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Al pie de las colinas de Ngong - Zenda
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Al pie de las colinas de Ngong

Pero entre el contar y el escribir, anda el asunto “menor” de la escritura, que en mi caso es, como era para Sor Juana, su conciencia, “la loca de la casa”. La que me habla, me susurra: “Así no, así sí, esto sí, esto no”. Una loca que me impone con cada nueva historia otro...

Cuando me puse a la tarea de escribir La memoria de los vivos, recordé a menudo ese gran arranque que dice: “Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong…”. Siempre que lo oigo me imagino sentada a los pies de la baronesa Karen von Blixen (o de Meryl Streep) pidiendo más y más, con tal de seguir oyendo esas frases pretéritas capaces de hacer que el tiempo deje de contar y que la mente demuestre su imposible contingencia. Nada más y nada menos quería lograr con La memoria de los vivos, con la diferencia de que esta historia nació en un bar. ¿Cuántas cosas buenas nacen en este país en un bar? Allí, mi querido tío Fer y mi madre, nos contaron a mí y a mis primas la historia de Ángel, nuestro tatarabuelo. Yo escuchaba esas historias de Ángel con el mismo asombro con el que me creí tantos años que un lobo feroz tenía el poder de soplar sobre una casa de paja y que ésta saliera volando. Y escuchaba embelesada porque me fascinan las historias de familias, esas sobre las que tanto he leído, y que se construyen sobre la memoria. Pero la memoria es traicionera y se transforma, pues no hay dos bocas que recen a la misma deidad. La memoria, dice Cicerón, que los vivos se encargan de mantener viva para recordar la vida de los muertos. Comencé a investigar sobre la vida de mis antepasados y me di cuenta de que cuando uno recuerda a alguno con ternura otro puede hacerlo con congoja. Y en esa brecha es donde entra la ficción. Mi madre me entregó viejos cuadernos de viajes, cartas, diarios escritos en inglés y a veces ilegibles, facturas archivadas, fotografías, muchas fotografías. Todo aquello que atesoran las familias (algunas más) y que las condena a cargar con la gloria y con el fardo de alguna épica, aquello con lo que construyen su relato, esa piedra fundacional sobre la que las familias crean su mitología, para bien y para mal de sus individuos. Y confieso que a mi alma depredadora de escritora de ficción le interesó desde el principio mucho más que la cifra exacta de un collar de perlas archivada en una factura enmohecida, qué cuello adornó la joya, e imaginar si la dueña de ese cuello lo recibió con el júbilo de la mujer amada o el silencio de la malquerida.

"Confieso que me costó adoptar como mía esa voz, ese compás más propio de tiempos remotos, pero era el tono que sabía que tenía que tener mi historia"

Pero entre el contar y el escribir, anda el asunto “menor” de la escritura, que en mi caso es, como era para Sor Juana, su conciencia, “la loca de la casa”. La que me habla, me susurra: “Así no, así sí, esto sí, esto no”. Una loca que me impone con cada nueva historia otro modo de narrar. O puede que no sea exactamente así, pero es exactamente así como lo siento y padezco y a lo que me entrego. Cuando supe que iba a escribir La memoria de los vivos, y cuando entendí que ya no había vuelta atrás, porque cuando mi tío Fer quiere algo es más tenaz que esas lapas del Cantábrico que tanto cuesta arrancarle a la roca, cuando supe que iba a escribir este libro, se me impuso con persistencia, y como si no hubiera más alternativa, una voz que con toda seguridad había nacido de la lectura de los diarios de mi pariente lejano: “Me levanté otra vez para ver mi amada Irlanda…”, escribía el verdadero autor de ese diario que ya quizás no tenga mucho que ver con mi personaje, Richard Myagh. De aquellas palabras viejas robadas al cuaderno de ese antepasado se desprendía la cadencia del libro. Confieso que me costó adoptar como mía esa voz, ese compás más propio de tiempos remotos, pero era el tono que sabía que tenía que tener mi historia. ¡Cuánto tardó en pasar de la mente al papel y de ahí a la pantalla del ordenador! La loca me decía: “Tenemos que contar una historia real, con sus fechas, con sus protagonistas y con sus leyendas, y no puedes escapar a esto”, y al poco tiempo me susurraba ¡la muy bastarda!: “Basta de fechas y de realidades, ahora olvida todo eso y escribe sólo para tu historia…”. La loca me quería volver loca. Pero así es ella. Una tirana.

"De las historias que han nacido de mi imaginación sólo sé que su verdad está ahora en manos de los lectores"

Esta es la novela de una crónica, o la crónica de una novela que fue la vida de estas dos familias; y si he sido infiel a la realidad, porque de todos modos no podía ser de otra manera, soy una escritora de ficción. Y de las historias que han nacido de mi imaginación sólo sé que su verdad está ahora en manos de los lectores. Nada me gusta más que imaginar a esos posibles lectores una noche de verano, bajo una gran encina, como las que también hay en México, o quizás frente a un fuego en una tarde de invierno, cautivados como yo quedé para siempre por una voz que me llevó a los pies de las colinas de Ngong.

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Autora: Phil Camino. Título: La memoria de los vivos. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: AmazonFnac

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Phil Camino

Phil Camino (Madrid, 1972) es escritora y directora editorial de La Huerta Grande. Reside en Madrid, donde fundó la librería «los editores» especializada en editoriales independientes. Es autora de las novelas Belmanso (Plataforma, 2012) y Rehenes (2014) y del ensayo testimonial Diez Lunas Blancas (Elba, 2017), una profunda reflexión sobre la maternidad. Doctora en Ciencias de la Información, ha colaborado en distintos medios escritos como El Mundo, El Diario Montañés o la revista Sibila. Ha traducido del francés al español Retorno a Sefarad de Pierre Assouline (Navona, 2019) y El hombre simiente de Violette Ailhaud (La Huerta Grande, 2019). Actualmente está trabajando en la revisión de las traducciones de las novelas de Jean d´Ormesson, La gloria del Imperio y Por capricho de Dios. El mayo de 2019 publica su nueva novela, La memoria de los vivos, en Galaxia Gutenberg. @philcamino

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