Ponen los dos cara de circunstancias cuando el fotógrafo les invita a posar en las escaleras, con los retratos de Miguel de Unamuno y José Echegaray al fondo. “Por aquí pasaron, además, algunos poetas de la generación del 27”, les explica el personal del Ateneo. “¿Y qué hacemos nosotros aquí, entonces? ¡Somos unos profanadores!”, sonríen Álvaro Urquijo y Daniel Ramírez García-Mina.
Uno es periodista y escritor, el otro músico y compositor, pero, además de los Beatles, les une el método de lo sencillo —tanto en la forma como en la temática— como camino para encontrar lo poético en el instante más cotidiano.
Sobre eso versa esta charla. Sobre los amores, los amigos, los libros, la familia, los bares, los trenes, los periódicos. Sobre ese grupo que fue The Beatles y que ambos definen como “el gran descubrimiento que todos hacemos alguna vez en la vida”.
***
—Esto es terrible. No sé tú, pero yo he llegado hundido a esta charla después del paseo por los lugares del Ateneo donde charlaban los grandes poetas.
—Más que una gran responsabilidad, ¡esta es una gran irresponsabilidad!
—Nadie se ha sentado en esas dos sillas de la primera fila. Es mejor así. Dejémoslas libres para los espíritus de don Miguel de Unamuno y don José de Echegaray… Me hacía ilusión charlar contigo, Álvaro, porque los poemas de este libro son escenas concretas, escritas sin grandes pretensiones, pequeños detalles cotidianos por los que se cuela la luz. Y creo que eso son vuestras canciones también.
—Para mí las canciones siempre han sido eso… Una pintura, una peliculita, la foto de un instante poético. Una historia vivida con la suficiente intensidad como para ser contada.
—“Siempre hay una rendija por la que se cuela la luz”, decía el maestro Brines sobre su poesía. La primera vez que escuché Los Secretos tendría ocho o nueve años. Mis padres me habían mandado de campamento a una casa en el monte. Para despertarnos por las mañanas, los monitores nos ponían “Pero a tu lado”. Y, por la noche, antes de dormir, todos bailábamos “Déjame”. Había algo mágico en esas canciones. Ninguno sabíamos lo que era el amor, a ninguno nos habían dejado. Pero esas canciones nos volvieron locos. Estábamos conectando con un grupo, además, nacido muchas décadas antes de que naciéramos.
—Tenemos la inmensa suerte de que muchas de nuestras canciones han pasado a formar parte de eso que se llama “cultura popular”. Son canciones que forman parte de la vida de cuatro generaciones. El otro día firmé los discos a una familia compuesta por bisabuela, abuela, madre e hijos. ¡Lo único malo fue que la abuela tenía mi edad!
—Los Beatles son el gran descubrimiento que todos hacemos alguna vez en la vida, ¿no te parece? Lo escribió García-Márquez cuando mataron a John Lennon: “Los Beatles son la única nostalgia segura que un hombre tiene con sus hijos”. Los Beatles nos conectan con cosas muy especiales: bailar, cantar, escribir… Mi descubrimiento de los Beatles, pese a que nos separen varias generaciones, es muy parecido al tuyo. Cuatro hermanos corriendo alrededor de una mesa en el salón. El recopilatorio azul sonando.
—Hablas de eso en el primer poema, que titulas “Empezar a empezar”. Me sentí identificado con ese texto porque nosotros también éramos cuatro hermanos. Y también una familia normal, de clase media. En mi casa sonó el recopilatorio azul, pero también el rojo. Nos entusiasmaban las melodías, los coros… No sabíamos inglés, no entendíamos las letras, pero flipábamos.
—En el libro donde contaste la historia de Los Secretos escribiste: “Nací en 1962, el año en que los Beatles publicaron «Love Me Do» y el mundo cambió para siempre”. Puede parecer grandilocuente, pero es verdad.
—Uno de tus poemas tiene que ver con la canción «I’ve Just Seen a Face». Yo aprendí muchísimo de esa canción, de cómo está hecha. También de «All My Loving». Ese pasar por fa estando la canción en sol… Ese estar tocando en una tonalidad, pasar a otra para resolver y volver a esa tonalidad… A mí me fascinó y lo aprendí de ellos. Fíjate [y canta]: “Remember I’ll always be true”. “No volveré, no volveré…”.
