En su obra de teatro más famosa, Jean-Paul Sartre coloca a tres personajes en el infierno. ¿Qué es el infierno? No hay fuego ni vapores de azufre: el infierno es un living donde Garcin, Inès y Estelle van a pasar la eternidad conversando. El castigo consiste en que cada uno, al observar al otro, derrumba la idea que tenía de sí mismo. Los seres humanos solemos tener, de nosotros mismos, una idea por completo divorciada de la realidad; y perder esa ilusión es tan pavoroso que Garcin, en cierto momento, pide a gritos las tenazas y los hierros candentes, un castigo mil veces preferible al que le infligen, con su sola mirada, sus compañeros de eternidad. De ahí la conclusión sombría de Sartre: «El infierno son los demás».
No es el único: de hecho, la tríada de poder que forma con Sergio Massa y Cristina Kirchner se parece también a A puerta cerrada, la obra de Sartre, en el hecho de que los tres personajes se odian, se juzgan, se destruyen mutuamente, no pueden prescindir de los otros dos, y cada uno revela cruelmente lo que los otros son en realidad. A ese infierno llegó, después de perder más del 20% de su caudal electoral desde su apogeo en 2011, Cristina Kirchner; condenada a convivir con su crítico más salvaje y con el que la traicionó y enterró sus sueños de reelección eterna, conserva sus aires de emperatriz, pero a cada paso le recuerdan que, aunque conserva la capacidad para dañar, no puede ya conducir al país a su antojo. Podría decir, como la cruel Inès en A puerta cerrada: “Necesito el sufrimiento de otros para existir. Ser una antorcha en sus corazones. Cuando estoy sola, me apago. ¿Parezco la clase de persona que suelta? Voy a arder y sé que no habrá final”. En la obra de Sartre también hay un personaje, la coqueta Estelle, que tiene en su conciencia el crimen más horrendo de todos, pero que también ha sabido ocultarlo mejor que nadie, quizá porque los principios morales le resultan abstractos y sólo sabe decirle a cada uno lo que quiere escuchar: es Massa.
Pero así como en A puerta cerrada el protagonista es Joseph Garcin, el hombre que soñaba con ser valiente, en la tragicomedia del presente argentino el personaje más interesante es Alberto Fernández. A través de su carrera zigzagueante entre la derecha nacionalista, el alfonsinismo, el menemismo, el kirchnerismo, el massismo y de nuevo el kirchnerismo, entreverados con sus citas de Luis Alberto Spinetta o sus elogios a Litto Nebbia, asomando en alguna de sus clases de derecho en la UBA, uno puede distinguir los rasgos del hombre que Alberto cree ser: un campechano, un hombre sin espectacularidad, pero dotado de una luminosa sabiduría secreta, como el personaje que interpreta Imanol Arias en Tango Feroz: el desengañado que, sin embargo, nunca claudicará en su esperanza de que los hijos de puta un día paguen y los desposeídos tengan su oportunidad sobre la Tierra.
Así se relata su propia historia Alberto, según pasan los años: en los 90, mientras defiende las privatizaciones de Menem, cree saber en su fuero íntimo que nunca traicionó a Bob Dylan; a comienzos de los 2000, mientras rosquea entre Duhalde y Néstor Kirchner, se toma algún rato para rasguear Sólo se trata de vivir; en 2019, mientras acepta ser ungido candidato por la misma Cristina a la que acusó de encubrir a los perpetradores del atentado a la AMIA, ¿qué se cuenta a sí mismo? ¿Que esa concesión al barro de la política le permitirá realizar cosas encomiables? ¿Que él, a quien el kirchnerismo cree un mero instrumento, sorprenderá a todos? Poco importa porque, igual que en la obra, la propia Cristina se encarga, con sus humillaciones cotidianas, de recordarle quién es realmente, así como Alberto se encarga, con su propia ineptitud, de recordarle que ella no ha construido nada durable, mientras Massa, con su sola presencia, les recuerda a los dos que carecen de principios.
Por eso este gobierno es un infierno sartreano donde cada uno lucha, sin éxito, para preservar su imagen de sí mismo. Alberto, casi con desesperación, le grita a un diputado: “Vos sabés que yo no miento”. La cruel Inès se le acerca por detrás y le susurra palabras que queman: “Durante treinta años soñaste que eras valiente. Te perdonabas mil pequeñas debilidades, porque a los héroes se les permite todo. ¡Qué cómodo era! Escúchame, yo sola soy la multitud: cobarde… cobarde… cobarde…”
Sartre acuñó, en su filosofía de la existencia, el concepto de “mala fe”. De mala fe es todo lo que hacemos invocando la necesidad del momento, escudándonos en un pretendido realismo, buscando ignorar que somos fatalmente libres y que cada acto —no la historia que elegimos contarmos sobre nosotros mismos— nos define para siempre. ¿Pero cómo puede hacerse cargo de sus actos alguien incapaz de distinguir entre mentira y realidad? Hay un momento, en un documental de 2019, que captura este divorcio radical entre los actos de Alberto y su relato: es cuando cuenta cómo Cristina lo convocó en su oficina y lo hizo candidato a presidente. Alberto, recreando la escena, imita a Cristina en sus ademanes señoriales; hasta ahí le creemos y hasta somos sus cómplices. Pero de golpe suelta una mentira descomunal, una de esas enormidades que el mismo Alberto no puede ignorar que están desmentidas por mil archivos en el momento de pronunciarse. Dice que le dijo a Cristina: “Yo he trabajado todo este tiempo para que vos seas candidata”.
¿Perdón? ¿El mismo Alberto que dijo que el peronismo “sólo fue patético con Cristina”? ¿El que afirmó que Cristina dictó leyes sólo para lograr impunidad por sus delitos? ¿El que escribió: “Cristina sabe que ha mentido y que el memorando firmado con Irán sólo buscó encubrir a los acusados”? Que ese mismo Alberto Fernández sostenga, sin parpadear, que trabajó para que Cristina fuera candidata, no puede ser mero cinismo; prefiero ver ahí uno de esos esfuerzos patológicos para defenderse de la realidad que fascinaban a Sartre.
Cuenta en ese empeño, sin embargo, con una ayuda que Sartre no previó: la de millones de argentinos que —porque viven de las prebendas del gobierno que miente sin cesar— tienen interés en sostener sus mentiras. Es una manera de verlo. La otra es que todo el país ahora es un escenario teatral donde Massa, Cristina y Alberto viven vidas dobles: una imaginaria, donde son, respectivamente, un hábil gestor de la Realpolitik, una estadista majestuosa y un idealista medio hippie, y otra, la real, donde son tres malhechores comunes. El veredicto definitivo llegará en 2023. Como dice Garcin al final de A puerta cerrada: “Y bien, continuemos”.
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