Los romanos, aparte de por su potencial bélico y por sentar las bases del Derecho occidental, asombraron al mundo con sus construcciones. Sus calzadas, arcos, puentes, acueductos, bóvedas de cañón, cúpulas, basílicas, teatros, anfiteatros, templos, termas y circos, esparcidos con prodigalidad por todos los rincones del imperio, siguen siendo estudiados en las facultades de arquitectura. Vitruvio fue alarife e ingeniero de Julio César. Ayudó a diseñar los puentes y elementos de asedio que el estratega usó para conquistar en tan sólo ocho años las Galias. Los ingenios que pergeñaron ambos para sitiar la ciudad de Alesia, con 23 recintos fortificados, dobles murallas que se extendían por más de quince kilómetros, trincheras infestadas de estacas y abrojos, torres, diques y fosos causaron estupor.
Filippo Brunelleschi pasó años estudiando la cúpula del Panteón de Roma, edificado por mandato del hispano Adriano y encomendado posiblemente a Apolodoro de Damasco. Es de hormigón artesonado con una abertura central (óculo) hacia el cielo. Casi 2.000 años después de su construcción, sigue siendo la cúpula de hormigón sin armar más grande del mundo. Brunelleschi encontró en ella la inspiración para su gran obra maestra: la cúpula del Duomo de Florencia. Incluso, inventó un nuevo tipo de elevador para levantar las grandes piedras inspirándose en De Architectura. Cuando a Miguel Ángel le fue encomendado cubrir el colosal altar mayor de la basílica de San Pedro del Vaticano con su titánico Cupolone, Vitruvio, Apolodoro y Brunelleschi fueron algunas de sus alfaguaras. En todos los citados se inspiraron los diseñadores del gran cimborrio que corona el Capitolio de los Estados Unidos de Washington: de nuevo Roma sirve de hontanar.
Muchos de los alfalfabetos que se burlan de los de Humanidades por dedicarnos a cosas inútiles y desfasadas son jumentos de gimnasio. En su asnal ignorancia no saben que al llenárseles los belfos con la palabra gimnasio están hablando griego: viene de γυμνάσιον gymnásion, de gymnázein ‘hacer ejercicios físicos’ y este de gymnós ‘desnudo’, porque era costumbre practicar los ejercicios desnudos. Lo que dejan desnuda es su burricie con este desdén a lo humanístico.
Heleno es también atleta (del gr. ἀθλητής athlētḗs), relacionado con atlhón, “prueba”. O sea, hablamos griego al decir atletismo, triatlón, pentatlón y decatlón. Si nos hubieran enseñado algo más de él, comprenderíamos conceptos como hexágono, decálogo, hexámetro, endecasílabo, triángulo, triglicéridos, pentagrama… En Grecia dieron sus primeros pasos las competiciones atléticas. Las Olimpíadas reunían cada cuatro años a los mejores atletas de la Hélade en los llanos de Olimpia, en el Peloponeso, ante los templos de Zeus y Hera, pero había otros certámenes tan famosos a lo largo y ancho de su geografía.
La prueba reina del atletismo es la maratón: la mayoría de los que se dejan las criadillas en ella desconocen que se llama así en honor a una batalla que tuvo lugar en el 490 a.C. en las playas de Maratón, en el Ática, a 42,195 km de Atenas. Allí una panda de atenienses y sus aliados, comandados por Temístocles y Milcíades, hicieron morder el polvo a unos persas diez veces superiores en número. Batalla donde brillaron un tal Arístides, al que los míos les debemos el nombre, y un cierto Esquilo, que se convirtió en el primero de los tres grandes trágicos atenienses. Mantienen que en esa contienda también combatió un joven llamado Fidípides, que había ganado varias veces la corona en Olimpia y acababa de llegar corriendo desde Esparta (más de 450 kilómetros entre ida y vuelta), adonde fue a pedir la ayuda de los espartanos. Al campeón se le ordenó que corriera a Atenas para avisar de la victoria y que no rindieran la polis al ver acercarse a la flota enemiga creyendo que la infantería helena había sido aniquilada. El joven cumplió las órdenes. Sólo pudo gritar Nenikékamen! (Hemos vencido) antes de caer fulminado por un infarto.
