Querido Alberto Olmos:
Te escribo para felicitarte la Navidad.
Llevo varios días intentando acallar sin éxito una voz interior que me repite sin cesar: “Tienes que escribir a Alberto Olmos para felicitarle la Navidad”. A lo cual yo replico: “¿Por qué motivo tendría que hacerlo?”. Y la voz me contesta: “Tienes que escribirle porque es tu amigo”. Y yo respondo a mi vez, molesto por esta intrusión constante en el libre discurrir de mi pensamiento: “¿Pero cómo demonios va a ser mi amigo si no nos hemos visto en la vida?”. En este punto, la voz se niega a confrontar argumentos y entra en bucle con la misma frase: “Tienes que felicitarle la Navidad a Alberto Olmos porque es tu amigo”. Es una situación bastante desesperante, pero, al cabo, este molesto runrún me ha hecho pensar en nuestra relación.
No recuerdo exactamente cuándo leí por primera vez una columna tuya, pero sí recuerdo cuántos seguidores en Twitter tenías entonces: 8.214 seguidores tenías. Esto de seguir a alguien en Twitter es como hacer cola para entrar a un cine o a un restaurante. Al acercarte a tu destino y ocupar el postrero lugar de la fila, debes afrontar la ignominia de que nadie tendrá que esperar más que tú y de que tal vez acabarás con un palmo de narices a las puertas del cielo. Esta sensación de oprobio solo se ve mitigada con la llegada de nuevos aspirantes que van prolongando tras de ti el extremo de la fila. Con qué mezquino deleite miramos entonces a todos los que nos siguen y pensamos: “A mí me queda mucho, pero a estos les queda todavía más”. Yo hay veces que no me he ido de una cola solo por no ahorrarles tiempo a los que venían detrás.
De este modo, cuando me convertí en tu seguidor 8.215, no pude evitar sentirme celoso de esas 8.214 personas que te habían descubierto antes que yo, pero conforme crecía tu lista de seguidores (hasta los más de 26.000 que tienes actualmente) me iba sintiendo cada vez más cerca de ti. Ahora observo a esos 18.000 oportunistas de última hora que están detrás de mí y no sabes lo orgulloso que me siento de formar parte del selecto grupo de 8.215 personas que confió en ti cuando no te conocía nadie.
La verdad es que nuestra relación en Twitter no ha sido muy fructífera que digamos. Básicamente yo te escribo y tú me ignoras. Yo promociono tus columnas y tus libros entre mi humilde séquito, y tú me respondes con un impasible silencio. Con el paso del tiempo, acabé por dejar de esperar tu respuesta y conformarme con que simplemente leyeras mis mensajes laudatorios, hasta que el 18 de febrero de 2021 publicaste un tuit que decía: “No sé otros; pero a mí me escribes 4 o 5 tuits seguidos dándome tu opinión sobre algo y te silencio”. Al leer aquello, pensé que tu mutismo se debía a que me habías silenciado. ¿Cuál fue entonces mi reacción? En vez de actuar como un amante despechado, opté por la máxima bíblica de poner la otra mejilla y, aun a sabiendas de que no me ibas a leer, seguí comentando con entusiasmo tus tuits y felicitándote por tus columnas. No sé, Alberto, pero si no te conmueve que yo te enviase mensajes de admiración sabiendo que no los ibas a leer porque me tenías silenciado, si eso no te llega al corazón, yo ya no sé cómo decirte que te quiero.
A pesar de que respetaba el desdén que me profesabas (y de que incluso lo aprobaba), he de reconocer que me afligió tu ninguneo cuando publiqué en mi blog mi bibliocrónica de tu ensayo Elogio de lo cutre. Aunque me tuvieras silenciado, la editorial había retuiteado el anuncio de mi bibliocrónica, así que tenía que haberte llegado la noticia. Pero tú no decías nada, instalado en tu torre tuitera de marfil. Hasta que diez días después, cuando ya no esperaba nada de ti, escribiste un comentario a mi tuit que decía: “Gracias, amigo”. Contemplé embelesado esas dos palabras (y esa coma y ese punto tan gallardos): “Gracias, amigo”. Me habías llamado amigo. Así que a fin de cuentas tenía razón la voz interior que me insistía una y otra vez en que tú y yo éramos amigos. ¿Cómo no iba a escribirte entonces para felicitarte la Navidad, amigo mío?
