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Amistad, un cuento de Soledad Puértolas - Zenda
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Amistad, un cuento de Soledad Puértolas

Diecisiete miradas sobre el año 2030 componen el nuevo libro de Zenda, que desde del 20 de octubre puede descargarse gratuitamente. 2030 incluye relatos de Alberto Olmos, Ana Iris Simón, Andrés Trapiello, Antonio Lucas, Cristina Rivera Garza, Espido Freire, Eva García Sáenz de Urturi, José Ángel Mañas, Karina Sainz Borgo, Luisgé Martín, Luz Gabás, Manuel Jabois, María José...

Diecisiete miradas sobre el año 2030 componen el nuevo libro de Zenda, que desde del 20 de octubre puede descargarse gratuitamente2030 incluye relatos de Alberto Olmos, Ana Iris Simón, Andrés Trapiello, Antonio Lucas, Cristina Rivera Garza, Espido Freire, Eva García Sáenz de Urturi, José Ángel Mañas, Karina Sainz Borgo, Luisgé Martín, Luz Gabás, Manuel Jabois, María José Solano, Pedro Mairal, Rubén Amón y Soledad Puértolas. El libro está editado y prologado por Leandro Pérez, coordinado por Miguel Munárriz y la ilustración de la portada es de Fernando Vicente.

La edición en papel de este volumen de relatos no estará a la venta en librerías, aunque sortearemos y regalaremos numerosos ejemplares del libro en diversas iniciativas. La versión electrónica de 2030 puede descargarse en varias plataformas a partir de hoy. 2030 es una obra colectiva, patrocinada por Iberdrola, que sigue la senda de Bajo dos banderas, libro de relatos históricos coordinado por Arturo Pérez-Reverte en 2018; y también de Hombres (y algunas mujeres) Heroínas, dos volúmenes de cuentos que celebran el 8 de marzo, coordinados respectivamente por Rosa Montero y Juan Gómez-Jurado en 2019 y 2020.

En Zenda iremos publicando a lo largo de los próximos días los distintos relatos que dan forma al libro. Hoy cerramos la lista con Amistad, firmado por Soledad Puértolas.

***

Amistad

Hasta mediados del fatídico mes de marzo de 2020, Amelia y Carla habían sido íntimas amigas, de esas que, si no se ven todos los días, por lo menos hablan por teléfono o se mandan continuos mensajes por el móvil, en cuyo manejo, a pesar de su edad, eran expertas. Ambas habían doblado con cierta despreocupación la peligrosa esquina de los setenta años, gozaban de buena salud, cuidaban su aspecto, del que incluso estaban orgullosas —sobre todo, cuando se comparaban con otras mujeres de su edad, cosa que hacían con tanta frecuencia como complacencia—, y trataban de sacar el máximo partido a la vida, para lo que estaban excelentemente dotadas.

Como tantas mujeres de su generación, habían trabajado fuera de casa —Amelia había sido relaciones públicas de importantes empresas y Carla había hecho una buena carrera en la administración pública—, estaban felizmente casadas desde su juventud, los hijos —Amelia tenía dos hijas, Carla, un hijo— estaban casados y les habían dado nietos, dos a cada una. Ambas se ocupaban —un poco por encima— de la casa, cuyos trabajos más fastidiosos corrían a cargo de sendas asistentas, tenían tarjeta de crédito en la cartera, mano larga para tirar de ella y bastante tiempo libre.

Eran, en suma, una de esas parejas de amigas que hacen pensar a los observadores atentos y algo maliciosos que, de morir sus respectivos maridos, se irían a vivir juntas tan ricamente, sin echar en absoluto de menos la vida anterior.

Pues bien, esta encomiable relación se vino abajo en el mismo momento en que el gobierno del entonces Presidente, Pedro Sánchez, decretó, a mediados de marzo de 2020, el estado de alarma en toda la nación, debido a la extraordinaria dimensión que había alcanzado la pandemia que un virus de origen desconocido —al que se le dio el nombre de Covid-19— y la imposibilidad de atender debidamente desde el punto de vista sanitario al número creciente de los afectados. El confinamiento al que fue sometida la población dio un rumbo nuevo a la vida de todos. Un rumbo que era, precisamente, ausencia de rumbo. Era un parón.