Unos 40 años después Atenas vivió el siglo de Pericles. La polis gozó su época áurea en la democracia, la arquitectura (Ictino y Calícrates, artífices del Partenón), la escultura (Fidias, Mirón, Policleto), cerámica (piezas salidas de los hornos del Cerámico y decoradas primorosamente por sus pintores se exportaron a medio mundo como objetos de lujo, decoración en la que veo un antepasado de los cómics y novelas gráficas), teatro (Esquilo, Sófocles, Aristófanes y Eurípides), filosofía (Demócrito, Anaxágoras, Sócrates y Platón), historia (Heródoto y Tucídides)…
Contemporáneamente en la isla de Cos un médico, Hipócrates, revolucionó la medicina, separándola de otros campos con los cuales se la asociaba hasta entonces (la teúrgia, magia con la que se pretendía entrar en contacto con los dioses para que sanaran al enfermo, y la filosofía). Convirtió el desempeño de esta disciplina en una auténtica profesión y creó la Escuela Hipocrática, cuyas enseñanzas perduraron por siglos. 500 años después en el prestigioso templo de Asklepios de Pérgamo se formó otro muchacho que cambiaría la medicina de su tiempo. Viajó a Roma donde adquirió gran fama como médico de gladiadores, al que acudían los cirujanos militares para formarse. Fue designado facultativo del emperador estoico, Marco Aurelio. Su nombre era Claudio Galeno. De sus enseñanzas bebió la medicina europea a lo largo de más de mil años en campos como la anatomía, la fisiología, la patología, la farmacología y la neurología.También en Atenas en el siglo IV a.C. ejerció la partera Hagnódica, a la que se considera la primera mujer ginecólogo, pues escribió tratados sobre la salud femenina. En honor a Hipócrates y Galeno los sanitarios actuales deben conocer la friolera de 75.000 helenismos, de los cuales habitualmente usan 25.000. A la fin y a la postre, ginecólogo, dermatólogo, otitis, análisis, diarrea, pediatra, termómetro, anestesia, antitérmico son todas griegas. ¡Cuánta diarrea mental y verbal se evitaría si algunos se informaran antes de hablar de si el latín o el griego se usan aún!
En el emblema de algunas farmacias (palabra griega: de fármakon) podremos observar una serpiente enroscada a una copa. Éste era el símbolo de Asklepios, dios heleno de la medicina, y de su hija Higía (de ahí viene higiene). Por cierto, otra de sus hijas era Panacea, encargada de preparar remedios con las plantas para sanar a los enfermos. Los hijos varones, Macaón y Polidario, eran los patronos de médicos y cirujanos, mientras que Telesforo velaba por los convalecientes. Su esposa Epione era la diosa que calmaba el dolor. Una familia muy comprometida con la salud.
Cada vez que un alfalfabeto me endilga la preguntita de marras, si me pilla de buenas, lo invito a buscar en su dispositivo el nombre de cualquier animal o planta. Por si se siente identificado lo animo a empezar por burro. Cuando lee equus africanus asinus, le digo que eso es latín y que, ¡pijo en dioles!, la wikipedia habla latín. Vuelve a la carga ahora con oso negro: ursus americanus le responde el buscador. Mosqueado, busca margarita, la flor, no el cóctel, le digo: bellis perennis. Teclea amapola, papaver rhoeas, responde impasible la pantalla. ¡Eso es latín!, balo. Me apiado de su cara aborregada y le explico que un tal Carlos Linneo, un sueco que vivió entre 1707 y 1778, científico, botánico y zoólogo, sentó las bases de las ciencias naturales con unas obras enciclopédicas donde clasificaba a los animales y plantas de su época. Como quería ser conocido fuera de sus gélidas fronteras suecas, escribió en latín, lengua de comunicación científica y diplomática de su tiempo. Lo mismo tuvieron que hacer el alemán Leibniz, el francés Descartes o el inglés Newton. Si quieres leer sus textos originales y no las traducciones que otros hayan hecho, como no sepas latín la tienes más que cruda. En homenaje a Linneo casi todas las especies animales y vegetales tienen un nombre científico en latín aún hoy en día.
