Imagen de portada: Don Alfonso el Sabio, después de haber ganado a los moros la plaza de Cádiz, de Matías Moreno González. Museo del Prado.
La anécdota con la que da comienzo la romanza de hoy roza esta vez el carácter de leyenda. Y es que Alfonso X, de cuyo nacimiento se cumplen esta semana ocho siglos, está presente en no pocos aspectos de nuestra vida cotidiana. No sólo porque revolucionó algunos ámbitos científicos como la historiografía, la jurisprudencia o la astronomía. No sólo por sus conocimientos literarios y poéticos, regularizando estos ámbitos a la manera aristotélica, y dejando las Cantigas de Santa María en el frontispicio de la poesía medieval. No sólo por el avance que las lenguas romances experimentaron con su llegada al poder. También por detalles nimios, si se quiere, detalles cotidianos que dan buena muestra de hasta qué punto llega su influencia. Y es que no mucha gente sabe que la X con la que hoy diferenciamos el miércoles del martes en los calendarios estándar se fijó en honor del mítico Alfonso X. Hasta tal extremo, como digo, llega su influjo en la vida moderna.
Sin embargo, esta leve introducción anecdótica no justifica del todo la aseveración que, con algo de provocación, refleja el título de esta columna. Intentaré profundizar algo más, aunque nos quedemos lejos del punto exacto de hondura que alcanzó este ilustre personaje. Algunos dirán, incluso, que el concepto España no estaba plenamente elaborado en este siglo XIII que le vio nacer, pese a que en su célebre obra Estoria de España ya se vislumbren ideas. Yo, sin embargo, vengo a revocar esa idea: Alfonso es un visionario que se adelanta al estado moderno, que vertebra una idea de nación hasta entonces difusa. Le arrebató poder a la nobleza y al clero en los principales núcleos urbanos de la península. A cambio, les otorgó privilegios a las ciudades para acogerlas en su seno. Miró a Europa desde sus aires imperialistas. Eliminó fueros de tiempos visigóticos, desafió el poder del papado en Roma, reanudó la ofensiva contra el dominio musulmán en la península, repoblando lo ya reconquistado.
Celebramos el octavo centenario de un hombre que le dio a los reinos peninsulares el motor del poder que terminaría germinando en el siglo XV. Decía Ortega que algunas naciones colonizadoras practicaban el «trasplante», es decir, aniquilaban la cultura conquistada para implantar la propia. Otros, como España o Roma, practicaban el «injerto». Esto es, adaptaban sus cuotas de poder a la cultura previa. Esto no hubiera sido posible sin la base construida por el Sabio, cuya tolerancia a la hora de permitir una relación más o menos pacífica entre cristianos, musulmanes y judíos germinaría en una suerte de protorrenacimiento, representado en la figura de la mítica Escuela de Traductores. Esta tolerancia facilitó la estabilidad de aquellas tierras que habían vivido en la beligerancia constante por siglos, castellanizando más allá de la conquista territorios como Sevilla o Murcia. Por tanto, más allá de su labor cultural, de sobra conocida por los aquí presentes, Alfonso X es la personalidad más importante de la historia de España por su visión moderna de lo que más tarde sería una cultura hegemónica. Mucho me temo que, en su centenario, pocos lo recordarán. Triste España nos queda.
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