Las felices costumbres de nuestras amigas —la risueña Amelia, la ingeniosa Carla— se vieron seriamente afectadas. Adiós al gimnasio, a la natación, a los masajes, a la peluquería, a los paseos por la calle de Serrano, al cine, al teatro, a los conciertos, a la ópera, a la zarzuela, a las exposiciones, a los museos, a las conferencias, a las reuniones con otras amigas, al hablar de esto y de lo otro, al arreglarse para salir, al abrir el armario y probarse cosas. Adiós al reírse sin ton ni son.

Se ha dicho muchas veces: adiós a todo eso.

A cambio, miedo, preocupación, el parte de las malas noticias, los enfermos, los muertos, la lejanía de seres queridos, la claustrofobia, la angustia, el callejón sin salida.

Durante un tiempo, Amelia y Carla se siguieron hablando por teléfono e intercambiando mensajes por el móvil, pero, en lugar de transmitirse ánimos, solo conseguían deprimirse mutuamente, de modo que fueron espaciando las llamadas y finalmente, dejaron de hablar.

Un sobrino muy querido de Amelia, casi como un hijo, estuvo ingresado, grave, en el hospital de campaña que se instaló en Madrid en el recinto de la feria de IFEMA. Tres familiares cercanos de Carla pasaron, también, por hospitales, con diferentes grados de gravedad. Carla misma sucumbió a la enfermedad, pero la superó en su domicilio. Todo eso llegaron a saberlo. Ocurrió cuando aún se hablaban por teléfono. Luego vino un desierto infinito.

En marzo de 2021, un año después de haberse decretado el estado de alarma que propició el confinamiento de toda la población, Amelia llamó a Carla. Las dos manifestaron un profundo asombro ante el silencio que desde hacía varios meses había caído sobre su relación, pero se acogieron, para disculparse, a la extraña situación que se estaba viviendo. Todo se había enrarecido para todos. Dijeron: cuando acabe esta pesadilla, nos vemos, recuperaremos la vida que teníamos.

Sin embargo, antes de expresar este deseo, discutieron en un tono nuevo, teñido de un sentimiento de reproche, de extraña amargura. Amelia aún estaba atemorizada. No se atrevía a salir a la calle. Se lavaba constantemente las manos, lavaba la fruta, desinfectaba la casa una y otra vez. En cambio, Carla, con la mascarilla puesta —y a veces un poco por debajo de la nariz— salía y entraba de casa con la menor excusa, y, en cuanto las medidas se fueron haciendo menos restrictivas, hacía la compra en el supermercado, iba de tiendas, se sentaba en la terraza de un bar, y, sobre todo, veía a sus hijos y a sus nietos.

No volvieron a discutir, no merecía la pena. Cada cual con lo suyo. Amelia era hipocondríaca. Carla, que sé yo. No era negacionista, pero no soportaba la reclusión. Era una cuestión de temperamento. De los temperamentos no se puede discutir. Nadie da su brazo a torcer, no se puede. Esa es la amarga verdad.

No volvieron a discutir, pero tampoco se llamaban mucho. No volvieron a expresar, ninguna de las dos, el deseo de verse y de recuperar los hábitos de sus vidas anteriores a la pandemia.

Cada una trazó su propia rutina. Carla se fue acostumbrando a sus correrías solitarias, entraba en las tiendas, aunque la mayor parte de las veces no compraba nada, y prolongaba el tiempo que pasaba, sentada, en la terraza de un bar. Los años pesaban. Aún podía salir sola a calle, pero llegaría el tiempo en que necesitaría el apoyo de un brazo, de alguien que la llevara de aquí para allá. Aún le gustaba estar entre la gente, observar esos fragmentos de las vidas de los otros que se desarrollaban a su alrededor, sentirse parte de ellos. Aún necesitaba eso, salir del entorno familiar, ser una persona más que anda por la calle, con una vida que los otros no conocen. Si perdiera eso, perdería una parte importante de sí misma, aunque fuera una parte pequeña, que sólo florecía cuando salía de casa, cuando el hogar era simplemente un concepto, algo invisible que se encontraba tras las fachadas de las casas.

