda. Pero no solo porque —en un ejemplo meridiano de machismo, paternalismo y todo eso— parezca condenar en mayor medida a nuestra realizadora que al propio Sainz de Heredia. Porque todo el mundo sabe que, con demasiada frecuencia, el cine español es más del PSOE que la UGT. Y a la media España de derechas de toda la vida le indigna que con su dinero se financie el cine al servicio de quienes llaman a España “este país” porque aborrecen hasta su nombre.
Arbitrariedades como el injusto estigma que obra sobre Ana Mariscal también contribuyen al alejamiento de la pantalla española de una buena parte de sus espectadores naturales. Fonseca comenta que con motivo de la presentación de una cinta que pretendía ser antológica sobre el devenir del cine patrio desde sus primeros metros —omito deliberadamente su título— hubo espectadores que escribieron a los periódicos protestando por el escaso espacio concedido en el metraje a la cineasta madrileña, una de las actrices más populares de los años 40 y 50, como ya he dicho. Aunque fluctúe, aunque algunas temporadas vaya a menos, la desafección que el público español siente por su propio cine es proverbial. El gran problema de esta industria es su conciencia política, por el que se ignora a Ana Mariscal y se aparta de la cartelera autóctona a tantos y tantos de sus espectadores naturales.
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