Quizás uno de los mayores regalos que Grecia y Roma hicieron a la humanidad fueron sus mitos. Con ellos pretendían explicar su mundo, cuando el logos y la ciencia aún no bastaban, y comprender la alambicada mentalidad humana con todas sus miserias y grandezas, capaces de cohabitar en un mismo ser humano, como el padre Homero dejó patente en sus inmortales hexámetros. Tal es la influencia de la mitología que a nuestra lengua se han adherido términos de origen mitológico: sirena, grifo, quimera, arpía y esfinge, monstruos todos, a los que invito a conocer tal y como los idearon los helenos y sorprenderse de que, por ejemplo, para ellos las sirenas no tenían cola de pez (eso son los tritones), sino cabeza de mujer y cuerpo de ave marina carroñera. Los signos del zodíaco son en realidad constelaciones. Ovidio nos explica en sus bellísimas Metamorfosis el por qué los dioses decidieron convertir a alguien en una constelación. Como los buenos navegantes saben, sería casi imposible orientarse en el proceloso mar nocturno si no sabes leer las estrellas: miles de ellas le deben su historia a la imaginación de los helenos.
Conmueve saber que escritores como Dante, Petrarca, Bocaccio, Corneille, Shakespeare, Alfonso X, Cervantes, Calderón de la Barca, Quevedo o Lope de Vega abrevaron en los mitos que Ovidio recopiló en su epopeya. Que ellos inspiraron libretos y partituras de Monteverdi, Gluck, Mozart, Beethoven, Offenbach o Britten. Sus versos fueron el faro que guió a escultores como Donatello, Miguel Ángel, Bernini o Botero. En ellos mojaron sus pinceles Botticelli, Rafael, Tiziano, Rubens, Velázquez, Goya, Bouguereau, Burne Jones o Picasso.
Decenas de novelas, muchas de ellas juveniles, sementera de devotos lectores, se ambientan en la mitología grecolatina. La saga del portentoso Harry Potter está salpimentada de referencias mitológicas (no hay que olvidar que su autora es licenciada en Clásicas). Rick Riordan ha ideado unas exitosas series basadas en los mitos helenos, cuyo mascarón de proa son las aventuras de Percy Jackson, llevadas al cine en dos ocasiones. La archipremiada Irene Vallejo escribió antes de su éxito internacional un par de obras inspiradas en los mitos.
Los mitos griegos han sido llevados a la pantalla en múltiples ocasiones, ya desde sus orígenes con el cine mudo. Valgan como ejemplo Troya (2004), Jasón y los Argonautas (1964), Immortals (2011), Furia de titanes (1981), Ulises (1954), Ulises y la isla de la niebla (2008)…
Por un lado se desdeña lo clásico, pero la publicidad está preñada de nombres grecolatinos. Joyerías que se llaman Midas, al igual que el ambicioso rey que pidió a Dionisos el don de convertir en oro todo lo que tocaba, o Pandora, la primera mujer modelada por Hefesto a instancias de Zeus para castigar al hombre. Tiendas de delicatessen que hacen alusión a Baco, el Dioniso de los griegos, dador del vino. Les invito a visitar las estanterías de vinos de su tienda de barrio. Encontrarán alguno que le deba su nombre a Grecia o a Roma: Protos, Hércules, Hipatia (como la astróloga y matemática de la universidad de Alejandría lapidada por fanáticos cristianos), Ménade… Cada vez que en algún producto vean super, ultra, plus o bio, sepan que eso es latín o griego. Aquarius, Frigo, Magnum, Terra, Nivea, Canon, Hispania o Modus son vocablos latinos. Hermés, Afrodita, Clío, Argos, Ares, Vesta, Venus son marcas comerciales con nombre de dioses.