Te escribo, pues, para felicitarte la Navidad y para darte la buena nueva que llevo dando desde hace meses a todo aquel que se cruza en mi camino: que eres el mejor escritor de España. Esta misma mañana, sin ir más lejos, al tipo que iba a mi lado en el metro le he dicho:
—Alberto Olmos es el mejor escritor de España.
El tipo se ha girado bruscamente y me ha soltado:
—¿Y a mí qué me cuentas, payaso?
He supuesto por su reacción que era escritor y que le había dolido verse privado de la medalla de oro de la literatura española.
Otro a quien le he dicho que eres el mejor escritor de España es a mi mejor amigo de la universidad. Este dato podría parecer irrelevante si no fuera porque hace años tú escribiste una columna especialmente hiriente contra mi amigo. Y así, yo me he arriesgado a perder su amistad solo por gritar a los cuatro vientos que Alberto Olmos es el mejor escritor de España. De hecho, mi atrevimiento llegó al extremo, dado que mi amigo tiene una hija de la edad de la tuya, de recomendarle tu libro Irene y el aire. Sobra decir que mi amigo no se lo leyó.
Quien sí se leyó Irene y el aire fue mi novia, y le gustó bastante, pero tampoco a ella he podido convencerla de que eres el mejor escritor de España. Mi novia cree que el mejor escritor de España soy yo.
Con mi novia ocurre una cosa curiosa: yo le paso de vez en cuando tus columnas y ella se dedica a rastrear en ellas cualquier atisbo de tu relación con tu novia. Después siempre acabamos hablando de cómo nos imaginamos cada uno a tu novia. Fíjate lo mucho que pensamos mi novia y yo en vosotros, y lo poco que pensáis tu novia y tú en nosotros (o sea, nada).
La teoría de mi novia, desde hace mucho tiempo, era que te habías separado de tu novia, y utilizaba cualquier frase intrascendente de tus columnas como prueba acusatoria de una crisis de pareja. Yo siempre negaba la mayor, como si tu estabilidad sentimental pudiese afectar directamente a la mía, hasta que este verano publicaste una columna titulada Divorciados en el camping. Aquí mi novia me dijo muy ufana: “¿Ves como tenía razón?”, pero yo alegué que se trataba de una composición literaria que tan solo buscaba describir un fenómeno social, por lo demás muy extendido, y que en ningún caso debía considerarse autobiográfica. Tuve que repetir la frase varias veces para intentar creérmela.
El debate se acabó quince días después cuando publicaste una segunda columna titulada Divorciados en una fiesta techno, y ahí ya me convencí de la ruptura (donde pone tu novia, léase por tanto tu ex novia). Me dispuse entonces a darle la razón a mi novia, pero, al levantar la vista del móvil para comunicarle la noticia, vi que estaba toda enrabietada porque me había pasado el desayuno leyendo tu columna en vez de hablar con ella. La noté tan enfadada que me vi en ese mismo instante divorciado en un camping. O en una fiesta techno. O peor aún: en un camping con música techno. Esto no puede ser, Alberto. Este amor que te tengo me va a dejar sin amigos y sin novia.
Además de felicitarte la Navidad y de decirte que eres el mejor escritor de España, quería contarte que me he leído tu novela Alabanza y he disfrutado como un gorrino en una charca. O en dos charcas. O en una charca muy grande y muy gorrina. No sé si se entiende lo que quiero decir. Vamos, que me ha encantado.