—Todas estas canciones, como los grandes poemas de la literatura, tienen el poder de llevarnos a un lugar muy concreto, a un instante. Son esos momentos, a su vez, el material con el que nos ponemos a escribir después.
—Los poemas de tu libro me han llevado a momentos muy concretos de mi infancia, de mi juventud… Los poemas y las canciones dejan un margen para la libre interpretación. Ese margen es el que hace posible el viaje de cada uno. Todos esos viajes son diferentes, los sentimos como propios, muy nuestros, muy verdaderos. Pero la canción que escuchamos, el poema que leemos… Son lo mismo para todos. Es magia.
—Es muy importante para escribir, para hacer canciones, el entorno creativo en el que uno crece, ¿no?
—Yo creo que sí. Antes de empezar el acto, precisamente, hemos charlado un rato sobre eso. Me contabas que tus padres siempre os animaron a hacer lo que os gustaba, independientemente de si eran aficiones con un futuro económico.
—Tu padre fue contradictorio. Os compró la primera guitarra y los primeros discos, pero en cuanto vio que os inclinabais por la música como algo más que una afición os puso muchos palos en las ruedas. Se lo ocultasteis durante mucho tiempo. ¡Se enteró de que teníais un grupo cuando ya erais famosos y habíais firmado con una discográfica!
—Nos enamoramos de la música por su culpa. Nos daba la paga con una condición: había que gastarla en libros o en discos. Al principio estaba encantado con las cosas que escuchábamos. Luego, cuando empezamos con The Clash y The Police, torció el gesto. Salimos adelante gracias al padre de Canito, nuestro primer batería. Él nos avaló unas letras, nos alimentaba económicamente. Pero mi padre decía: “No tengo ni un solo compañero de trabajo con hijos que se dediquen a la música. No puede ser bueno”. Has tenido mucha suerte con la actitud de tus padres. Eso está en los poemas.
—Sí, aunque creo que también es algo generacional. Hoy hay muchísimos más padres así que en tu época. Quizá incluso sea lo normal. Y en vuestro tiempo lo normal era lo de tu padre.
—Quizá, sí. Yo con mi hija procuro ser, en ese sentido, como tus padres eran contigo.
—Se ha escrito mucha literatura sobre los padres, las madres, los esposos, las esposas, los hijos… Me vienen a la cabeza Una pena en observación, de Lewis; Carta a mi madre, de Simenon; Carta a mi padre muerto, de Gironella… Pero echo en falta la literatura que habla de los abuelos.
—Tú has escrito varios poemas a tus abuelos.
—Quería comentarlo contigo, porque tú también hablas mucho de los tuyos. Los abuelos son los grandes protectores de las ilusiones de sus nietos. Entre los abuelos y los nietos se habla de cosas de las que no hablan los padres con sus hijos. El paso del tiempo, esa distancia, esa calma y ese cariño, la mezcla de todo eso, hace posibles un montón de conversaciones que los padres no mantienen con sus hijos por culpa de la prisa.
—Mi abuela vivía con nosotros en casa. No tenía gastos, tenía todo pagado, y cobraba una pequeña pensión que iba repartiendo entre nosotros los hermanos. Lo hacía a escondidas, como si trapicheara con drogas, para que no se enterara nuestro padre. Mi madre era muy parecida a ella. Eran cómplices. Tenían mucho sentido del humor. Se reían hasta en los funerales. Mis abuelos, por cierto, estaban separados. Los veíamos por separado y nos parecía normal.
—Vuestro abuelo influyó incluso musicalmente.
—Se sabía de memoria rancheras, boleros y hasta obras de teatro. Lo recuerdo recitando de memoria La venganza de don Mendo, de Muñoz Seca; y algunas piezas de los hermanos Álvarez Quintero. Tenía los discos de los grandes artistas mexicanos.
—Por eso Los Secretos suenan también a México, a ranchera, a canción sencilla con una letra desgarradora. “Voy a beber hasta perder el control”, “Ojos de gata”, “Agárrate fuerte a mí, María”… Son estilos que no tienen nada que ver. Las letras mexicanas quizá sean algo más complejas que las de los Beatles. Pero hay en todas ellas un elogio a la sencillez.
—A nosotros eso nos encantaba para escribir. A ti, por lo que he visto en tu libro, también. En nuestro caso fue por ignorancia. Éramos chavales muy jóvenes que, aunque nos gustaba leer, no teníamos en ese momento grandes referencias literarias.