A mis alumnos les invito a realizar una ruta por su ciudad buscando las huellas de lo clásico en la misma. Uno de los apartados es el latín y el griego en su lengua y en sus calles. Clínica procede de del gr. κλινικός klinikós, der. de κλίνη klínē ‘lecho’. Clínicas las hay a decenas. Academia era el nombre de un jardín legado por un tal Academo a Platón para que impartiera en él sus enseñanzas. Su discípulo Aristóteles enseñó en un parque cercano al templo de Apolo Liceo: de ahí viene la palabra liceo. Todo vocablo que lleve la raíz poli- (polideportivo, polígono, policlínica) está formado del griego polys, que significa mucho. Hospital está emparentado con el latín hospes, que quiere decir huésped, con quien están relacionadas también hostal y hotel. En nuestra comunidad tenemos un centro sanitario llamado igual que el centauro médico maestro de Aquiles y Patroclo: Quirón. Campus es un latinismo, lo mismo que ferretería y multi-. Fisioterapia, talasoterapia y museo (el templo de las Musas, a quienes está consagrada también la música por ser una de sus artes) son helenismos. Elisa, Ana, Antonio, Carmen, Paula, Pablo, Pedro, Marco, Leticia, Adriana, Valeria son nombres de procedencia latina, mientras que Alejandro, Sandra, Roxana, Sofía y Ariadna lo son de raigambre griega. O sea, si van con los ojos y el alma abiertos, verán que los clásicos los acompañan mucho más de lo que imaginan.
En el escudo constitucional de España hallarán una inscripción en latín: PLVS VLTRA y dos columnas. Esas columnas son las que puso Heracles, el Hércules romano, cuando separó Europa de África, advirtiendo de que a partir del Estrecho de Gibraltar comenzaba el peligroso Atlántico y que a los marineros les convenía no navegar más allá: NON PLVS VLTRA. El non lo perdimos cuando lo de Colón. El mismo Hércules aparece en el escudo de Andalucía, con otra inscripción en latín. Se cuenta que dos de sus famosos trabajos tuvieron como escenario nuestros lares y que durante ellos fundó ciudades como Cádiz y Sevilla. En Coruña se puede admirar, asomándose al Atlántico, la maravillosa Torre de Hércules, un faro de origen romano. Se dice que Hércules plantó ese faro para sellar la tumba del gigante Gerión, al que hubo de dar muerte. Miren el escudo de la ciudad y contemplarán la calavera del citado bajo la torre.
Mucho despreciar lo grecolatino, pero los griegos les dieron el nombre a nuestro continente y a nuestra moneda: Europa, la de ancha mirada o la de bello rostro, se llamaba una princesa fenicia a la que raptó Zeus convertido en toro y la trajo a Creta.
El protagonista de la penúltima novela de Arturo Pérez-Reverte, El italiano, se llama Teseo, al igual que el héroe que libró a Atenas del Minotauro y de su ominoso tributo en carne humana para alimentarlo. El perro de la mujer que salva al buzo, en una escena que recuerda a la de Nausícaa hallando inconsciente al náufrago Odiseo, se llama Argos, como el can de Ulises. La obra del académico, fruto de un sistema de enseñanza donde las letras tenían la misma consideración que las ciencias, está cuajada de referentes clásicos, que le salen de manera natural, espontánea. Estoy seguro de que muchos de sus lectores actuales han sido incapaces de reconocer esas referencias, ya que les han hurtado los conocimientos necesarios.