Tu novela me ha encantado y eso ha sido un revés para mí. ¿Cómo demonios va a ser un revés que te guste una novela?, te estarás preguntando. Sé que te lo estás preguntando porque en el viaje que hiciste a Cali hace dos meses (viajas mucho ahora que estás divorciado) hablaste justamente de este tema en una entrevista con Gabriel Jaime Alzate. En esa charla, disponible en YouTube, abordasteis el tema de las críticas negativas que habías hecho a varios libros y que mucha gente podría pensar que eran premeditadas para llamar la atención, y lo que dijiste fue: “Hay que tener una cosa en cuenta: sería de idiotas leer un libro para que no te guste. O sea, yo soy el primero que me acerco a un libro para que me guste. No disfruto si el libro me decepciona”.
Ese idiota que se lee un libro para que no le guste soy yo, Alberto. Si me leí tu novela Alabanza fue porque pensé que era un libro execrable.
Por algún absurdo motivo, yo había dictaminado, tras leer montones de columnas tuyas y ni una sola de tus novelas (Irene y el aire no la considero como tal), que eras un magnífico columnista y un novelista atroz, pero cuando me dispuse a escribirte para felicitarte la Navidad, querido amigo del alma, decidí leer una de tus novelas para añadirle un poco de picante a esta contrafaja. Como soy amigo de Alberto Olmos, pero soy más amigo aún de la literatura, pensé que un panegírico desmedido de tu persona no tendría especial interés para los lectores y que sería mucho más divertido salpimentar el texto con una crítica negativa de tu novela. De esta forma, la contrafaja sería la carta de un mindundi a un escritor consagrado pregonando lo mucho que lo admira, pero dándole una colleja cada dos o tres párrafos por haber escrito una novela infumable. Y para más inri pensaba publicarla en Zenda, en tu propia casa.
Para realizar esta inusitada alabanza escogí, de entre todas tus novelas, la que tiene ese mismo título. La sinopsis de la contracubierta prometía: un escritor en plena crisis creativa regresa a su pueblo para recuperar la inspiración y allí afloran todos los recuerdos de su infancia y de su juventud. Un argumento manido hasta la extenuación. Cada año, centenares de jubilados se autopublican en Círculo Rojo una novela con ese tema. Así que me dispuse a tragarme 376 páginas de bazofia pretenciosa solo para poder hacer la gracieta de que eras un gran escritor pero tu novela era una basura. Y entonces vas tú y desbaratas mis planes sacándote de la manga una novela cojonuda.
Supongo que debe de ser frustrante dedicar años a escribir novelas que caen en el olvido y, en cambio, ser aclamado por unas columnas que has tardado un par de horas en escribir. Pero no deberías preocuparte por ello. Eres el maestro absoluto de la columna. No tienes un solo rival que esté a tu altura. ¿Qué importa que nadie lea tus novelas si has alcanzado la gloria en otro terreno? Piensa en Beethoven, por ejemplo. ¿Se acuerda alguien de que Beethoven escribió una ópera llamada Fidelio? Nos da exactamente igual Fidelio, pero todos hemos tarareado en algún momento de nuestra vida Para Elisa, una bagatela que Beethoven compuso en el tiempo que tardas tú en escribir una columna. Tarararararararará. Eso es triunfar, Alberto: formar parte de la memoria de los hombres. Y eso es lo que has conseguido tú con tus columnas: que no sean flores de un día, sino que sean perdurables. Así que deja de obsesionarte con escribir la gran novela segoviana y danos la columna nuestra de cada día, que en ella está tu gloria literaria. Esta es la única verdad. ¿Le importa a alguien tu maldita novela Alabanza? ¡No nos importa a nadie! Lo único que nos importa son tus bagatelas, es decir, tus columnas. ¡TARARARARARARARARÁÁÁÁÁÁÁÁ!
El párrafo anterior es de cuando pensaba que tu novela iba a ser mala, pero me gusta tanto cómo había quedado que he decidido rescatarlo. No dejes que la realidad te estropee una buena contrafaja.
