“Aunque todo lo demás nos falle —decía John Kenneth Galbraith—, siempre podremos asegurarnos la inmortalidad cometiendo algún error espectacular”. Al kirchnerismo se le ha subido el fracaso a la cabeza, y marcha a toda máquina a babor y a estribor, por proa y por popa hacia el norte y hacia el sur, es decir: hacia ninguna parte, e inventa por el camino probados adefesios de magnitud colosal para garantizarse el desastre económico, que no se quiere perder por nada del mundo. Y que deberá afrontar en la mañana misma del 15 de noviembre, sea cual fuere el resultado de las urnas. Los dos primeros años del cuarto gobierno kirchnerista estuvieron concentrados en la cuarentena más larga e insensata del planeta, en dilatar programas y acuerdos con acreedores internacionales, y en asociarnos con los peores regímenes autoritarios de América Latina; los dos subsiguientes estarán dedicados a sofocar con papel picado el dantesco incendio forestal que ellos mismos prendieron lanzando gasoil y antorchas sobre los árboles y las praderas. Ordenan imprimir billetes a mansalva y luego mandan a un comisario político a bajar los precios a martillazos, en una operación cuya alegoría exacta, aunque lúgubre, sería como incentivar el delito a gran escala y luego enviar a escuadrones de la muerte a masacrar a los ladrones. Hablando de ese tema tan doloroso y candente: los ídolos de la población carcelaria —allí arrasan en cada elección— han excarcelado a los peores narcos y asesinos bajo la penosa doctrina progre (“el delincuente es una víctima”); consiguieron con ello que las fieras liberadas se hicieran un festín en el corral de los corderos inermes, y ahora hacen proselitismo oportunista con dureza teatral mientras los traficantes se apoderan de las barriadas y los muertos se apilan en las calles más desfavorecidas. Pagarle al Fondo, según divulgan enfáticamente los camporistas, es traicionar al pueblo y entregarse al imperialismo norteamericano, y lo vocean a los cuatro vientos mientras su ministro de Economía viaja a Washington para negociar un no-trato agónico con Kristalina y el jefe de Gabinete, como si fuera un paciente en emergencia, vuela en avión sanitario para halagar al establishment de Nueva York. Se sincera la desesperación por dólares y se sigue poniendo cepos a las exportaciones, y a casi cualquier cosa. Desde las tribunas se sablea a los medios y a la oposición, y a la vez se llama públicamente a la concordia y al diálogo. Almuerzan con los grandes empresarios en la Casa Rosada para seducirlos, y después los someten al yugo recreado por ese gran apologista de Guillermo Moreno, que promete el patrullaje de las góndolas con brigadas de militantes. El gobierno de los nuevos ricos, sin la menor idea acerca de cómo funciona la vida real y cómo se organizan los países desarrollados, ha consagrado la praxis de un zigzag a la bartola, casi inédito en la vida democrática si uno olvida, claro está, la desconcertante era de Isabel Perón. De hecho, para estar a tono con aquella época inspiradora, Roberto Feletti acaba de reivindicar el control de precios de los tiempos de Gelbard, fenómeno fugaz que nos condujo rápidamente al Rodrigazo. El setentismo, desde el fondo de la historia, continua su sempiterna guerra contra la lógica y el sentido común; es un virus siempre redivivo, para el que no se ha encontrado todavía vacuna.
Después de lanzar rayos y centellas contra los siniestros “vendepatrias”, en sus alegres avisos de campaña los candidatos oficialistas claman ahora porque “los dirigentes se sienten y se pongan de acuerdo” (sic). Ese timo catalán parece incluso calcar la agenda primigenia de la oposición, porque le dice con énfasis que “sí” a pagar menos impuestos (que ellos multiplicaron), a la educación pública (que degradaron), a bajar la inflación (que promueven), a recuperar el trabajo (cuya cultura tan prolijamente han demolido), e incluso a “sentirse más seguros” (como proponen los fiscales y jueces del compañero Zaffaroni). ¿No es maravilloso? De rodillas frente a los votantes, resulta que ahora no son populistas agonales ni socialistas del siglo XXI, sino meros “republicanos de morondanga”, como diría la vicepresidenta de la Nación.
El zafarrancho consiste en ganar a cualquier precio y parece, por momentos, una hilarante comedia negra de Netflix, el arte literario más admirado por la gran actriz de la calle Juncal. El argumento (atención Campanella) sería más o menos así: una familia ensamblada, donde ya los padres se arrojan los platos por la cabeza, y los hijos de unos y otros se odian, se agreden y se ponen zancadillas, recibe de pronto la visita del dueño de la casa donde viven, un hombre que está mosqueado y ha recibido múltiples quejas del comportamiento de sus inquilinos: quiere evaluar si vuelve a renovarles el contrato a estos impresentables. In extremis, obligados por la desesperación, los dos bandos irreconciliables del clan deciden tragarse entonces los sapos y simular una comunión ficticia, y en su intento de convencer al propietario van acercándole distintas mentiras e incongruencias, intentando sobornarlo con cualquier obsequio, truco o lisonja, y revelando al final de manera inexorable la triste verdad desnuda. La familia ensamblada creada a los apuros por Cristina Kirchner ha demostrado ser insostenible, disfuncional e inepta. Ni una improbable remontada comicial modificará esta evidencia política, que las dos partes admiten con amargura ante los grandes cronistas del poder en catárticos cafés y meriendas a puertas cerradas.
La arquitecta egipcia parece verse a sí misma, sin embargo, como esas inefables anti heroínas de Netflix, cargadas de cínica sinuosidad, que sobreviven por libreto a dramas y cataclismos; debe creer que a pesar de los pesares nadie se atreverá a cancelar su serie, y que por lo tanto siempre habrá una nueva temporada, y otra y otra más, para resarcirse y vengarse de sus sinsabores y enemigos. Se verá si la sociedad y el peronismo, esos crueles programadores de la vida, la acompañan en el sentimiento.
Cuando se asiente el polvo de la historia que azotó esta semana a Tolosa Paz, se verá si Cristina tira todavía del carro o ya es un lastre. Jorge Bergoglio, peronista de derecha y deidad de la dádiva, envió desde Puerta de Hierro un mensaje para el Movimiento, que constituye todo un cambio de paradigma: no se puede vivir del amor, como diría Calamaro, pero tampoco del subsidio. Y él siempre estuvo a favor de generar trabajo diversificado —atención los adoradores del “Estado total”—, y por lo tanto del concurso de la iniciativa privada. Los kirchneristas de Puerto Madero confundieron a Perón con la Fundación Evita, y el empleo genuino con el regalo clientelar y la adicción a la limosna. Francisco fue más allá: defendió el esfuerzo (ese valor “neoliberal”) y hasta se inscribió (como descendiente de sufridos piamonteses) en la valiosa inmigración europea, que el nacionalismo caviar denostó toda la vida por considerarla individualista, gorila y cipaya. La sorpresiva irrupción de Su Santidad en la convulsionada escena argentina obligó incluso a Miguel Angel Pichetto —padre de la genial denominación “La Episcopal del Pobrismo”— a celebrar “este cambio de pensamiento”. Para el peronismo de cualquier pelaje éste fue sin duda el gran acontecimiento político de los últimos tiempos, y se presiente un punto de inflexión en la gran encrucijada poselectoral. Platón decía: “Solo los espíritus vulgares carecen de destino”.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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