En un reciente vuelo a Edimburgo, releyendo las Vidas escritas de Javier Marías, me llamó la atención un comentario que en otras ocasiones se me había pasado por alto: “Hoy en día casi nadie se molesta en leer los ensayos de Stevenson, que se cuentan entre los más penetrantes y vivos del pasado siglo.”
A mi regreso visité un par de librerías de viejo, y no tuve suerte. Una lluviosa tarde de otoño, eligiendo lectura para el fin de semana —me encantaría contarles que a la luz de las velas, pero me temo que no fue así—, me encontré por puro azar con los mencionados ensayos entre las Obras completas de Stevenson, en el Tomo IV de la edición de RBA del 2005, en mi propia biblioteca. Entre las novelas, los cuentos y los poemas, no les había prestado atención.Me lancé a por ellos, y en la Parte I: Sobre el Arte de la Escritura, encontré la siguiente cita: “Acaso mi mejor amigo sea D’Artagnan (…). No conozco alma más humana, ni en su estilo más exquisita; inspira lástima el hombre de hábitos tan pedantes que no pueda aprender nada del capitán de los mosqueteros.”
Cuál no sería mi sorpresa —y mi infinita alegría— al encontrarme de bruces con la pasión de Robert Louis Stevenson por Alejandro Dumas, y todo gracias a Javier Marías. El primero habla del segundo como de su autor favorito, y relata con brillante lucidez la sensación que todos hemos tenido al leer Los tres mosqueteros:
“Sentado junto al fuego con El vizconde en las manos me disponía a pasar a la luz de la lámpara una noche larga, solitaria y silenciosa. Sin embargo, no sé por qué razón la llamo silenciosa cuando la animaba tal estruendo de espuelas, tal barahúnda de fusilería y tales retazos de conversación; o por qué llamo solitarias a aquellas tardes en las que hice tantos amigos. Dejando el libro, me levantaba y descorría los visillos; la nieve y el acebo reluciente formaban un dibujo a cuadros sobre un jardín escocés y la luz de la luna encendía las blancas colinas. Entonces volvía de nuevo a ese escenario de vida concurrido y soleado en que me resultaba tan fácil olvidarme de mí mismo, de mis cuitas y de mi entorno. (…) Al despertar seguía intacto y con enorme placer me sumergía de nuevo en la lectura a la hora del desayuno que sólo abandonaba con una punzada de dolor para volver a mis quehaceres, pues ninguna parte del mundo me ha parecido nunca tan fascinante como estas páginas y ni siquiera mis amigos son para mi tan reales ni acaso tan queridos como D’Artagnan”.
Presa de la emoción, recordé entonces un texto que Arturo Pérez-Reverte había escrito en El Semanal, en abril de mil novecientos noventa y tres, recuperado después por Zenda el veintinueve de junio de dos mil diecisiete; se titula Cuatro héroes cansados, y en plena coincidencia con Stevenson reza como sigue:
“Esas vidas las habré compartido diez o doce veces con la mía, y siempre llego a su término con una sospechosa humedad en los ojos. Y cuando cierro el último tomo no puedo evitar hacerlo despacio, como quien corre la lápida de una tumba, con la misma melancolía que rodea los últimos momentos de mis amigos perdidos. Al fin y al cabo, con ellos muere también cada vez parte de uno mismo, del niño que alguna vez se fue. De lo mejor, lo más noble y generoso que existe en la condición humana. Pero también, cada vez, queda el consuelo de saber que Athos, Porthos, Aramis y D’Artagnan no se han ido para siempre. Dentro de dos, cuatro o cinco años, un día abriré de nuevo el primer volumen por la primera página, y todo empezará otra vez desde el principio. Una mujer rubia y enigmática en una carroza. Un hombre con una cicatriz. Y un joven gascón de dieciocho años sobre un jamelgo amarillo, el primer lunes de abril de 1626. Y yo cabalgaré con él, eternamente joven, generoso y valiente, al encuentro de aventuras y peligros. En busca de los mejores amigos que tuve jamás”.
Desde Robert Louis Stevenson a Arturo Pérez-Reverte, todos los grandes autores de novela de aventuras, admiradores de Dumas, han querido ser amigos de D’Artagnan y de los mosqueteros. Porque han sido a la vez estímulo y vía de escape, porque son reales, porque han sido parte de nuestras vidas. Ya fuere como la niña que lo leyó por vez primera o como la aprendiz de adulta que lo disfruta en la madurez, yo también quiero ser amiga suya.
En alguna ocasión he oído decir a Arturo Pérez-Reverte que una de las muchas cualidades de Javier Marías era que era como un niño al que seguían divirtiendo los juegos. Permítanme terminar con esta cita de Stevenson, del mismo grupo de ensayos sobre la literatura: «La ficción es al adulto lo que el juego al niño; en ella cambia la atmósfera y el curso de nuestra vida; y cuando el juego armoniza con la fantasía de tal modo que se participa en él de todo corazón, cuando cada nuevo giro satisface, cuando gusta evocarlo y demorarse en su recuerdo con auténtico placer, entonces la ficción se llama novela».
Juguemos, pues, con los grandes, y leamos.
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