—En mi caso también fue por ignorancia. Cuando quise empezar a escribir poesía, también ahora, carecía de las herramientas de los poetas clásicos. Pero me lancé cuando descubrí a los grandes poetas de eso que se llama “línea clara”. Jaime Sabines, Luis Alberto de Cuenca, Wisława Szymborska, Idea Vilariño, Karmelo Iribarren… ¿Vosotros qué leíais cuando escribisteis vuestras primeras canciones?
—En casa éramos muy aficionados al cómic. Desde Moebius a Ibáñez, pasando por Gallardo y Mediavilla… Mi hermano Enrique era un gran coleccionista de clásicos. Le encantaban Dick Tracy y Johnny Hazard. De hecho, guardamos con mucho cariño su colección. Yo, en ese momento, leía mucha ciencia ficción: Ray Bradbury y Arthur C. Clarke. En esa época, en general, los chavales leíamos bastante. Casi todos nos habíamos asomado a Cien años de soledad o La colmena.
—Leíais bastante más que los chavales de hoy.
—Tengo la sensación de que, en los colegios, el nivel de lectura era más exigente. Debíamos leer varios libros por curso. Recuerdo los comentarios de texto a los que nos obligaba una profesora de Literatura.
—Ya que has mencionado a Enrique, quiero aprovechar para preguntarte por él. Creo que es uno de los mejores letristas de la segunda mitad del siglo pasado. Por las cosas que he leído sobre él, lo tengo como una especie de poeta maldito. Como Rimbaud y su Una temporada en el infierno. Me encanta escucharle antes de escribir. Para ti, claro, es tu hermano, pero para muchos de mi generación es un personaje mitológico. Murió cuando éramos unos críos. Lo conocimos muerto.
—Enrique era un cielo, un hermano más. Tenía un talento impresionante. Era el que peor tocaba la guitarra, pero me espiaba, me preguntaba por unos acordes, se los aprendía y, al rato, el cabrón aparecía con una canción maravillosa. Las cosas con Enrique hoy habrían sido tan distintas…
—¿A qué te refieres?
—Las cosas referidas a la salud mental han cambiado mucho. Mi madre, supongo, hoy lo habría llevado a un psiquiatra desde muy pronto. Le habrían diagnosticado un problema depresivo, probablemente una bipolaridad y lo habrían medicado. Habría hecho mucha terapia. En aquel momento, si ibas a un psiquiatra, era casi para que te encerraran. Entonces, Enrique encontró el alivio en las drogas.
—¿Cómo era la vida con él?
—Estaba atormentado. Ya no sabíamos si era la depresión lo que le llevaba a las drogas o si era la abstinencia lo que le llevaba a la depresión. Entró en un bucle muy peligroso. Pero, al contrario de lo que mucha gente cree, mi hermano Enrique no fue un toxicómano. La mayor parte del tiempo estaba bien. Pero, de repente, le cambiaba la cara y desaparecía. Tomaba sustancias para anular el pensamiento y marcharse del planeta. Ponía en un papel lo que le pasaba, escribía canciones con sus angustias… Era anárquico, indisciplinado. Nosotros, los hermanos, le ayudábamos a rematar sus temas. La estructura, los cierres… Una vez, sabiendo que la gente tenía esa imagen de él, me dijo: “Álvaro, yo no estoy todo el día llorando por las esquinas, pero las rupturas y las cosas tristes me vienen muy bien para escribir”.
—Escribió “Pero a tu lado”, una letra acojonante, y se cabreó porque todos sus versos terminaban en “ado”. Era un verdadero maldito.
—Es verdad eso. La terminó de escribir en un avión camino de Londres. Fuimos allí a grabar un disco precisamente para sacar a Enrique de sus malos momentos. Lo recuerdo quejándose de que “los versos estaban fatal porque todos terminaban en -ado”. Cogía manía a sus canciones con más éxito. Hubo un tiempo en que no quería cantar “Déjame”. Cuando la tocábamos, dejaba que la cantara el público para no hacerlo él. Yo me acercaba en el escenario con la guitarra, le daba un codazo en las costillas y le decía: “Canta, cabrón, que a la gente le gusta y, además, nos están pagando”. Ojalá Enrique volviera a nacer y tuviese un psiquiatra a su lado desde el principio.
—Lo de las drogas también es muy generacional. Vosotros os lanzasteis a la noche sin tener ni puta idea de nada. Ibais probando lo que aparecía. Nosotros, en el colegio, con doce o trece años, ya teníamos charlas y sabíamos, al empezar a salir, que la heroína es el anticristo.
