Foto de portada: ©Jaime Llamas & Bárbara Lara.
En San Blas en los años 80, los escasos parques rebosaban de jeringuillas y los yonquis saltaban por las ventanas mientras sus madres aullaban de dolor en los patios vecinales. Allí creció entonces, observándolo todo, persiguiendo amores, modelos a la contra, peripecias y desconsuelos la niña trans que protagoniza La mala costumbre (Seix Barral, 2023), un novelón inesperado y al que calificar de «necesario» sería hurtarle algo. Porque es necesario, sí, pero también se lee como se respira. Y se disfruta. Y te divierte. Y duele.
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—¿Cómo te explicas el éxito de La mala costumbre? ¿Qué fibra has tocado?
—Mira que he trabajado el mundo del libro mucho tiempo, pero las lógicas editoriales no las acabo de entender. Y diría que los propios editores tampoco las entienden. Evidentemente, hay un contexto social y político que aumenta el interés por una novela escrita por una mujer trans. Negarlo sería una tontería. Pero quiero pensar también que se trata de una historia que ha traspasado esos límites y que ha vindicado su propia universalidad. Al final cuento algo que no se distancia tanto de las narrativas de crecimiento personal tan apreciadas que han funcionado durante siglos. Hay aquí también, a su manera, una carrera del héroe. Y eso rompe de alguna forma el techo de la literatura lgtbi para escapar del nicho y contar una historia más.
—El barrio obrero es ambivalente y La mala educación no lo disfraza. Por una parte, existe solidaridad, tejido y apoyo mutuo, por otra, vigilancia, maledicencia y miseria. ¿Hoy en San Blas y en esos antiguos barrios obreros «residencializados», en general, se ha perdido lo bueno mientras se mantiene todo lo malo?
—Es verdad que el tejido vecinal ha sido muy dañado, pero también te digo que hay gente hoy mismo que está trabajando en reconstruirlo. En cualquier caso, como dices, con el tejido social se fueron cosas muy buenas… pero la «residencialización» también ha traído algunas positivas como que la gente se ha dejado entre sí un poco más en paz. Hay menos presión de grupo y menos fijarse en la vida del otro, lo que es un buen caldo de cultivo para que uno crezca personalmente y desarrolle su vida como le dé la gana, sin justificaciones.
—Tu novela hace una cosa muy bien. Frente a las críticas actuales de cierta izquierda obrerista hace a una supuesta izquierda de la identidad, feminista y trans que habría olvidado al obrero, tú muestras que ambas cosas van de la mano sin artificio, ¿no crees?
—Me vas a disculpar, pero es que ese tipo de discurso esconde otra cosa detrás que no tiene nada que ver con el movimiento obrero sino con algo que está entre los prejuicios personales y la pura maldad. El hiperidentitarismo obrero es una imbecilidad que asume que el obrero solo puede un hombre, vestido de azul y con manchas de grasa. Pero ser mujer, ser trans, etc, ¿te libera acaso de tener que ganarte la vida? ¿Acaso declararte trans te coloca directamente en una posición burguesa? En realidad es peor aún, nosotras sufrimos una doble brecha de género que hace aún más difícil y precaria nuestra incorporación al trabajo. Tan obrera es una señora trans como el señor del mono azul como un universitario que malvive de las becas. La clase obrera se ha ampliado sin dejar de ser clase obrera.
—»La construcción del binarismo era feroz a principios de los 80″, escribes. ¿El supuesto boom andrógino de la movida fue un espejismo interesado?
—Por un lado esa apertura de la movida fue maravillosa porque ofrecía algo en qué fijarse. Pero visto desde ahora observamos una confusión que se dio entonces entre el mundo pop del prestigio cultural y luego lo que ocurría de verdad en las calles, en las casas, que no era así para nada. Así lo viví yo. El binarismo era feroz y no se aceptaba la transexualidad si se salía de la portada de una revista. La represión era durísima. Aquello no fue el paraíso de apertura sexual que hoy se cuenta.
—El tránsito de los 80 a las 90 es muy interesante, de los yonkis y el desencanto a ese optimismo loco y fiestero que coincide con el momento en el que protagonista deja atrás su infancia. ¿Los 90 fueron el canto del cisne del Madrid antiguo?
—Sí, estoy de acuerdo, fue el canto del cisne de una libertad que ya no existe. Ya entonces comenzaban a abrirse en aquel Madrid libre las primeras heridas pero si parecía aún una ciudad mítica, ese lugar de apertura donde podías desaparecer en una suerte de clandestinidad. A finales de los 90 cierra todo aquello. También es cierto, como bien dices, que los 90 coinciden con mi juventud y una a menudo tiende a idealizar esa coincidencia.
—¿La subcultura gótica funciona en el libro como una especie de armario en el que empezar aprobar a ser una misma sin que parezca real?
—La subcultura gótica fue literalmente un gran campo de experimentación para los disidentes del género. Era un sitio donde se podía jugar a ser otra persona. El disfraz que te ponías, los nuevos códigos estéticos que asumías no se penalizaban igual por no parecer reales. Como no se penalizaba tampoco la masculinización de las mujeres ni, sobre todo, la feminización de los hombres. No es casualidad que, tradicionalmente, lo gótico acogiera a muchas personas trans, allí podíamos respirar.
—Tu formación es medievalista. ¿Por qué la Edad Media? ¿Quizás porque es el periodo histórico más maltratado injustamente?
—Jaja, sí, puede ser. Desde muy pronto quise estudiar historia medieval, supe de los trovadores, leí su poesía, admiré su estética, sus catedrales góticas y me pareció que fue una época de una belleza muy especial, conectada de alguna forma con lo mágico, una vindicación increíble del mito. Entendí que existía entonces un espíritu de elevación y trascendencia que apelaba a mi propia trayectoria personal, a aquello que se juzga sin conocer.
—Terminemos con cosas desgraciadamente más feas que la estética medieval. ¿Qué ha ocurrido desde el masivo 8M de hace tres años para que hoy el movimiento feminista aparezca violentamente dividido y con la cuestión trans como piedra de toque?
—La división no ha sido del movimiento feminista en sí, cuyas manifestaciones han seguido siendo mayoritarias y abiertas —con minoritarias escisiones transfóbicas—, como de la propia cúpula política del movimiento feminista. Lo que ha ocurrido es una lucha de poder. Antes todo el mundo aceptaba que las mujeres trans participáramos del movimiento feminista mientras aceptáramos una posición de sometimiento. Para hacer bulto. Y cuando en un momento dado decidimos tomar la palabra y hablar en primera persona, hay algunas que ven peligrar sus prebendas. Sólo ellas podían concedernos graciosamente derechos. ¿Qué era eso de reclamarlos nosotras? Fíjate, por ejemplo, en Carmen Calvo. Antes de 2017 defendía algo muy parecido a lo que ha acabado siendo la ley trans sin ningún problema. Pero cuando Igualdad pasa del PSOE a Podemos y ella ya no puede apuntarse ese tanto de salvadora se rebela arrastrando a mucha gente. Porque en el mundo académico la resistencia a lo trans es antigua, al menos desde la segunda ola del feminismo de los años 70. El activismo trans es callejero, incluye por ejemplo a trabajadoras sexuales y eso no estaba bien visto en la academia, en la remilgada izquierda universitaria. Cuidado yo puedo entender las dudas, estoy dispuesto a discutir con cualquiera que incluso no me considere una mujer. Pero no si me desprecia, no si me trata en masculino que no le cuesta nada. Ante campañas tan bestias y dolorosas, ¿qué puedes discutir?
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