Se suele citar el amor como un tema clásico de la literatura y del cine. Pero no es el amor lo que suelen reflejar novelas y películas, sino el momento efervescente del enamoramiento. Las legendarias mariposas estomacales. Sin embargo, la ciencia muestra que esta etapa de ardor tan grata a escritores y cineastas constituye un chispazo que, cual fuego de San Telmo, refulge enérgico para de inmediato desvanecerse. El Pew Research Center detectó que la mayoría de parejas se dicen aburridas e infelices a los tres años de su comienzo. Helen Fisher, autora de Anatomy of Love, concluye que esa etapa de euforia y candidez suele durar entre seis meses y dos años. Un estudio publicado el pasado año en Frontiers in Psychology halló que las parejas tienden a abandonar esa primera etapa de exaltación en seis meses. La ciencia parece dar la razón a la sarcástica Fran Lebowitz, que solía afirmar que «si puedes estar enamorado más de un año, es que tienes algo gordo entre manos».
La literatura y el cine han gustado también de reflejar el extremo opuesto al enamoramiento: la descomposición de lo que un día fue un sentimiento caluroso; cómo lo que antaño fue una carne palpitante se transforma en carroña maloliente. Con cuán punzante maestría lo cuenta Kareishi en Intimidad. Con nórdica frialdad lo relata Per Petterson en Hombres en mi situación. La fascinación de Hollywood por los enamoramientos rabiosos es solo comparable a la que profesa a los desamores virulentos, desde Kramer contra Kramer hasta las más recientes Historia de un matrimonio o Revolutionary Road. Se permite hacer mofa del tema en La guerra de los Rose. También Bergman abordó la cuestión en la extraordinaria Secretos de un matrimonio.
Lo que no se ha considerado digno de la literatura o el cine es ese momento en que se aquieta la pasión inicial y, a trompicones, se consolida la relación. Porque tras el relámpago inicial sobreviene inevitablemente la decepción: el otro nunca es como uno ha creído, como uno ha esperado. Llega el momento de reajustar expectativas, de acomodarse a la realidad y abandonar ensoñaciones. No se puede acusar a literatos y cineastas de no haber dirigido su foco a ese rincón: es vulgar, sórdido a menudo; no es escenario de heroísmos, todo acontecimiento es aquí pedestre y falto de glamur. Y, sin embargo, la construcción de una relación madura, la preservación del amor ante la inclemente arremetida del tiempo y del tedio constituye una labor hercúlea. Eso es lo que supo ver Richard Linklater y lo que supo trasladar a la pantalla en la conocida como Trilogía Antes: Antes del amanecer (1995), Antes del atardecer (2004), Antes del anochecer (2013).
Lo que ha seducido a tantos espectadores es el relato de la transición desde el momento crepitante en que prende la pasión —una velada de vagabundeo por Viena— hasta unas vacaciones en que, tras años de convivencia, explotan los rencores y las insatisfacciones —en Grecia, cuna de la sabiduría—. Y ello con la parada intermedia de París —ville de l’amour—, donde se produce un reencuentro en el que ambos atisban en el otro la promesa de una felicidad prolongada: la pasión primigenia, cuyos rescoldos se han mantenido candentes en la memoria y la imaginación, se adivina perdurable. Y todo ello narrado en tres entregas breves, cuajadas de imágenes entrañables y diálogos sinceros.
Quienes se reencuentran en París no son los jóvenes animosos de Viena; son dos adultos con plomo en las alas. En un matrimonio infeliz él, inmerso en la crianza de un hijo; en una relación a distancia ella. Saben que su arrebato vienés no puede ser sino entelequia («acabaríamos con aneurisma si mantuviéramos ese ritmo de excitación»), pero lo sienten también como la asignatura pendiente en sus currículos sentimentales. Sienten el reencuentro como un mensaje del destino. El drama que se desata en la última entrega viene a reflejar lo laborioso de construir una vida en mutua compañía. Porque la pasión se desata, pero el amor se construye, y construir es tarea ardua. Como hacer una buena película. Cuanto más una buena trilogía.
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