Joseph Roth es unánimemente considerado uno de los mayores narradores de la primera mitad del siglo XX. Su obra hoy en día no es muy popular, pero los expertos coinciden en su gran calidad literaria. Roth fue un judío nacido en la región de Galitzia, por aquel entonces parte de imperio austrohúngaro, y participó en la Gran Guerra encuadrado en un regimiento de tiradores. Fue probablemente esta experiencia la que inspiró su novela más célebre, La marcha Radetzky, en la que a través de tres generaciones de una familia, los Trotta, beneficiada por el favor del emperador, se narra el declive y caída del imperio de los Habsburgo, y es tenida por la crónica más certera de la desaparición de un mundo y de un estilo de vida periclitado. Ejerció el periodismo en diversas ciudades, sobre todo en Berlín, y con el ascenso de Hitler al poder se vio obligado a exilarse en París, donde murió en 1939 víctima del alcoholismo.
La leyenda del santo bebedor es la última obra salida de su pluma, poco antes de morir. En España fue publicada por Anagrama en 1981 y su editor, Jorge Herralde, encargó a Carlos Barral un prólogo. Al gran poeta, memorialista y editor no le podía pasar desapercibido el hecho de que, tratándose de una nouvelle que narra los últimos días en la vida de un clochard, un alcohólico terminal, Herralde le consideraba idóneo porque él mismo fue un gran bebedor, y en alguno de sus escritos —incluido obviamente este prólogo— expuso de forma meridiana su punto de vista, favorable al consumo social de alcohol y despectivo con respecto a los abstemios, “cínicos frustrados” que se apoyan en argumentos de una “sanidad inhumana, mecanicista”, y que “ignoran la gloria de los paraísos artificiales, el aliento a la imaginación creativa, la mitigación de las timideces y la burbuja de cordialidad y de solidaridad con la que el alcohol envuelve a los que lo aprecian”.
Explica Barral comentando el largo relato cómo “el vino santifica, en cierto modo diviniza”, lo que justifica los hechos milagrosos vividos por el protagonista, Andreas, antes de su fallecimiento: como dice Roth en la obra, “denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan divina y hermosa muerte”. En un epílogo escrito por Hermann Kesten, el también escritor narra su último encuentro con Roth en un café de París poco antes de su muerte:
“Delante de Roth había uno o dos vasos que contenían una mezcla amarillo-verdosa (absenta) y media docena de posavasos, que servían para que los camareros parisienses calcularan cuánto habían bebido sus clientes”.
Pero según Kesten, la embriaguez tornaba a Roth una persona lúcida, tolerante y cariñosa, con una “sonrisa empañada de melancólica inteligencia”.
Joseph Roth fue, a su modo, también un “santo bebedor”, como lo fue el propio Barral y tantos y tantos otros eminentes literatos.
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