El intrépido Cornelius Vanderbilt Jr., desahuciado por eludir los deseos paternos y su destino aristocrático y por haberse entregado en cuerpo y alma al periodismo, se hizo detener en 1923 por la policía para entrevistar en la cárcel a Adolf Hitler. Fue luego de la famosa y fracasada sublevación de la cervecería de Múnich; Vanderbilt aprovechó la confusión, rompió una ventana con un ladrillo para que lo arrestaran y luego sobornó a los guardias para que lo alojaran en el calabozo contiguo del que pernoctaba el Führer. Fue un reportaje sensacional, pero no el único: Cornelius envió luego a la revista Liberty encuentros cara a cara con Stalin, Pio XI y muchas otras figuras centrales que en aquel momento turbulento de la historia manejaban el mundo. El más asombroso de todos, sin embargo, puede leerse en la página 264 de la clásica y voluminosa antología confeccionada por Christopher Silvester. Transcurre en el suntuoso cuarto piso del Hotel Lexington de Chicago, y su protagonista es Al Capone.
Para asegurarse el pellejo, Vanderbilt dejó una carta con expresas instrucciones de que fuese entregada a las fuerzas de seguridad en caso de que transcurriera determinado tiempo sin noticias suyas. Pero la charla entre el gangster y el reportero se fue prolongando, y de pronto sonó el teléfono en la suite; Capone recogió el tubo y se lo cedió de inmediato: “Es la policía, dicen que lo he secuestrado”. Superados estos instantes risibles y embarazosos, se desplegaron los tramos más sorprendentes del diálogo. Porque Capone se empecinó en esconder su catadura y presentarse como un estadista. Era octubre de 1931, y el rey del hampa habló de la unidad nacional, aludió al peligro de que las máquinas les arrebataran el trabajo a los obreros y formuló un alegato contra la corrupción: “Hoy en día la gente no respeta nada —se quejó con nostalgia—. Antes poníamos en un pedestal la virtud, el honor, la verdad y la ley”. Lanzó dardos contra los banqueros y los editores de periódicos, dijo que se necesitaban fondos para combatir el hambre, se consideró “un patriota” y llamó a “luchar para ser libres”. Ante este inesperado discurso moralista, Vanderbilt escribe: “¿Era cierto lo que estaba oyendo o acaso me estaba volviendo loco?”. La actitud de aquel mafioso resulta interesante y admite al menos dos ideas en una: Capone necesitaba inventarse, para sí mismo y para la opinión pública, una identidad respetable que no tenía. Pero su perorata no generaba dudas en el lector; al contrario: desnudaba una desfachatez grotesca. A varios procesados y condenados del kirchnerismo, que salen de repente en libertad definitiva o condicional gracias a una justicia veleta o colonizada, no les basta con que intentemos borrar de nuestra memoria sentencias, pericias, pruebas, imágenes, termosellados, confesiones, arrepentidos y testigos de cargo que han tomado estado público, sino que además pretenden con descaro perseguir y castigar a los fiscales, jueces y periodistas que denunciaron sus chanchullos. Aunque, en verdad, ni siquiera se detienen en la inducción de esa amnesia, ni en la puesta en marcha de esa escandalosa operación de venganza; también pretenden emular los soliloquios engañosamente altruistas del Hotel Lexington: no somos corruptos ni constructores de asociaciones ilícitas; somos patriotas sensibles, comentaristas indignados de la actualidad y líderes abnegados con mucho futuro. Ese futuro, precisamente, quedó dañado en casi toda América Latina por las sucesivas corrupciones reveladas, mancha voraz que por cierto no respetó ideologías. La derecha y el centro acusaron resignadamente el impacto; solo cierta izquierda latinoamericana —experta en crear leyendas y dibujar corazas ideológicas para esconder sus luctuosos estropicios— se tomó el trabajo de escribir los fundamentos de esta nueva novela de realismo mágico llamada lawfare. Un desopilante género argumental que incluye de manera impasible elementos sobrenaturales y milagros enfáticos. Hay que creer verdaderamente en esa clase de milagros, hay que estar desesperado porque tu escuadra logre la impunidad de rebaño y por recuperar la consabida e injustificada “superioridad moral” de los falsos progres (lastrada hoy por el robo y el fracaso económico) para tragarse sin chistar esta sopa llena de picardías criollas y digerirla como un nuevo evangelio. Es importante, por más burdo que parezca, no subestimar los efectos del recurso, puesto que los folletinistas de esta sanata son los mismos que manipularon su propia historia sangrienta y la convirtieron en heroísmo y en sentido común: ocultaron los asesinatos y aberraciones perpetrados por la “juventud maravillosa”, su proyecto profundamente antidemocrático, los crímenes de lesa humanidad del gobierno justicialista de los años 70, la guerra sin cuartel que les declaró entonces Perón a los montoneros armados y desarmados, la posterior renuncia peronista a integrar la Conadep y la vergonzosa indiferencia frente a la lucha por los derechos humanos que mantuvieron durante décadas los Kirchner antes de blindarse histriónicamente con ellos. Hay que tener un enorme talento literario para hacer desaparecer de la memoria colectiva episodios de semejante horror, indignidad, peso y envergadura. Si consiguieron que la sociedad olvidara esas atrocidades, ¿por qué no pensar que lograrán finalmente limpiar estas sucias reputaciones? Y en esa fragua están hoy los cuantiosos medios del oficialismo, machacando día y noche con el lawfare, que es el gran camelo de la hora y que intentarán en breve incluir en los manuales escolares de adoctrinamiento. A esa estrategia responde, a su vez, la visible confianza de notables exconvictos que se llaman sin pudor “presos políticos” y que, como Al Capone, hablan como próceres y dictan cátedra como filósofos. Los inmorales nos han igualado.
Se verifica en la actualidad el viejo axioma: cuando el kirchnerismo gana va por todo, y cuando pierde va por los que puede. Estos últimos son siempre enemigos funcionales y selectivos a quienes culpar de todos los disgustos y vapulear a modo de escarmiento, para mostrar que el tiburón blanco ha sido herido y declina en el abismo del mar, pero todavía puede partirte al medio de una dentellada: no lo olvides. Consciente o inconscientemente replica, como se esperaba, los trucos del gobierno peronista de 1952, que combinaba ajuste con radicalización. Eran otros tiempos, y la suma de recesión más autoritarismo —mishiadura más miedo— no dio buenos resultados.
La marcha del encubrimiento —había que ocultar con una multitud la derrota, la fragilidad, la grieta interna y el acuerdo con el FMI— tenía a su vez como propósito que Lula da Silva —-líder de un partido estragado por la venalidad— convalidara la inocencia kirchnerista y que la vicepresidenta de la Nación volviera a señalarles a sus fanáticos los blancos móviles: comparó el turno de Cambiemos con la dictadura, y los grupos de tareas, con los magistrados y los “medios hegemónicos”. Todo esto en nombre del bien, solventado por el fisco y filmado por la frívola izquierda norteamericana, que supo hacer películas horribles, pero jamás se equivocó en lamerles las botas a los grandes dictadores del palo: a este falso progresismo le encantan los fascistas de izquierda. Y en eso coinciden en algo con Capone, que al promediar aquella entrevista, le reveló al intrépido Cornelius Vanderbilt la solución a todos los males: conseguir un Mussolini que enderece esta ruinosa democracia.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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