—Ese confort, no sólo político, sino también social, lo dejas por escrito en los poemas.
—“Tengo mucha suerte, la vida se me escapa sin dolor, como el autobús del lunes”. “Sobre aquellas derrotas, pequeñas e inofensivas, levanté mi felicidad”. Son dos versos que discurren sobre eso. Oye, ¿hablamos de amor?
—A veces, hablar de amor hoy parece hasta contracultural.
—Antes también. A vosotros os llamaban “babosos” y os criticaban por ir vestidos de manera normal.
—Sí, sí. El amor es el hilo conductor de muchas de nuestras canciones y de muchos de tus poemas.
—No quiero ponerme demasiado profundo, pero el amor lo es todo en la música y en la literatura… Una vez, Anson me mostró la poesía oriental más primitiva. La estuve leyendo… Hablaban del amor como algo incluso anterior al cosmos. La rosa que ya se regaba en algún lugar antes de que se creara el mundo y todo eso. También me acuerdo de esa canción tan bonita de Silvio Rodríguez: “Al final de este viaje en la vida sólo quedarán las sábanas blancas tendidas al sol después del amor”. El concepto del amor, canta Silvio, como “nuestro rastro invitando a vivir”. El amor es lo único seguro. Lo demás… allá cada uno.
—Si ahora cayera aquí, en esta sala, un extraterrestre dispuesto a cargarse el planeta apretando un botón, probablemente intentaríamos que no lo hiciera. Es verdad que están las bombas atómicas, el Holocausto, las guerras… ¿Qué le ofreceríamos para que no nos volara por los aires? El amor de hermanos, el amor de una madre a su hijo, el amor de un abuelo a sus nietos… Eso es lo que, en el fondo, manda en este lugar. El amor nos dirige.
—Ya que estamos entrando en el terreno de la trascendencia… Una vez le pregunté a Garci cuál es el arte que más nos acerca a eso que podemos llamar “trascendencia”. Me dijo: “La música”. Creo que tiene razón. En tu vida hay algunas señales de trascendencia que me ponen los pelos de punta. En concreto, dos. Ambas sucedidas la noche que murió tu hermano Enrique.
—Veo que es un tema que te interesa… Recuerdo el poema en el que hablas de un día en Roma, en plena tormenta, y entras en una iglesia. La noche que murió mi hermano Enrique yo estaba cantando en Zaragoza. Estaba, además, cantando “Déjame”, que es una canción suya. Me quedé sin voz unos segundos en el escenario. Supe que a Enrique le había pasado algo. Al terminar, corrí al camerino. Llamé por teléfono a mi mujer. Me dijo que Enrique había muerto… y fue como si yo ya lo supiera. Esa misma noche, la hija de Enrique, que era muy pequeña, se levantó de pronto de la cama y gritó: “¡Papá!”. Yo no creo en lo paranormal, pero estoy convencido de que Enrique, de alguna manera, se despidió de nosotros.
—Hemos hablado de muchas cosas, Álvaro, y me doy cuenta de que, casi en todo momento, hemos vuelto a las cosas del principio. Hay un poema de Luis Alberto de Cuenca que dice eso: “Al final sólo importan las cosas del principio”. Es una variación del verso que llevaba Antonio Machado en el bolsillo el día de su muerte: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Enrique, poco antes de morir, escribió una canción titulada “Volver a ser un niño”.
—Los Beatles son un eterno recuerdo. Me declaro defensor de la nostalgia, que no tiene por qué tener que ver con la tristeza. La literatura, la música, el cine… Son lo mejor que tenemos los seres humanos. Esa capacidad de dejar testimonio sobre las cosas que nos pasan.
—¿Te parece que, para terminar, leamos el poema de la luz?
—Venga.
Luz (Across the Universe)
He leído por ahí que los científicos
no saben casi nada de la luz:
quién la impulsa, quién la sostiene.
Los científicos, en este caso,
son como los poetas.
Miran y quedan fascinados
por el misterio irresoluble.
Pero ellos no han aprendido
que es mucho mejor así,
que la belleza es bella
porque no se puede explicar;
que el amor es cierto
porque carece de ADN,
y que la vida es vida
porque quizá
no haya nada detrás.
Entonces sí,
sólo en este punto
y sin que sirva de precedente,
podemos concluir:
la vida es luz.
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