En el aeropuerto Marco Polo de Venecia escuché una frase sobre lo que es el amor. O lo que supone. No sería capaz de reconstruir las palabras exactas de aquella conversación. Recuerdo —eso sí lo conservo intacto en la memoria— que me quedé de pie ante la pantalla de vuelos a punto de despegar, con la mente en blanco. Si amar implica no poder vivir sin alguien, si amar supone compartirlo todo, construirlo todo y desearlo todo, intensa y expansivamente, ¿qué sabía yo del amor? Tras el burladero de mi equipaje de mano, vi embestir esa definición deslumbrante y atronadora.
Que nadie está obligado a querer a otro es una verdad que declamó la pastora Marcela hace más cuatrocientos años. A Grisóstomo más lo mató su porfía que la crueldad o la belleza de aquella que declinó amarlo, escribió Cervantes en el capítulo XIV del Quijote. Tenía razón el maestro: de una promesa rota nadie sale ileso, pero no exime al que ama de hacerse cargo de sus pajaritos preñados. Desde el inicio de los tiempos, el amor ha regado el alma humana. Está presente en la mirada de Nausícaa, que convierte en héroe a Ulises, también en el miedo del licenciado Vidriera a romperse de pena o en el enredo del que se valió Lope de Vega para explicar la capacidad del amor para abrir el entendimiento.
Lo recita la joven Finea, esta necia mujer que protagoniza La dama boba, una de las comedias más conocidas del Fénix de los Ingenios: «Tú desataste y rompiste la escuridad de mi ingenio; tú fuiste el divino genio que me enseñaste, y me diste la luz con que me pusiste el nuevo ser en que estoy. Mil gracias, amor, te doy, pues me enseñaste tan bien, que dicen cuantos me ven que tan diferente soy». Fuese una moza del Siglo de Oro o el aprendiz Franz Huchel, un chico de 17 años que acaba de llegar a Viena y persigue a Freud para resolver sus penas de amor en aquella novela El vendedor de tabaco, es el sentimiento que despiertan otros lo que vuelve curiosos y vivaces a ambos personajes.
«Amor empieza por desasosiego», escribe Sor Juana. Es la comezón y el desvelo de quien desea saber más del otro y de sí mismo. Es el mundo inédito que nace de dos personas en trance de conocerse. En aquel momento, de pie en el aeropuerto de Venecia, algunas intuiciones me rodearon como avispas. ¿Qué es el amor? ¿Cuántos tipos hay? ¿Cómo cambian? ¿Qué han dicho del amor los que creen haberlo entendido? ¿Qué se ha escrito sobre sus ardides? Me interné en la lectura intuitiva y desaforada de quienes pensaron, como Octavio Paz, sobre sus incendios. «El fuego original y primordial, la sexualidad, levanta la llama roja del erotismo y esta, a su vez, sostiene y alza otra llama, azul y trémula: la del amor. Erotismo y amor: la llama doble de la vida».
Todos somos el sustituto —el remedo— de alguien, escribe Javier Marías en Los enamoramientos, esa novela en la que retoma aquel relato La canción de Lord Rendall, sobre un soldado que vuelve de la guerra tras años de campaña y descubre que, dándolo por muerto, su mujer ha formado una familia, a la que él ve reunida ante la chimenea, al otro lado de una ventana, durante una noche nevada. Es el mismo sentimiento de ausencia que evoca al citar El coronel Chabert, la novela corta de Balzac. Ambas historias están protagonizadas por seres que vuelven de la guerra para descubrir que ya los han olvidado. Entre la mengua y la llama, el amor —cuando es descrito por quienes han intentado comprenderlo— surge de las cenizas de su predecesor. Como el ave de la larga vida del que habló Ovidio, el amor arde cuantas veces sea preciso, para crear uno nuevo. ¿Es el mismo que nace de sus versiones anteriores? ¿Es distinto? ¿De dónde viene, de la promesa de un incendio o de una brasa que durará todo el invierno?
Una ciudad se vuelve otra según cómo y con quién la recorras. Aquella tarde, la del aeropuerto veneciano, llevaba en la boca el sabor de una conversación serena y profunda que duró desde La Fenice hasta la Plaza de San Marcos y se extendió hasta la mesa con dos copas de vino blanco y una definición del amor, a bocajarro, antes de revisar la puerta de embarque. Se trataba, pues, de una conversación que había comenzado mucho antes, quizá en una tormenta veronesa o en la reforestación de un bosque en la cuenca del río Jarama. Sea como fuere, una palabra llevó a otra. Cuando es honda, una conversación transforma. Hace lo que un camino cuando se atraviesa o un viaje cuando transcurre: modifica. De esa en particular no regresé siendo la misma. Heme aquí, preguntándole a la historia de la literatura de qué hablamos cuando hablamos de amor. Con permiso de Carver, por supuesto.
No pretendo hacer un tratado. No estoy capacitada para ello. Lo que sí procuro es alinear palabras, unirlas unas junto a otras, para dar con ellas un sentido a aquella tarde de agosto en una puerta de embarque del aeropuerto Marco Polo. O puede, también, que esté buscándole las cuatro patas al soneto 116 de Shakespeare. «No admita impedimento yo al enlace / de dos almas leales. El amor no es amor / si se altera / cuando alteración encuentra, / o si se curva cuando la mudanza lo muda. ¡Oh, no! Él es el faro siempre fijo / que a la tempestad mira y no se estremece. / De los barcos perdidos es la estrella que guía / cuyo secreto, aunque se mida su altura, se ignora».
El mar es tormentoso, cambiante. El descubrimiento del otro, de aquel al que uno se asoma imantado por la fuerza de las emociones, es un vértigo. A veces supone una caída libre, en otras una sensación de vuelo, fiesta y asombro. El conocimiento del otro instruye. En medio de los temporales, evocan los patrones un sitio para permanecer a salvo, un espacio para fondear. Al ancla se la asocia con el mar, porque es capaz de sostener embarcaciones en medio de la tormenta. Por ese mismo motivo se le atribuye virtud, firmeza y esperanza. «Amar lo imperfecto y lo inesperado, aceptarlo y comprenderlo» (Diego Garrocho dixit) forma parte del desasosiego de Sor Juana y los barcos de Shakespeare. En una carta de Albert Camus a María Casares, del 21 de julio de 1944, le dijo el Nobel a la actriz que durante años fue su amante: «Repito una vez más que nunca he sabido de nada que no estuviera limitado y amenazado. No le doy importancia a nada que no sea la creación o el hombre, o el amor. Pero, al menos en los terrenos en que me reconozco, siempre he hecho lo necesario para agotarlo todo hasta el final. (…) Un amor, María, no se conquista luchando con el mundo, sino contra uno mismo».
Si la vida es movimiento, los sentimientos que jalonan trenes, impulsan aviones y empujan las aguas forman parte de ese viaje que emprende un ser humano hacia otro. «Amor empieza por desasosiego», escribió Sor Juana. Es el ímpetu del que quiere hallar lo que desconoce. Jasón y el Argos. Los barcos de Ulises. El fin del mundo al que unos se marcharían siguiendo a alguien más. Amor es la Indochina de Marguerite Duras, los besos tibios de un amante sobre la piel húmeda de una joven francesa. Es el vuelo a punto de partir. La pantalla tartamuda. La puerta de embarque. Las dos copas de vino sobre la mesa en un aeropuerto veneciano o el rugido de un acantilado en la Boca del Infierno de Pessoa. Es la inquietud interior. El eterno deseo del viaje.
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