Hace 33 febreros que me desgañito en aulas de centros públicos sudando tiza e intentando devolver a la sociedad ciudadanos más cultos, civilizados, empáticos y comprometidos a partir de las armas que el latín, el griego y la cultura clásica pusieron a mi disposición. De todos estos años considero que lo mejor que he podido compartir con mis pupilos, aparte de los grupos de teatro grecolatino que con ellos formé, son los viajes de estudio. Soy consciente de que muchos de mis zagales, provenientes de familias con escasos estudios y donde la educación no figura en su bagaje vital, no tendrán la oportunidad de conocer lugares imprescindibles por nuestro patrimonio cultural. Por ello solía organizar viajes en los que conjugar arte, literatura e historia. Así, hemos hecho nuestras Roma, Pompeya, Florencia, Pisa, Venecia, Mérida, Cáceres, Trujillo, Alcántara, Salamanca, Cartagena, Antequera, Ronda, Carmona, Sevilla o Granada. Adonde hubiera algo romano y se pudiera convertir en una Ítaca a la que volver en el futuro intentaba llevarlos con la esperanza de que lustros después sintieran la necesidad de compartir con los suyos ese espacio. He tenido que desistir de este empeño. Al presentarme últimamente frente a mis clases con un programa donde podríamos combinar monumentos con textos de Tirso, Larra, Bécquer, Machado, Lorca o Salinas, me miraban con cara abesugada, cuando no con cierto asco por atreverme a incordiarlos en su universo ticktockero citándoles nombres de tíos que no debían de ser ni futbolistas ni influencers ni tertulianos de programas de teledefecación, sus únicos modelos actuales.
Suelo empezar mis clases de cultura clásica preguntándoles si saben algo de Homero, Aquiles, Héctor o Ulises. Antes alguno me respondía que Homer era el padre de los Simpson. Ahora, ni eso. Con mis alumnos de 2º de bachillerato, el nivel más avanzado que puedo dar, me paso días intentando compartir la figura y los textos de Virgilio y Ovidio, así como su gigantesca influencia en las artes posteriores. La gran mayoría me mira con rostro de cabracho; otros, incluso, con hastío que raya en el asco, por no dejarles enfrascarse en sus móviles y obligarles a escuchar sobre muertos que nada les van a aportar a sus inanes existencias. No los culpo, al contrario: me dan infinita lástima. Esta sociedad en la que les ha tocado vivir ha consentido que les roben la educación, la cultura del esfuerzo a cambio de engañifas en la que pueden conseguir todo de manera indolora e inmediata.
Entre los muchos vicios que devastan a este fauno desencantado descuella el de libar un buen café. He convertido Il Baretto de mi amigo Melchiorre en uno de mis santuarios. Allí solía coincidir hasta muy poco antes de su muerte, ya nonagenario, con don José Castaño. Había sido Maestro. Uno de los maestros de la República a los que con saña persiguió el franquismo, que tanto parece gustar a algunos de los que hoy pastan en la escena política. Fue encarcelado y apartado del magisterio. Tuvo que ganarse la vida en mil empeños hasta que a principios de los 80 lo rehabilitaron y pudo dedicarse a su verdadera vocación. Décadas después de haberse jubilado acudía a diario a su escuela a ayudar a sus compañeros con los niños a los que el sistema no podía atender como ellos necesitaban. Como es de justicia, llamaron a su colegio con su nombre: para él el magisterio era un sacerdocio. Pude hablar varias veces con él y transmitirle mi respeto y admiración, como hijo de maestro que soy. Le pregunté el por qué del ensañamiento de los compinches de Franco con los maestros de entonces, fusilados, encarcelados o impedidos en el ejercicio de su profesión. Me contó que a principios de la república había habido un ministro maestro, que había consultado con sus compañeros y pateado escuelas de todo el país, sin omitir las rurales, para diseñar una nueva ley educativa que aplicaron con eficiencia, a la vez que ponían en marcha experimentos de educación y culturización con las misiones pedagógicas, en las que figuras de la talla de Lorca o Ramón Gaya se implicaron. Al sentir que por primera vez se había contado con ellos a la hora de redactar una ley educativa, los maestros se comprometieron en cuerpo y alma con el gobierno legítimo. De ahí la crueldad de los golpistas con ellos.