En serio, Alberto, Alabanza es una novela portentosa. Y la prueba mayor de tu talento es que logras ser fascinante partiendo de un tema tan trillado. Tu novela es como las patatas fritas que hacía mi abuela. Eran solo patatas fritas en aceite, una receta al alcance de cualquiera. Y sin embargo no he probado nada más delicioso en toda mi vida. Enhorabuena, amigo.
La lectura de tu novela me ha reafirmado en mi convicción de que deberían darte el premio Cervantes. No es que el Cervantes valga gran cosa (a García Márquez no se lo dieron y a Borges se lo dieron compartido), pero aun así me encantaría que te lo dieran, no solo porque eres el mejor escritor de España, sino fundamentalmente por ver cómo vas vestido.
Si a mí me dieran el premio Cervantes, lo primero que haría sería tomar un avión a Londres para hacerme un chaqué a medida en una sastrería de Savile Row, para ir elegante el día de la ceremonia y también porque los levantinos llevamos el gasto en la sangre (y por eso nos gastamos miles de euros en unos monumentos de cartón piedra a los que prendemos fuego al cabo de cinco días, solo por el gusto de gastar). Pero a ti, que eres un señor austero de Segovia, un chaqué a medida te parecería un dispendio inadmisible y optarías por ir con uno alquilado (cuyo precio te seguiría resultando excesivo). Y así, te plantarías el día del premio con un chaqué dos tallas más grande, que tendrías que arremangarte para sostener los folios del discurso, una corbata que te habrías llevado de la tienda ya anudada por el vendedor y unos zapatos con alguna que otra rozadura y con cordones deshilachados.
Sería divertídisimo verte con aire circunspecto, engullido por tu chaqué, mientras dabas inicio a tu discurso, donde harías un repaso a tu trayectoria literaria y dirías que el punto determinante de tu carrera fue cuando tenías 47 años y te encontrabas sin rumbo, recién divorciado y tratando de llenar tu vacío existencal entre campings y fiestas techno. Contarías cómo, a pesar del éxito que cosechaban tus columnas, sentías en lo más recóndito de tu ser que habías traicionado tus ambiciones de juventud al renunciar a la novela, cuyo esfuerzo no parecía merecer la pena por el escaso pecunio que reportaba. Hasta que un día recibiste una carta (aquí harías una pausa dramática bebiendo un poco de agua), una carta que te enviaba un escribidor para felicitarte la Navidad, y en esa carta te decía que eras el mejor escritor de España y que no había nadie que te pudiera igualar en el arte de la columna, pero ese escribidor te decía también otra cosa. Te decía que se había leído tu novela Alabanza pensando que era una basura infecta y sin embargo había disfrutado de su lectura como un gorrino en una charca. O en dos charcas. O en una charca muy grande y muy gorrina (aquí me caería una lágrima, en el salón de mi casa frente al televisor, al reconocer la cadencia poética de mis frases). Y dirías que, al leer esa carta, sentiste cómo una fuerza renovadora se apoderaba de ti y que te quedaste durante días dándole vueltas al contenido de esa carta, y que el 1 de enero de 2023 decidiste, qué demonios, que ibas a darte una última oportunidad con la novela, que te ibas a permitir ese capricho antes de cumplir los cincuenta años, y que esa novela, escrita tan de improviso, fue la que te consagró definitivamente, la que se tradujo a decenas de lenguas, la que te permitió mirarte al espejo y decirle al reflejo del joven soñador que una vez fuiste: “Lo has conseguido”. Y que por todo ello querías anunciar, ante la reina Leonor y ante toda España, tu compromiso solemne de donar el cheque del premio a aquel escribidor desconocido para que se comprase lo que quisiera (por ejemplo, un chaqué para el premio Cervantes que nunca le iban a dar).
A mí que dijeras todo esto me parecería bien.
En cualquier caso, hasta que llegue ese día te deseo salud y prosperidad y todo cuanto de placentero pueda haber en la vida.
Y feliz Navidad, amigo.
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