Amelia sufrió una caída, a la que siguió una fastidiosa operación de cadera. Para andar, tenía que utilizar bastón. Cada vez le daba más pereza salir a la calle. Sus hijas se turnaban para ir a verla y dar un paseo con ella. Ya habían hablado de contratar a una cuidadora. La idea horrorizaba a Amelia. Quizás fuera preferible no levantarse nunca de la cama, como habían hecho, hacía solo unos años, algunos ancianos, ¿por qué tenía que esforzarse continuamente?, ¿no podían dejarla en paz de una vez? El mundo moderno era insufrible, a los viejos no se les permitía envejecer, ¿qué mal puede haber en quedarse al margen de todo, en salirse de esa rueda que giraba vertiginosamente sin ningún sentido? Que vivan esa vida los que quieran vivirla. A los demás, que nos dejen, ¡qué empeño en hacer de la actividad el centro de nuestras vidas!

Podemos dar tranquilamente un salto de diez años sin tener que mencionar ninguna novedad en la relación de nuestras amigas. Esporádicas llamadas telefónicas y eventuales mensajes por el móvil, esa fue la pauta.

Nos plantamos en otro mes de marzo, el del año 2030.

Carla estaba sentada en la terraza de un bar, cerca del Retiro. Era media tarde, corría una suave brisa. Miraba a la gente que pasaba y lamentaba, pero muy vagamente, no poder compartir con alguien esa breve felicidad de estar al aire libre, en medio de la ciudad, cómodamente sentada en una silla que imitaba al mimbre y frente a una humeante taza de té. A fin de cuentas, la compartía.

¿Y esa señora tan elegante que se apoyaba en un bastón y que acababa de hacer su aparición en la terraza y miraba a su alrededor, como si estuviera buscando a alguien o quizá solo una mesa libre, no se parecía mucho a su vieja amiga Amelia, la querida y alegre Amelia? ¡Pues claro! Era ella. Se miraron y, tras unos instantes de duda, se reconocieron.

Amelia se sentó a la mesa de Carla. No, no había quedado con nadie. ¡Ay!, ¿con quién iba a quedar? Había tenido ese impulso, salir a la calle. Había cogido el portante y se había ido. No sabía bien por qué. Había tenido la necesidad de hacerlo. Demostrarse a sí misma que aún era capaz de hacer algo a espaldas de los demás. Se removió en su asiento, regocijada.

—Me vigilan —dijo—. No te lo creerás, me tienen encerrada, se creen que no puedo valerme sola.

Naturalmente, se había cansado mucho. Pero ahí estaba, en la terraza de siempre que, por fortuna, aún seguía en su sitio. Quizá era eso lo que quería comprobar, ese era, probablemente, el objetivo de aquella escapada. ¡Y no solo estaba la terraza, sino que estaba la misma Carla!, ¿no era increíble? ¡Qué casualidad! Esta clase de cosas te hacen pensar, ¿existirá el destino? No puede ser, pero, ¡vaya!, si no se trata del destino, será otra cosa, llámalo como quieras.

Acto seguido, las dos dijeron más o menos lo mismo: No has cambiado nada. No aparentaban la edad que tenían. El bastón que utilizaba Amelia le proporcionaba, incluso, un toque de elegancia, un toque más.

¿No habían cambiado? ¡A la vista estaba que habían envejecido! Ahí sentadas, no se notaba tanto, pero ninguna de las dos se movía como antes. Y para no hablar del pelo de Carla, lacio y desmadejado. Nada que ver con el pelo de peluquería que siempre había lucido y que había sido la admiración de todos y, muy en particular, la envidia de Amelia.

En cambio, los maridos sí habían envejecido, dijeron. Augusto, el marido de Amelia, tenía innumerables achaques y se pasaba el día en pijama. Fernando, el marido de Carla, se había quedado repentinamente mudo. Solo hablaba cuando una de sus hermanas le llamaba por teléfono. Entonces, sí. Entonces no paraba. Hablaba bajito, como en secreto. ¿De qué?, preguntó Amelia. Pues de la familia, tema inagotable. Carla le había espiado, no por verdadera curiosidad, sino para entretenerse, solo por eso.

De la descendencia —hijos, hijas, nietos, nietas— hablaron poco. Era un asunto que, quizá de forma consciente, nunca había ocupado mucho lugar en sus conversaciones. ¡Ay, los hijos!, ese era un asunto que nunca acaba de resolverse, era mejor dejarlo ahí, fuera del ámbito de sus confidencias.