Desde entonces no se ha vuelto a contar con maestros y profesores de los de pura cepa, de los que se fajan a diario en escuelas e institutos en defensa de sus alumnos y familias. En Grecia y en Roma el pedagogo, παιδαγωγός, paidagōgós, era el esclavo que conducía al niño a las escuelas, llevándole la banqueta y los útiles de escritura. Sobre quienes recaía la responsabilidad de enseñar, de educar (educere: conducir, guiar, encauzar) eran el διδάσκαλος (didáskalos) o el magister. A este respecto magister está emparentado con la raíz magis (más), mientras que minister, lo está con minus (menos). Como mucho, un minister llegaba a ser un criado de un magister. Mísero el país donde un minister manda más romana que un magister. Así nos va.
Muestra del sinsentido en el que vive esta sociedad demente, las últimas leyes educativas han sido encomendadas a pedagogos que llevaban décadas sin pisar un aula de primaria o secundaria o a desertores de la tiza que huyeron a la primera de las mismas y desde su desconocimiento y prepotencia de despachos y escaños osan decir a los verdaderos maestros cómo enseñar, amargándolos con mamarrachadas pseudopedagogistas (si tienen algún palabro en inglés más les pone) y toneladas de estéril burocracia. Sujetos tales como Maravall, Solana, Aguirre, Wert o Celáa, responsables del aniquilamiento de la educación, deberían figurar en el muro de la infamia por educacidas, pero, signo del poco respeto que esta civilización hodierna se tiene a sí misma, fueron compensados con sueldos millonarios en Europa. Clama a los infiernos que tiparracos cuales Solana, Wert o Celáa, que deberían haber sido encarcelados por sus crímenes LESAE EDUCATIONIS, hayan sido premiados, para vergüenza de la España decente, con canonjías pagadas a precio de oro en Bruselas, París o Roma. Ejemplo más que evidente de la nula consideración que tiene a sus maestros y, por ende, a sí misma esta nación.
Cuando denuncio la catástrofe que detecto en las aulas muchos me tachan de franquista, de profesaurio, de pollavieja. De franquista tengo lo que de obispo: la coronilla tonsurada. De saurio, mucho. De lagarto, más. Si estos apollardados supieran que más sabe el diablo, con todos sus órganos, por viejo que por diablo, tal vez se percataran de que pollavieja puede ser un halago.
Me quedan pocos cursos para jubilarme después de muchos lustros de servicio. No veo el momento: politicastros de diez al cuarto, pedagogos de salón en vez de los de pico y pala, ciudadanos acomodaticios y cómplices con su silencio y su voto del desmantelamiento de la cultura y la educación y de dejar a sus hijos en la indigencia intelectual y moral, han abrasado las ganas de seguir enseñando.
Después de más de 40 cursos dedicado en cuerpo y alma a lo Clásico, 33 a pie de tiza, estoy hastiado de que consideren mis materias de segunda, de que se diga que a Humanidades van los tontos, los vagos, los que no valen para ciencias, los que huyen de las matemáticas. Y de que muchos de los críos que me llegan lo hagan con ese perfil, sin ningún tipo de pasión ni interés por la lengua madre y nuestra cultura ancestral. De que el mensaje de los alfalfabetos haya calado hasta el punto de que en un centro de más de 1300 alumnos nadie quiera estudiar griego.
Como santa Teresa hizo al salir de su ciudad, me sacudiré las sandalias para no llevarme conmigo ni el polvo de unas aulas que ya no considero mías. Me escuece porque he dedicado mi vida a intentar dejar una sociedad mejor a través de la educación y veo que mis desvelos han sido en vano. Me duele porque mis hijos se están preparando para tomar el relevo en la enseñanza pública: es la maldición de haber tenido un abuelo para quien la educación era también un sacerdocio. Me enerva porque en todas estas décadas he podido ayudar a la formación de estudiantes brillantísimos en Humanidades, que estoy seguro de que aportarían su peso en diamante a una sociedad necesitada de referentes y ayudarían a hacerla mejor desde sus campos: arqueología, historia, música, derecho, filosofía, filología… Me indigna hasta bramar mi cólera que no les den la oportunidad de desarrollarse plena y dignamente al considerar sus estudios de segunda.