Se remontaron a aquel año, el del Covid-19 y sus posteriores variaciones, comentaron, sin gran conocimiento de causa, las últimas investigaciones sobre el origen de la dichosa pandemia, dejaron caer, sin demasiada convicción, contradictorias opiniones sobre las medidas que, en su día, se habían tomado para evitar su continua expansión, sobre las nuevas normas y los nuevos baremos imperantes. Aquí se explayaron. ¡Qué difícil se había hecho la vida, qué ajena a los principios y las enseñanzas que habían recibido! ¡Qué difícil era sobrevivir, con los años que ya tenían, en ese ambiente!

Viajar se había hecho sumamente complicado, incluso ir al teatro o al cine. Había que planearlo todo con mucha anticipación, y todo se hacía a través de nubes y naves espaciales. Había llegado el mundo de los ovnis. Quienes no lo entendían, se quedaban fuera.

—No tengo edad para aprender ese tipo de cosas — dijo Carla.

—La vida está en otra parte —sentenció Amelia.

Las dos se echaron a reír.

Pero fue una risa breve, que se deshizo enseguida en el aire. Todo había cambiado. No tanto por el virus, no tanto por las nuevas normas ni por los actuales imperativos de la técnica, cada vez más críptica, más difícil de comprender y de descifrar, porque parecía haber sido pensada para dejar fuera a las personas de su edad. Ciertamente, todo eso contaba. Pesaba. Pero había algo más. Algo había sucedido entre ellas. Se habían fallado mutuamente. No lo recordaban del todo, pero sentían que en un momento dado se había abierto una brecha entre ellas. La vida les había empujado en distintas direcciones, o habían sido ellas quienes habían decidido separarse, establecerse, en la vejez, por su cuenta.

Miraban a su alrededor, desconcertadas. Afortunadamente, aún quedaba eso. Los gestos amables del camarero, el pajarito que, venido del cielo, se posa en la mesa, las risas de las chicas de la mesa de al lado, las pulseras que tintinean alrededor de las muñecas, el aire fresco de marzo que te hace pensar en aires más tibios, en el murmullo de las olas y en puertos de mar.

Diez años, Dios mío, diez largos años en los que se habían ido alejando la una de la otra, como si un terremoto hubiera sacudido sus vidas. Eso era lo que había sucedido, el terremoto se había llevado algo invisible e indeterminado, había derramado un líquido abrasivo, como la lava, sobre sus sueños. La máquina del tiempo había tenido una avería, pero ahí estaban de nuevo, como en un espejismo, momentáneamente desligadas de sus familias, de sus viejos dolores y alegrías, aparentemente listas para algo más. Como si fuera un acto de heroísmo, o, por el contrario, una traición a algo casi sagrado, una voluntad de fuga.

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VV.AA. Título: 2030. Editorial: Zenda. Descarga: Amazon (0,99 €), Fnac y Kobo (gratis).

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Soledad Puértolas

Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) reside en Pozuelo de Alarcón (Madrid). En Anagrama ha publicado doce novelas: El bandido doblemente armado (Premio Sésamo 1979), Burdeos, Todos mienten, Queda la noche (Premio Planeta), Días del Arenal, Si al atardecer llegara el mensajero, Una vida inesperada, La señora Berg, Historia de un abrigo, Cielo nocturno, Mi amor en vano y Música de ópera; ocho libros de cuentos: Una enfermedad moral, La corriente del golfo, Gente que vino a mi boda, Adiós a las novias, Compañeras de viaje, El fin, Chicos y chicas y Cuarteto; dos volúmenes de textos autobiográficos: Re- cuerdos de otra persona y Con mi madre, y el ensayo La vida oculta (Premio Anagrama). Su último libro publicado, en noviembre de 2023, escrito con la colaboración de la lexicógrafa Elena Cianca, es Alma, nostalgia, armonía y otros relatos sobre las palabras (Anagrama). Sus libros han sido traducidos a numerosos idiomas. En 2003 fue galardonada con el Premio de las Letras Aragonesas, y en 2010 fue nombrada miembro de la Real Academia Española.

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