En mi malhadada comunidad llevan casi 20 años sin convocar oposiciones para profesor de clásicas. La plantilla está envejecida y, conforme se van jubilando los titulares, se suprimen las plazas, convirtiendo la población en una sementera de analfabetismo e idiocia, que tolera el nepotismo, la corrupción y la poca ética y estética (conceptos todos grecolatinos: por eso estorban) de los mandamases que se creen dioses, olvidando que las verdaderas divinidades castigan con saña la hybris, el ensoberbecimiento. Que le pregunten a un tal Creonte qué le pasó con ella y, de paso, lean el monólogo en el que advierte de los males que trae el dejarse corromper por el dinero.
Querido lector, si ha llegado hasta aquí, sólo le pido que no se deje atrapar por cantos de alfalfabeto, que se dé cuenta de que uno de los mayores errores de esta sociedad ha sido separar ciencias y letras, apostando sólo por las cosas que tengan una utilidad inmediata al menor coste posible. Por algún sitio he leído que Aristóteles defendía que la grandeza de la filosofía radicaba en que no servía para nada, pero valía para todo. Tal vez no sea lo mismo servir que valer. Este mundo está huérfano de valores, valores que las Humanidades ayudan a pertrechar y, como diría Nuccio Ordine, hay que buscar la utilidad en lo inútil y hallar la belleza que en ello subyace.
Ya lo escribió con letras de oro un comediógrafo en el 165 a.C., Terencio: Homo sum, humani nihil a me alienum puto. «Soy un hombre, nada de lo humano lo considero ajeno a mí». Por ello tengo claro que estoy orgulloso de haber consagrado mi vida a las Humanidades, a pesar de que me duela el desprecio que percibo a mi alrededor. Porque en estos tiempos convulsos la única esperanza para el hombre está en el hombre mismo. A éste sólo lo nutren con equidad, empatía, rectitud y ética las áreas de Humanidades. Quizás vaya siendo hora de dignificar a Homero, Virgilio, Séneca, Marco Aurelio, Tito Livio, Horacio, Ovidio, Eurípides, Platón, Aristóteles y a todos cuantos fueron subidos por los dioses al altar de los Clásicos, al que los alfalfabetos quieren arrumbar.
Yo he dejado mi sangre en estas Termópilas, aunque sea consciente de que el enemigo ya ha cruzado y que la batalla está perdida. Como lo eran los 700 tespios que decidieron morir con los espartiatas de Leónidas, sabiendo que la gloria iría para aquéllos y la historia relegaría su gesta. No queda otra que caer con dignidad, con el escudo en la siniestra y la pica en la diestra, retadora la mirada, mordidos los labios.
Ahora, lector, la espada está en su mano. Sepa que, cuando arrecie la tempestad y la barbarie de la incultura y la vacuidad asole su entorno, sólo encontrará cobijo en el scriptorium que se haya erigido con sus libros, su música, su cine. Todos ellos habrán sido suministrados por cuantos autores, compositores, traductores, intérpretes y demás paladines cargaron sobre sus hombros batirse por las Humanidades. Suya es la decisión de rendir armas y postrarse ante los alfalbabetos o plantarles cara. Con el desafío de Leónidas en la pupila: «Tú, señor de las acémilas, bárbaro alfalfabeto, rey de reyes de los cenutrios, ¿quieres que humille las herrumbrosas armas con las que me he batido por las Humanidades y que me arrastre ante tu estulticia? ¿Las quieres? Ven. Cógelas. MOLÓN. LAVÉ«.
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